– Yo vuelvo de vuelta a las dos… Si usted quiere aprovechar el viaje.
El muchacho duda. Una sonrisa tranquila ilumina el feroz rostro aniñado del muchacho lejanísimo.
– Pues muchas gracias. No sé, ya veré a ver. Muchas gracias de todos modos.
El automóvil arranca de nuevo. Don Gerardo conduce el coche calle Mayor abajo hacia el Instituto. Ahora conduce despacísimo como si fuera posible retrasar la hora de esas clases o dilatar imaginariamente lo indefinido, lo instantáneo del instante de su viaje con el muchacho. Suda don Gerardo. Entra en la plaza del Instituto. Aparca el coche a un lado. Evita cuidadosamente aparcar en el sitio libre de doña Mercedes. O en el sitio libre de don Bernardo, el secretario, el de matemáticas. O demasiado cerca del sitio donde dejan los chicos sus bicicletas. ¿Me estará esperando a las dos? El Instituto es un edificio cuadrangular de ladrillo rojo con dos claustros, cada uno de ellos con una fuente mohosa permanentemente atascada en el centro. La fachada tiene una torre cuadrada en el centro con un reloj que marca las horas a su aire y que invariablemente inquieta a don Gerardo no coincidiendo con su reloj de pulsera. Porque sólo viene al Instituto dos veces por semana, porque religión es una asignatura tonta, una «María», y porque si llegara tarde sería lo mismo que si llegara demasiado pronto, don Gerardo llega siempre agitado y puntualísimo al Instituto. Cuando entra en el aula hay, como de costumbre, un barullo pre-clase de matemáticas que, como de costumbre, sólo se aplaca a medias cuando él entra. Como a un misterio de limón y menta le contemplan los niños de la primera filia con redondos pares de ojos previamente núbiles. Hay siempre dos o tres que le hacen preguntas después que las clases, y don Gerardo teme más esas preguntas que la clase misma. Además, teme cada vez que el motivo de las preguntas dichosas -que siempre se alargan o cuyas respuestas siempre se le alargan a don Gerardo, invariablemente incapaz en esas ocasiones de pensar claro o de prisa o hablar rápido- sea correrse matemáticas más bien que entender la religión. ¿Quién desea a los quince años -piensa don Gerardo en sus días tristes- de verdad saber qué significa la palabra Dios o sus sinónimos? Sólo eso se desea cuando la luz es poca y atardece. La fila de las primeras caras de la primera fila indefinidas, panfilas, curiosas, le pone los nervios de punta. Y el hablique sin pausa, el mosconeo de un habla que no cesa que es fondo de todos los fondos de su clase. ¡Dios mío, qué tendrán que hablar continuamente! -piensa don Gerardo en misa algunas veces-. Dilexi decorem domus tuae et locura habilitationis gloriae tuae. Termina, como siempre, sin concluirse nada, la clase de las once y cuarto hasta las doce. Sale don Gerardo y entra en la sala de profesores. Ahí ve a doña María de la Concepción Sosa-Martínez, subsistente, corrigiendo cuadernos de latín, fruncido el ceño. Allí se ve al de física y química leyendo el ABC. Don Gerardo dice «Buenos días» y se sienta en una silla. Las nalgas se le salen del asiento. Don Gerardo descansa media hora y a la media hora vuelve a entrar en clase. Cuando todo termina son las dos menos veinte. Como cuando se cede a una tentación piensa meticulosamente lo contrario de lo que desea: estoy seguro de que no me estará esperando a las dos. Y más vale así. Recuerda, con súbito descompás de sus nervios -que es júbilo o es tormento, depende de cómo se mire-, la cara fieramente niña del muchacho que parece ahora, en el recuerdo, pertenecer al alba de un espejo. Nada hay fuera. Noli foras iré. Las nubes se empujan hoy unas a otras. Emborregado cielo apresurado. El final de la calle y ya se ven las chabolas de las afueras. No hay nadie esperando. Don Gerardo pasa de segunda velocidad a tercera velocidad de un estrincón. El cuentakilómetros llega con los dedos de los pies casi a setenta y pico. El cochecillo saltimbanquea los baches y las curvas como una lata de escabeche agitada. Esta tarde don Gerardo no sale de paseo y la exposición del Santísimo Sacramento le parece más irreal, más increible que nunca. Al llegar a casa lee lo primero, antes de besar en la frente a su madre, antes de quitarse los zapatos, el Salmo 118-119 y su monótona, sobrehumana, insistencia le apacigua endulzándole:
Bienaventurados aquellos que caminan por inmaculados caminos que caminan a lo largo de la ley del Señor.
Haz que entienda tus mandamientos
Haz, Señor, que sea yo capaz de pensar en tus maravillas.
De mi alma que encorva la tristeza,
levántame con tu palabra.
