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Don Gerardo sale a la calle y piensa: «Esta tarde iré de paseo al pinar.» Laureles del mediodía marítimo imitan la levedad del cielo. Pero esta tarde don Gerardo se queda en casa hasta que pasa, como un malestar, la hora de su paseo. Y cuando por fin sale -pasear es, entre otras cosas, para don Gerardo «prescripción facultativa»- no va hacia el pinar, hacia el verdor rumoreante, oscuro, de las dunas, sino hacia el otro lado que es sin fisonomía porque los sitios de playa cobran fisonomía en función de la playa.

Atardecer del día siguiente. Don Gerardo paseando hacia el pinar. «Por poco tiempo aún está la luz en medio de vosotros. Caminad mientras tenéis luz para que no os sorprendan las tinieblas, porque el que camina en tinieblas no sabe dónde va. Mientras tenéis luz creed en la luz para que seáis hijos de la luz.» Camina lentamente. El abultado bulto de su sombra se le adelanta. Todas las cosas se vuelven hacia el fin. La arena del sendero, entre las dunas, se ha vuelto secreta entre la hierba. Don Gerardo tropieza con algo en el suelo y se detiene. Piensa: ya es tarde para volver. El pinar se alza no mucho más de doscientos metros frente a él, y los troncos delgados entrecruzándose tejen -por un instante- una red en el aire nocturno. Don Gerardo aspira profundamente el aire salitroso. El viento, peces o pájaros vespertinos surcan aéreos ojos de las agujas secas. Todo el pinar a intervalos se estremece y varía. Ahora la red sumiéndose en las aguas nocturnas. El mar no dice nada, no significa nada, no recuerda nada. Todo deshaciéndose para siempre en su incontable pérdida. Don Gerardo recorre los doscientos metros restantes y entra en el bosquecillo. El pinar se alza sobre un lomo saliente que por un lado se inclina hacia el convento y la vivienda de don Gerardo y por otro, bruscamente, clareándose a corros, hacia la playa. Ahí suelen venir de merienda en los veranos los cochecillos de Valerna. Don Gerardo no suele llegar en su paseo vespertino hasta tan lejos. Se ve la garita de los carabineros. Don Gerardo recuerda ahora la última visita que hizo a esa garita. Había cagadas recientes y olor a mierda seca y a ortigas. El suelo de terrazo roto a corros, una ventana era sólo un boquete y la otra, la que da al poniente, tenía todos sus cristales. La ventana que da al poniente tiene ahora un reflejo rojo. Por dentro era un cuarto grande. Justo al lado de la puerta había un ortigal grande. Hay una cocina con dos placas y él se sentó ahí en medio, de media anqueta, sobre la cocina derruida a fumar un pitillo y se le hizo un roto la sotana.

– Hola.

Don Gerardo se vuelve asustado. Uno de los muchachos, pero no el de la víspera, se le ha venido encima por la espalda. Lleva una especie de saco al hombro. Otra figura justo detrás de él.

– Buenas… tardes. Me dieron ustedes un susto.

– Y usted a nosotros.

– Es el que me cogió el otro día -dice la segunda figura.

– Vine dando un paseo.

Al decir esto don Gerardo tiene la sensación de estar inventando una disculpa. Queda sólo un gajo de sol al fondo. Transparencia del aire. Don Gerardo se tranquiliza de pronto. Entran los tres en la garita. Uno de los muchachos enciende una vela.

– Siéntese usted, está usted en su casa.

Don Gerardo se sienta. Ya no hay gajo de sol. La noche es tierna como una melodía difícil de construir, alegre como una enorme melodía que no se oye bien porque las voces tapan la luz del fondo de ese ritmo. Los pinos tapan lo poco que queda de la luz de la tarde. No pasa nada. Durante una hora o cosa así se están los tres sentados en el suelo de la garita. Y yo supongo que hablarán o no hablarán. Algo se dice, yo supongo. Pero no hace falta consignarlo. El caso es que al cabo de una hora don Gerardo les deja. Y vuelve casi a brincos a casa. Todo está apagado. Los jardineros tienen la tele puesta. La madre de don Gerardo estará en la cocina. Don Gerardo sube a su piso. Besa en la frente a su madre como todas las noches. Y se acuesta. Antes de dormirse sostiene el breviario sin leerlo con las dos manos sobre el pecho, como muerto. Y dice: Dios mío, Dios mío. O una frase parecida. A la mañana siguiente don Gerardo dice misa. Y después de leer el Evangelio, antes del Credo, sin ser costumbre, ni venir a cuento, predica lo siguiente:

«Hermanitas: Nosotros somos como niños y niñas al pecho de su madre. Aunque seamos viejos no somos nunca viejos, porque el dolor ajeno y la alegría ajena es cosa nuestra. Y será nuestra hasta la muerte. Conmigo, alegraos conmigo dulcemente, porque el pecho de Dios y el templo de Dios es infinito. Alegraos conmigo, porque el secreto de la Cruz se comadrea en todo el universo. Alegraos conmigo, porque el secreto de la Cruz es el secreto de la libertad del hombre. Porque la libertad y la cruz son uno y lo mismo. Hermanitas; alegraos conmigo con el júbilo de vuestras más secretas lágrimas.»

