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La tarde siguiente cogí otro avión de Southwest desde Burbank a Las Vegas. Todavía no me dejaban entrar en mi casa, y de todos modos no estaba seguro de querer volver allí. Seguía siendo una pieza clave de la investigación, pero nadie me había prohibido específicamente salir de la ciudad. Ese tipo de cosas sólo las dicen en las películas.

Como de costumbre, el vuelo iba lleno de gente que se dirigía a las catedrales de la codicia, llevando consigo sus reservas de dinero en efectivo y esperanza. Me hizo pensar en Simonson y en Dorsey y Cross, y también en Angella Benton y en qué parte habían desempeñado la codicia y la suerte en sus vidas. Sobre todo pensé en Marty Gessler y en su mala fortuna: abandonada a la descomposición en semejante lugar durante tres años. Simplemente había hecho una llamada telefónica a un poli, y eso había acarreado su propia destrucción. Buenas intenciones. Confianza. ¡Qué forma de morir! ¡Qué maravilloso mundo!

Esta vez alquilé un coche en McCarran y me abrí camino a través del tráfico. La dirección que correspondía al número de matrícula que yo le había pedido a Lindell que investigara se hallaba en la parte noroeste de la ciudad, cerca de su límite. Al menos por el momento. Pertenecía a una casa grande y nueva, de estilo provenzal. O eso me pareció. No entiendo mucho de arquitectura.

El garaje de dos plazas estaba cerrado, pero a un lado del sendero circular había un coche que era el mismo en el que me había llevado Eleanor. Era un Toyota, de unos cinco años y con muchos kilómetros. Lo sabía. De coches, sí que entiendo.

Aparqué el coche alquilado en el borde de la rotonda y bajé lentamente. No lo sé, tal vez pensara que si me tomaba mi tiempo alguien abriría la puerta y me invitaría a pasar, y de este modo todas mis dudas se despejarían.

Pero eso no ocurrió. Llegué a la puerta y tuve que llamar al timbre, y sabía que probablemente tendría que abrirme camino. Metafóricamente hablando. Oí que sonaba un zumbido en el interior y esperé. Antes de que tuviera que llamar otra vez una mujer latina, que aparentaba sesenta y tantos años, me abrió la puerta. Era de baja estatura y tenía un rostro amable, aunque cansado. Puso cara de dolor al ver las quemaduras de escopeta de mi cara. No llevaba uniforme de ninguna clase, pero supuse que era la criada. Eleanor con criada. Me costó imaginarme eso.

– ¿Está Eleanor Wish?

– ¿Quién desea verla?

Su inglés era bueno, apenas tenía un leve acento hispano.

– Dígale que es su marido.

Vi que la alarma se disparaba en su mirada y me di cuenta de que había sido estúpido.

– Ex marido -dije con rapidez-. Sólo dígale que soy Harry.

– Espere un momento, por favor.

Asentí y ella cerró la puerta. Oí que pasaba la llave.

Mientras esperaba sentí que el calor me atravesaba la ropa y me penetraba en el cuero cabelludo. A mi alrededor el sol se estaba reflejando con brillantez. Transcurrieron casi cinco minutos antes de que se abriera la puerta y apareciera Eleanor.

– Harry, ¿estás bien?

– Estoy bien.

– Lo he visto todo en la tele, en la CNN. Asentí.

– Pobre Marty Gessler.

– Sí.

Y luego hubo un largo silencio hasta que por fin habló.

– ¿Qué estás haciendo aquí, Harry?

– No lo sé. Sólo quería verte.

– ¿Cómo has encontrado esta casa?

Me encogí de hombros.

– Soy detective. O al menos lo era.

– Deberías haber llamado antes.

– Ya lo sé. Debería haber hecho un montón de cosas, pero no las hice, Eleanor. Lo siento, ¿vale? Lo siento por todo. ¿Vas a dejarme pasar o prefieres que me derrita al sol?

– Antes de que pases tengo que decirte que ésta no es la forma en que quería hacer esto.

Sentí un fuerte tirón en mi corazón cuando ella retrocedió y abrió la puerta. Levantó la mano en un gesto de bienvenida y pasé a un recibidor con puertas de arco que conducían a tres direcciones diferentes.

