Estaba estupefacto. Obviamente ella se había decidido por hacer carrera en el departamento. Si estaba trabajando para el jefe como ayudante o en proyectos especiales, entonces la estaban preparando para la administración de las altas esferas. No había nada de malo en ello. Sabía que Rider era ambiciosa como el que más, pero homicidios era una vocación, no una carrera. Siempre había pensado que ella lo entendía y lo aceptaba, que ella había escuchado la llamada.
– Kiz, no sé qué decirte. Ojalá…
– ¿Qué? ¿Ojalá hubiera hablado contigo? Lo dejaste, Harry. ¿Recuerdas? ¿Qué ibas a decirme, que aguantara en robos y homicidios cuando tú lo dejaste?
– Lo mío era diferente, Kiz. Yo había opuesto demasiada resistencia. Llevaba demasiada carga. Contigo era diferente. Tú eras la estrella, Kiz.
– Bueno, las estrellas se apagan. Era todo muy mezquino y político en la tercera planta. Cambié de rumbo.
Acabo de pasar el examen de teniente y el jefe es un buen hombre. Quiere hacer cosas buenas y yo quiero estar a su lado. Tiene gracia, hay menos política en la sexta planta. Es al revés de lo que imaginas.
Sonaba como si estuviera intentando convencerse a sí misma más que a mí. Lo único que yo podía hacer era asentir mientras me inundaba una sensación de culpa y pérdida. Si me hubiera quedado y hubiera aceptado el puesto en robos y homicidios, ella también se habría quedado. Fui hasta la sala y me dejé caer en el sofá. Ella me siguió, pero permaneció de pie.
Bajé un poco el volumen de la música, pero no demasiado. Me gustaba el tema. Contemplé a través de las puertas correderas, y por encima de la terraza, las montañas que se alzaban al otro extremo del valle de San Fernando. No había más contaminación que otros días, pero el cielo encapotado me pareció conveniente cuando Pepper cogió el clarinete para acompañar a Lee Konitz en The Shadow of Your Smile. Tenía un aire nostálgico que incluso dio que pensar a Rider, que se quedó de pie, escuchando.
Me había dado los discos un amigo llamado Quentin McKinzie, un viejo jazzman que conoció a Pepper y que había tocado con él hacía décadas en Shelly Manne's y en Donte's, así como en algunos de los viejos clubes de Hollywood, surgidos con el sonido de la Costa Oeste, pero que habían desaparecido tiempo atrás. McKinzie me había pedido que escuchara los discos y que los estudiara. Eran algunas de las últimas grabaciones de Art Pepper, quien, después de pasar años en calabozos y prisiones a causa de sus adicciones, estaba recuperando el tiempo perdido. Incluso en su trabajo como sideman. Esa implacabilidad. No paró hasta que su corazón dijo basta. En la música de Pepper y en su actitud había una integridad que mi amigo admiraba. Me dio los discos y me dijo que nunca dejara de recuperar el tiempo perdido.
La canción terminó enseguida y Kiz se volvió hacia mí.
– ¿Quién era?
– Art Pepper, Lee Konitz.
– ¿Blancos?
Asentí.
– Joder. Son buenos. Asentí de nuevo.
– Bueno, ¿qué hay debajo del mantel, Harry? Me encogí de hombros.
– Es la primera vez que vienes en ocho meses, así que supongo que ya lo sabes.
Esta vez fue ella quien asintió.
– Sí.
– Deja que lo adivine. Alexander Taylor es colega del jefe o del alcalde, o de los dos, y os ha pedido que veáis qué hago.
Ella repitió el mismo gesto con la cabeza. No me había equivocado.
– Y el jefe sabía que tú y yo éramos amigos, así que… -Rider pareció tartamudear al decir «éramos»-. El caso es que me mandó para decirte que te estás equivocando de puerta.
Rider se sentó en la silla que quedaba enfrente del sofá y miró a través de la terraza. Estaba seguro de que no le interesaba el paisaje. Simplemente no quería mirarme.
– O sea que ésta es la razón de que hayas dejado homicidios. Para hacerle recados al jefe.
Ella me miró con acritud y vi la herida en sus ojos. Pero no me arrepentía de lo que le había dicho. Estaba tan enfadado con ella como ella lo estaba conmigo.
