Una tarde Luzmila llegó a casa temprano. Al intentar abrir la puerta y descubrir que estaba corrido el pestillo por dentro, empezó a gritos. Aporreaba la puerta y gritaba. Dorita abrió desde dentro. Luzmila al entrar vio al hombre vistiéndose precipitadamente, escapando envuelto en el lío de la chaqueta y la gabardina echadas sobre los hombros. Dorita salió corriendo detrás. Luzmila se sentó en la cama sin quitarse el abrigo. Llegaba hasta la habitación el rumor de la atardecida urbana, el fosco invierno amarillento, castellano. Se veían las tejas verdosas del tejado muy cerca de la cabecera de la cama, como un despeñadero. Dorita estuvo dos semanas sin venir. Y Luzmila anduvo desparramada y confusa como un hormiguero
Enflaqueció y parecía más ensimismada cada vez o más gris. Es difícil decir si era color lo que Luzmila visiblemente iba perdiendo o corporeidad o entidad o bulto. Quizá ni siquiera sufría porque quizá el dolor tiene para Luzmila la misma estructura tenaz de los objetos materiales a cuya gravedad insoslayables nos acostumbramos al nacer y ya no son ni siquiera obstáculos.
Al cabo de dos semanas volvió Dorita llorosa, contando que algo era un apuro horrible y lo que yo te quiero Luzmila y esto ha sido la primera vez. Dorita se creía hasta tal punto su propia mentira, que lloraba a lágrima viva y decía: «Luzmila, mira como lloro», queriendo hacer notar a Luzmila que siempre hay algo bueno en quien llora. Un esfuerzo en realidad en vano: Dorita y el Niño Jesús de Praga aparecían en la conciencia de Luzmila más alla o más acá del momento judicativo (al fin y al cabo nuestras creencias son estructuras judicativas acerca de objetos reales, posibles o imposibles). Los dos eran parte de la última brizna de identidad que le quedaba a Luzmila. Por lo demás, Luzmila no tuvo ni siquiera ocasión de enjuiciar la historia porque apenas había prestado atención a ella. Lo único que de hecho vio y oyó fue que Dorita pedía perdón, aunque Luzmila no sabía por qué (puesto que el incidente de dos semanas atrás no se conectaba causalmente en la imaginación de Luzmila con el incidente que ahora presenciaba). A Luzmila le había desconcertado terriblemente la ausencia de Dorita; con desconcierto puro; no como aquello que trastorna un plan o un proyecto determinado, sino como aquello que desconcierta pura y simplemente. Este puro desconcierto se cancelaba automáticamente ahora con la pura alegría sin objeto de la vuelta de Dorita, como dos cosas cuantitativa y cualitativamente iguales se cancelan entre sí. «Perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.» Esta frase había sorprendido siempre a Luzmila porque Luzmila nunca había llegado a descubrir del todo quiénes podían ser en este mundo sus deudores. Luzmila pensaba que nadie le debía nada. Ni los deudores ni los enemigos entran en la verdadera soledad. Ahí sólo entra la enemistad sin enemigos y la falta sin culpables. No hizo falta, pues, que Luzmila perdonara a Dorita. Y le regaló en esa ocasión trescientas pesetas y Dorita vio el sobre de billetes de banco de Luzmila. Se asombró tantísimo Dorita al verlo, que pudo verse la espalda del silencio encorvándose y los claros de las arboledas del polvo del cuarto de Luzmila brillando como nevadas de alfileres fantasmas.
La noche siguiente, cuando Luzmila salió al retrete, Dorita cogió cuarenta duros. En ese momento nació en Dorita la vergüenza, esa misma vergüenza que se volvería años más tarde, para todos los demás, menos para la propia Dorita, desvergüenza. Y de la vergüenza nació, como un buen sentimiento, o por lo menos como un sentimiento fácil e inmediato, la idea de compensar a Luzmila de algún modo porque la idea de compensar de algún modo es de inmediato presente, como posibilidad, en el desequilibrio que sigue a La caída. Para compensar de algún modo a Luzmila por el hurto, comenzó Dorita a copiar en la piel y ternura no saciada de Luzmila las líneas ambiguas del amor. Era como una mala representación en un teatrito de feria. Así, cada tarde al volver Luzmila a casa pensaba en el dulce cuerpo húmedo de Dorita y se alegraba. Y Dorita, en los sueños y duermevelas de Luzmila, era el Niño Jesús -al fin y al cabo una encarnación cualquiera es Encarnación lo mismo que las otras- que dormía hecho una pasta en la cajita del Niño Jesús. Enredada en las líneas de la copia que Dorita hizo del amor, trepaba la crueldad con sus diminutas ventosas translúcidas. Luzmila vivió durante un par de semanas -quizá más tiempo- la enumeración acelerada de la sangre enhebrándose en las inclinadas agujas de una primavera retrasada y vacía. La sexualidad no añade nada al concepto de una relación interpersonal que no se encuentre ya contenido en el mero concepto de esa relación. Lo que añade (y que no se encuentra contenido en el concepto) es la animación sin objeto, la aceleración sonámbula, la trampa absoluta. En cualquier caso, durante esos días las figuraciones devotas de Luzmila se volvieron más agudas, perfectas y absurdas que de costumbre. Y empezó a hablar de ellas sola por las calles y al llegar a casa a contárselas a Dorita.