– ¿No es así como querías hacer qué? -pregunté.

– Vamos al salón -dijo.

Pasamos bajo el arco central y entramos en una amplia sala que estaba limpia y bellamente amueblada. En una esquina había un piano que captó mi atención. Eleanor no tocaba, a no ser que hubiera empezado después de dejarme.

– ¿Quieres tomar algo, Harry?

– Un poco de agua no estaría mal. Hace calor ahí.

– Es lo normal. Quédate aquí, vuelvo enseguida.

Asentí y ella se alejó. Miré por la sala. No reconocí ninguno de los muebles del apartamento en el que la había visitado en una ocasión. Todo era diferente, todo era nuevo. La pared del fondo de la sala comprendía unas puertas correderas que daban a una piscina acristalada. Me fijé en que alrededor de ésta había un plástico blanco de seguridad, de esos que la gente con niños coloca como medida de precaución.

De repente algo empezó a hacer clic acerca de todos los misterios de Eleanor. Las respuestas torpes, el maletero del coche que no se podía abrir. La gente con hijos lleva cochecitos plegables en el maletero.

– ¿Harry?

Me volví. Eleanor estaba allí. Y a su lado, de la mano de ella, había una niña con el cabello y los ojos oscuros. Miré de Eleanor a la niña y luego al revés, y una vez más. La niña tenía los rasgos de Eleanor. El mismo cabello ondulado, los mismos labios gruesos y nariz inclinada. Había algo en el porte que también coincidía. La forma en que me miraba.

Sin embargo, los ojos no eran los de Eleanor. Eran los ojos que veía cuando me miraba al espejo. Eran míos.

En mi interior se desbordó un torrente de sentimientos, no todos buenos. No podía apartar los ojos de la niña.

– ¿Eleanor…?

– Esta es Maddie.

– ¿Maddie?

– De Madeline.

– Madeline. ¿Qué edad tiene?

– Cumplirá cuatro.

Mi mente retrocedió de un salto. Recordé la última vez que habíamos estado juntos antes de que Eleanor se marchara definitivamente. En la casa de la colina. Podía haber sucedido entonces. Eleanor pareció leer mis pensamientos.

– Fue como se suponía que tenía que ser. Como si algo tuviera que asegurar que nunca íbamos a… No terminó.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– Quería que llegara el momento oportuno.

– ¿Cuándo iba a ser eso?

– Ahora, supongo. Eres detective. Supongo que quería que lo descubrieras.

– Eso no es justo.

– ¿Qué habría sido justo?

Dos cohetes gemelos estaban despegando dentro de mí. Uno dejaba un rastro rojo, el otro verde. Iban en direcciones distintas. La de la ira y la de la ternura. Uno llevaba al oscuro abismo del corazón, un Hoyo del Diablo cargado de recriminaciones y venganza. El otro cohete conducía lejos de todo eso. A Paradise Road. A días brillantes y benditos y noches oscuras y sagradas. Llevaba al lugar de donde partía la luz perdida. Mi luz perdida.

Sabía que podía elegir un camino, pero no los dos. Miré desde la niña a Eleanor. Las lágrimas le corrían por las mejillas, pero aun así sonreía. Entonces supe qué camino elegir y que las cosas del corazón no tienen fin. Di un paso adelante y me agaché delante de la niña. Sabía por haber tratado con niños testigos que es mejor aproximarse a ellos desde su altura.

– Hola, Maddie -le dije a mi hija.

Ella volvió la cara y la puso en la pierna de su madre.

– Tengo vergüenza -dijo.

– No pasa nada, Maddie. Yo también soy bastante vergonzoso. ¿Te puedo coger la mano?

La niña soltó la mano de su madre y me extendió la suya. Yo la tomé y ella pasó sus deditos en torno a mi dedo índice. Me dejé caer hasta que mis rodillas tocaron el suelo y me quedé sentado sobre los talones. Ella apartó la mirada de mí. No parecía asustada, sólo precavida. Levanté la otra mano y ella me dio su mano izquierda, envolviendo del mismo modo mi dedo índice con los suyos.

Me incliné hacia adelante y le levanté los puñitos para sostenerlos ante mis ojos cerrados. En ese momento supe que todos los misterios se habían resuelto. Que estaba en casa. Que estaba salvado.