La madre superiora es una madre de media edad, y hecha a rarezas, viniendo como viene de una ilustre familia guipuzcoana. Sería de sobra a estas alturas madre provincial si no se hubiera decidido que trabaja demasiado y le conviene un poco de descanso. Superiora ahora meramente de estas ancianitas. Pero las rarezas a que ella está hecha son rarezas todas de gente de su clase, extravagancias finas y pudientes. Y laicas todas. En la iglesia, a la madre Superiora le gustan las cosas algo sosas y muy muertas, como el color de los trajes de sus primas que exactamente saben que negro o verde oscuro es lo elegante por la tarde. Así es que semejante sermón de sopetón la volcaniza un tanto y la irrita. ¿Quién se creerá éste que es, fray Luis de Granada? A las monjitas ancianas -por lo menos a dos que son amigas y tienen latas secretas de bizcochos escondidas debajo de las camas- el sermoncillo, en cambio, les divierte. Y aunque por puro sacrificio y disciplina se arrodillan separadas a opuestos extremos del primer banco de la primera fila, ahora se miran de reojo, y sin hablarse deciden las dos hacerle un feo al director espiritual, un cursi, un ordinario y un pelma, que invariablemente las confiesa, y confesar las dos de hoy en adelante con don Gerardo, el capellán. La madre superiora, por su parte, decide hablarle a don Gerardo esa misma mañana acerca de fondos y de formas en sermones de misas de las ocho. Pero justo esa mañana tiene ella que salir a una cosa del señor obispo. Y don Gerardo vuelve a casa a desayunar intacto. Su madre le mira fijamente, mientras pela la pera y bebe, haciendo, como todos los días, una mueca de asco al tragarse el café negro sin azúcar.

Don Gerardo al salir habla a la Matilde, que está barriendo a la puerta.

– Buenos días, Matilde.

– Buenos días, don Gerardo.

Don Gerardo se para un poquito y la Matilde se le viene con la palabra encima.

– Que digo yo que hoy en día, don Gerardo, no sabe una a que atenerse.

– No, pues no, no se sabe.

– Ahora que se sabe más de lo que creen algunos que se sabe, porque los hay como las ranas, ¡el culo al aire que la cabeza la arrebujan, pero vaya si se ve el culo, vaya si se ve!

El carácter siniestramente simbólico de casi todo lo que Matilde dice -o implica- divierte en general a don Gerardo. Incluso cuando el simbolismo es pura agresión personal (no como en esta ocasión esta mañana, piensa don Gerardo, porque esta mañana particular don Gerardo no piensa en agresiones) el simbolismo de la Matilde -por sí solo, aunque le duela- le divierte. Después de un rato, don Gerardo se va. Y llega la tarde. Y don Gerardo pasea hacia el pinar. Y otra vez se sientan los tres en la garita. Pero como don Gerardo ha ido más temprano esta tarde todavía hay luz. Y ahí los dos jóvenes le miran curiosamente, afectuosamente, y sobre todo el joven a quien don Gerardo había recogido el día de la clase del Instituto. Don Gerardo no sabe alemán -ni yo tampoco-, pero lo que sucede se dice en alemán, así -Rilke lo dice así-: «Jungling dem Jüngling, wie er neugiering hinaussah.» Don Gerardo vuelve a casa otra vez esa noche. Al día siguiente es día de Instituto. Las monjitas de los bizcochos pierden esa mañana tres veces el hilo de la letanía nerviosamente de esperar a ver si don Gerardo, el capellán, predicará otra vez, de sopetón. Pero la misa transcurre sin incidente alguno, excepto, claro está, ese incidente cotidiano de la frase dichosa que tanto nos perturba en estos años o relatos: «Este es mi Cuerpo. Esta es mi Sangre», una frase, repito, que aunque no significa nada en concreto, es más acontecimiento que todo acontecimiento real, posible o imposible porque designa, en cuanto acto humano, un acto de valor personal, de arrojo, más grande que el cual nada puede pensarse. Luego el día transcurre; un largo día hasta la tarde. Los niños del Instituto, preocupados con un examen, están, por una vez, casi en silencio y, aunque no escuchan, no hablan. No hay preguntas a la salida. Y don Gerardo regresa a su casa temprano y se prepara para su paseo. La Matilde está en la calle, haciendo que hace algo cuando él sale. Don Gerardo va ahora un poco más de prisa de lo que quisiera ir. Ahora necesita, según parece, ver a los dos muchachos y esa prisa se refleja en un cierto apresuramiento al decir «Buenas tardes», que la Matilde pesca al vuelo y resiente en el acto.

– ¿Qué? ¿De paseo, don Gerardo?

– Pues sí, a dar un paseo.

– Que digo yo que siguen ésos en el pinar y no tienen por qué, porque vaya pelos que se traen, ¿usted los ha visto? Lo que es hoy en día una no sabe qué es pollo y qué es gallina, porque es que no se sabe ¿no le parece a usted?