«Una vez el Niño Jesús no se quería dormir -contaba Luzmila-, y por más que le acunaba no se dormía y no se dormía y todo el rato hablando de la Pasión y lo que dolería la corona de espinas. Vinieron las golondrinas a quitarle los clavos.»
Y una y otra vez reaparecía la misma estampa: el Niño Jesús rubio y gordito, no como los sobrinos de Luzmila, los hijos de sus hermanos, que nacieron reviejos en los años del racionamiento con la piel verde -del color del pan- y las piernas zambas, escocidos, todo el día en un grito. Era diferente con el Niño Jesús, empezando por la Anunciación y lo que dijo el Ángel bien claro, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza. Aquella calle limpia donde vivía la Virgen en su casita blanca con las puertas verdes que las pintó San José muy bien pintadas. Las ventanas con tiestos de geranios y el jardín de detrás, de columnas de mármol todo el soportal, y una fuente de mármol del mismo color con un arbolito de agua que nunca se agotaba. Todo lo tenía la Virgen limpio, resplandeciente. Al fondo del jardín había perales de peras maduras todo el año y un cuadro de maíz de mazorcas de granos entrerrojos con luz por dentro y dorados que los desgrana el Niño Jesús por las tardes.
Las historias alarmaron a Dorita. «Ésta está como una chota», pensó para sus adentros. Y el pensarlo la tranquilizó en el sentido de que no se tienen las mismas consideraciones con una loca que con una persona corriente. Una loca es, al fin y al cabo, un chiste, la tonta del pueblo, a quien a ratos se acaricia y a ratos se apalea. A Dorita la entretuvieron las historias unos días y luego empezó a hartarse, hasta que una noche, después de rezar juntas «Jesusito de mi vida» que Luzmila había enseñado a Dorita y de dormirse Luzmila rendida, Dorita saltó como una flecha de la cama, abrió la bolsa y se largó con el sobre. Cuando despertó Luzmila a la mañana siguiente y fue a meter la cajita del Niño Jesús junto al sobre como todos los días, vio que el sobre faltaba. Lo rebuscó por toda la habitación cuidadosamente sin terror alguno, como se busca un dedal perdido; no había muchas cosas en la habitación y Luzmila las recorrió todas, una por una, como se comprueba una suma muy fácil. La invadió un vahído que se parecía al vacío de toda la vida en no presentar arista alguna. En no doler o angustiar o preocupar en ningún sentido preciso, en no conectarse causalmente con ningún acontecimiento pasado o futuro. Lo único que Luzmila no hizo -como si de pronto se deshiciera un hábito de toda la vida- fue ir a trabajar esa mañana. Dio vueltas por las calles y en Manuel Becerra entró en el polvoriento parque de plaza de pueblo que queda detrás de la iglesia. Ahí se sentó en un banco y ahí permaneció durante muchas horas, inmóvil. Luego sintió ganas de orinar y se fue andando Alcalá arriba hasta el Retiro, donde sabía que hay unos retretes. Luego volvió otra vez muy despacio a Manuel Becerra. Luego volvió a casa y durmió hasta la mañana siguiente. Y al día siguiente empezó de nuevo, o continuó como de costumbre, de asistenta por horas. E iba guardando más de la mitad del sueldo junto a la cajita del Niño Jesús en un sobre.
Tío Eduardo
El mal tiempo emborrona aún aquellas tardes los cristales de las ventanas del comedor, el mundo. Lluvia en todos los barrios de la ciudad aquella, en los de la gente bien y en los bajos que quedaban en alto cara al puerto. Recuerdo las doncellas de casa de tío Eduardo, el raso negro y cano de los uniformes, el piqué blanco de los delantales, el tictac inmóvil del reloj de la sala vecina que aún se cuela, soso y fértil, en el comedor a la hora del té, aprovechando los hiatos, los lugares comunes y las pausas de las conversaciones.