– Para ti es fácil decirlo, Harry. Tú ya pasaste la guerra.
– La guerra no termina nunca, Kiz.
Casi sonreí ante la coincidencia de la canción que estaba sonando cuando Kiz me comunicó el mensaje. El tema se llamaba High Jingo. Pepper todavía acompañaba a Konitz; murió seis meses después de grabar el tema. La coincidencia era que cuando yo era joven los detectives de la vieja guardia llamaban high jingo a los casos que habían captado un interés inusual de la sexta planta o que conllevaban otros peligros políticos o burocráticos. Cuando un caso era high jingo, tenías que andarte con pies de plomo. Te movías en aguas turbias y había que tener ojos en la nuca porque nadie iba a vigilarte la espalda.
Me levanté y me acerqué a la ventana. El sol, anaranjado y rosáceo, se reflejaba en millones de partículas que flotaban en el aire. Se veía tan hermoso que costaba creer que era aire envenenado.
– Entonces ¿cuál es el mensaje del jefe? ¿«Olvídalo, Bosch. Ahora eres un simple ciudadano. Deja que se ocupen los profesionales»?
– Más o menos.
– El caso está acumulando polvo, Kiz. ¿Qué le importa que eche un vistazo cuando nadie de su propio departamento lo hace? ¿Tiene miedo de que lo ponga en evidencia si lo cierro?
– ¿Quién dice que está acumulando polvo?
Me volví y la miré.
– Vamos, no me vengas con el cuento de la diligencia debida. Ya sé cómo funciona. Una firma cada seis meses en el informe. «Ah, sí, no hay ninguna novedad.» Joder, ¿no te importa, Kiz? Conocías a Angella Benton. ¿No quieres que el caso se solucione?
– Claro que sí. No lo dudes ni por un momento. Pero están ocurriendo cosas, Harry. Me han mandado como un gesto de cortesía hacia ti. No te metas. Podrías entrar donde no deberías y molestar en lugar de ayudar.
Volví a sentarme y la miré durante un largo rato, tratando de leer entre líneas. No me había convencido. -Si alguien lo está trabajando activamente, ¿quién es? Kiz negó con la cabeza.
– No puedo decírtelo. Sólo puedo decirte que lo dejes.
– Mira, Kiz, soy yo. Por más que te cabreara que entregara la placa no deberías…
– ¿Qué? ¿Hacer lo que tengo que hacer? ¿Acatar órdenes? Harry, ya no tienes placa. Hay gente con placa que está trabajando en esto. Activamente. ¿Lo has entendido? Dejémoslo así.
Antes de que pudiera hablar me lanzó otra andanada.
– Y no te preocupes por mí, ¿vale? Ya no estoy cabreada contigo, Harry. Me dejaste en pelotas, pero eso fue hace mucho tiempo. Sí, estaba cabreada, pero fue hace mucho. Ni siquiera quería venir aquí hoy, pero él me mandó. Creyó que podría convencerte.
Supuse que «él» era el jefe. Me quedé sentado en silencio un momento, esperando para ver si había más. Pero eso era todo por su parte. Entonces hablé con calma, casi como si estuviera en un confesionario.
– ¿Y si no puedo dejarlo? ¿Y si por razones que no tienen nada que ver con este caso necesito trabajarlo? Razones personales. ¿Qué pasa entonces?
Ella sacudió la cabeza enfadada.
– Entonces vas a salir escaldado. Esta gente no se anda con bromas. Busca otro caso, búscate otra forma de exorcizar tus demonios.
– ¿Qué gente?
Rider se levantó.
– Kiz, ¿qué gente?
– Ya he dicho bastante, Harry. Mensaje entregado. Buena suerte.
Ella se encaminó por el pasillo hacia la puerta. Yo me levanté y la seguí, sin poder parar de darle vueltas a la información.
– ¿Quién está trabajando el caso? -pregunté-. Dí-melo.
Ella me miró, pero continuó caminando hacia la salida. -Dímelo, Kiz. ¿Quién?
Kizmin Rider se detuvo de repente y se volvió hacia mí. Vi rabia y desafío en sus ojos.
– ¿Por los viejos tiempos, Harry? ¿Es eso lo que ibas a decir?