Apártame de las sendas de las mentiras
y enséñame cosas dulcemente.
Porque yo elegí el camino de la verdad,
Señor, yo elegí la verdad a todo trance.
Hice mías tus leyes y tus fuerzas.
Estoy perdido estoy atado a tus mandamientos.
Oh Señor, no permitas que se confunda tu siervo.
Tu inútil inútil inútil siervo.
Don Gerardo se acuesta y se duerme de un tirón esa noche. Ahora es el día siguiente. Este es mi Cuerpo. Esta es mi Sangre. Y cada vez que hagáis esto hacedlo sencillamente en memoria mía. No te recuerdo, Señor. Lo he olvidado todo. Las monjitas vienen de dos en dos. Veladas. Y se arrodillan. Quizá en estos diecisiete años han cambiado, se han odiado, se han enamorado o se han muerto. Siempre parece que hay las mismas treinta y cinco. Rezan a coro todas las mañanitas y, porque no fueron nunca monjas místicas sino de la enseñanza, todas las mañanitas suena su coro al coro de la tabla de multiplicar. Nunca ha tenido don Gerardo nada que ver con ellas. Sirve el Pan de Vida por las mañanas y permanece al margen hasta la bendición y el rosario de la tarde. Parece que fue ayer cuando llegaron don Gerardo y su madre. Parece que fue ayer cuando era niño y se quería ir del pueblo al seminario porque en el seminario se era al menos un poco más que el hijo gordo de un labriego pobre y flaco. A veces el cielo se vuelve de menta muy clara como un árbol. Hoy es uno de esos días. Don Gerardo se sienta a desayunar.
– Estamos sin agua, Gerardo -dice su madre al ponerle delante la taza de café solo. Sin agua. Siempre es lo mismo. Ellos y los jardineros reciben el agua del depósito de las monjas. La llave de paso está en la cocina de los jardineros. En realidad no hay motivo alguno para cerrar nunca esa llave, pero como se trata de una instalación anticuada y el suministro de agua es relativamente limitado en esa región y Matilde es indeciblemente amiga de baños y fregados; «a mí me gusta oírla al agua a chorros -dice-, que corra como loca y no esta miseria de aquí de esas tacañas…» (porque Matilde mantiene a todo trance que las monjitas son de puño en rostro, y que millones tienen y las joyas de las arcas), por eso Matilde ha hecho que se instale un tanque en la cocina, que tiene siempre lleno «para tener un extra en previsión», y con frecuencia se olvida o hace que se olvida, una vez lleno el tanquecillo, de volver a abrir la llave de paso que conduce el agua al piso del cura y de su madre.
– Ahora le diré al bajar, madre.
¡Qué extraña humillación es ésta! -piensa don Gerardo casi animándose, divirtiéndose casi al pensarlo, este tener que pedir por favor a Matilde que no se olvide abrir la llave de paso de nuestra agua y qué extraña es, sobre todo, la humillación de saber que pueda ella, si le da la gana, cerrarla y esperarse a que baje el cura, más distante que nunca al acercarse, a pedir por favor que abra ella el agua para que suba al segundo piso de la casa. Es tan compleja la humillación que casi no parece ya serlo. Parece casi un ejercicio oscuro, abstracto, literario, en humillaciones, paciencias y virtudes. Parece un juego casi, un modo irreal de ser y estar a prueba justo en la medida en que es tan vigorosamente real como las lágrimas de picar cebolla. Al bajar se acerca a la puerta de Matilde y sacude una vez, con cierta firmeza, la aldabilla. Como era de esperar tiene que esperarse un buen rato. Relee la placa de la puerta. «Remigio Velarde. Jardinero-Técnico Horticultor.» Vuelve por fin a llamar otra vez y dice, sintiéndose, como mil veces antes que ésta, ridículo al decirlo en voz alta: «Soy don Gerardo.» Matilde se oye adentro.
– Ya voy, ya voy -vocea. Se oye el chancleteo hembra de la Matilde. Abre la puerta. Tufo de jabón de tocador o lo que sea. Se ve la cabeza de Matilde envuelta en una toalla, el tinte corrido de la cara blanca que los ojos negros pesadamente perturban.
– Haría usted el favor… -empieza don Gerardo, como otras veces de abrir la llave de paso que estamos sin agua.
Matilde no contesta en seguida. Siempre se calla lo primero en esas ocasiones y mira muy despacio a quien le habla. Es un buen truco, y Matilde lo sabe de sobra. Es el truco de sus días de mal norte, cuando el tedio se le encarama tripa arriba como una gran rata.
– ¿El agua? ¿Qué agua? ¿Que se ha cortao el agua? ¡Pues bien!.
– La llave de paso, que a lo mejor se olvidó usted de abrirla como la otra vez.
– ¡Ah, la llave de paso! ¡Haberlo dicho! ¡Será que se me olvidó con las prisas!