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Siempre durante los veranos convidaba tío Eduardo un poco más, quizá porque el buen tiempo y el té en la terraza le animaban a soportar algo más de compañía. Pero aquel verano pareció de pronto que todo el mundo a riesgo incluso de un mal rato, porque tío Eduardo sabía mostrarse frío y desagradable cuando alguien se presentaba al té sin haber sido invitado, se congregaba en la casa. Fue aquel un verano vastísimo y, por decirlo así, completo, subsistente, como una frase acertada. Yo tenía catorce años entonces y recuerdo qué hubo ese verano como se recuerda el puro haber habido de algo o de alguien cuyos detalles concretos se han modificado u olvidado por completo. Lo mismo que recuerdo cosas que Ignacio hacía, aunque no recuerdo en absoluto a Ignacio. Recuerdo que la hierba era húmeda, soleada y verde. Tío Eduardo parecía complacido, muy elegante y frágil en sus trajes de franela clara. Uno tenía la impresión de que aquel jardín y la casa blanca de largas estancias vacías eran cosas de Ignacio desde siempre. Para el resto de la familia Ignacio pasó de ser entretenimiento a ser enigma sin casi transición. Su relación con tío Eduardo era, para empezar, lejana. Su padre, que pertenecía a la rama menos afortunada o más aventurera de la familia, había pasado largo tiempo en el extranjero, en Sudamérica, según contaba Ignacio, haciendo y derrochando (a la vez, según parece) una fortuna inmensa y regresado, pobre una vez más, a Europa, a París, donde había vivido o casado por lo civil con una francesa algo loca de la alta costura, colaboracionista, escapando a última hora a Argentina en submarino con un grupo de jerarcas nazis. Ignacio contaba que en su casa se hablaba con frecuencia de tío Eduardo y que tío Eduardo había sido para todos ellos el Viejo Mundo en su encanto somnílocuo de lluvias y de sastres. La historia de las andanzas del padre de Ignacio se repitió hasta la saciedad ese verano. Quiere decirse que todo el mundo, después de oir la historia, permanecia aún dudoso -más dudoso si cabe aún que antes de oírla-, como si el relato, que abundaba en detalles pintorescos y hasta picantes -con su entreverado de episodios de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación de París-, fuera en realidad el de una fábula y no el de una vida. Más tarde he pensado que Ignacio poseía el arte del verdadero narrador de cuentos donde lo que verdaderamente importa no es la originalidad o la profundidad del contenido sino el hábil encadenamiento de los incidentes y lugares comunes. Tópicos políticos, sociales o filosóficos se reducen en literatura a puntos de referencia y color local. Todo ello tenía el lujo de detalles de las fábulas y la rotunda precisión de las mentiras. Era la historia, o serie de ellas, que Ignacio contaba algo que uno, mientras duraba el relato, veía muy de cerca, pero que tan pronto como se desunía el relato parecía cogido por los pelos e inventado sobre la marcha. Era difícil, sin embargo, atrapar a Ignacio en un renuncio, parte porque la historia parecía no acaberse nunca y por consiguiente los oyentes tenían la impresión de que era preciso esperar siquiera al final del episodio antes de aventurar algunas preguntas pertinentes, y parte porque el final de las historias coincidía siempre, arbitrariamente, con el final impuesto por el final del té y la historia, así interrumpida bruscamente, al día siguiente se reanudaba ante un público parcialmente distinto del público de la tarde anterior, que no podía, por lo tanto, comprobar la autenticidad – o incluso la coherencia- de todos los detalles. Por lo demás, Las historias o la historia, suponiendo que fuera una y la misma, no empezaba nunca de la misma manera o a partir de un mismo personaje o teniendo lugar en un mismo sitio. «Nuestra familia ha sido siempre muy viajera», solía decir Ignacio, y, de hecho, el carácter marítimo y serpenteante de sus relatos se asemejaba a la vacilación de los vientos y no sólo a la violencia de las corrientes. Como en la falacia de la literatura imitativa, aquel carácter de «ser muy viajeros» parecía justificar y cubrir por sí solo la incesante variedad de bruscos cambios y de huecos, la multiplicación de caracteres secundarios, muchas veces puramente accidentales, que encandilaban y engañaban al oyente haciéndole creer que se encontraba de pronto en tierra firme ante un carácter definitivo a partir del cual iba a anudarse por fin la historia entera.

En cierto modo, todos los personajes de Ignacio eran secundarios e incluso los héroes (su madre, el gaucho poeta, un profesor de Química que rompía adrede el tubo de mercurio al hacer el experimento de Torricelli, Micaela, la cerillera, que traficaba en tres putillas, las tres con la cara de la Inmaculada de Murillo y que se rascaba el pelo pringoso y tirante con la aguja de hacer punto. A las tres putillas las llamaba Ignacio las tres nenas, guiñando un ojo a tío Eduardo), a pura fuerza de detalle se diluían y confundían unos con otros hasta haber en la imaginación del oyente una confusa criatura total vista unas veces del lado de la cerillera y otras del lado del profesor de Química. Tío Eduardo oía todo aquello boquiabierto, sin interrumpir jamás e interrumpiendo -casi descortésmente- a quien intentara meter baza.

Recuerdo la estructura formal de todo aquello, el tiempo puro y el otro, el atmosférico, y para de contar. En la tarde húmeda y suave se mecen los plátanos con su tintineo crispado. No recuerdo la voz de Ignacio. Sólo recuerdo la irrealidad e instantaneidad de todo aquello y el haber pensado (con extraña envidia infantil entonces) que tío Eduardo e Ignacio hacían buena pareja.

El efecto que Ignacio iba causando en tío Eduardo pudo calcularse un día en que, sin más ni más, Ignacio salió temprano en su moto y se estuvo quince días sin volver por la casa. Se acabaron los tés y las invitaciones, y tío Eduardo podía verse dando vueltas por el jardín y la casa con el mismo aspecto desguazado de los días del ventarrón de izquierdas. Dejó de arreglarse y casi de comer y se pasaba las tardes hasta bien entrada la noche en el hall pendiente del teléfono; ¡tío Eduardo que odiaba los teléfonos!

Uno podía en cierto modo calcular la desazón de tío Eduardo por la propia. Sin saber bien por qué, la posibilidad de que Ignacio no volviera nos parecía a todos una catástrofe. Registrábamos las frases de Ignacio en busca de una pista cualquiera. ¡Y qué pocas cosas había dicho en realidad, a pesar de haber hablado casi continuamente! Mientras estaba ausente llegó una carta dirigida a él. Era una carta larga, rara y estrecha, extranjera y como de señora, con una elaborada «L» negra en lugar de remite. La dirección estaba mal escrita con letra grande y descuidada. Durante quince días se estuvo la carta en la bandeja del hall y parecía resplandecer y cambiar de color a medida que pasaban las horas con todas las otras cartas amontonándose al lado, fuera de la bandeja, como indignadas. Tío Eduardo bajaba todas las mañanas el primero de todos y se sentaba en el hall mirando la carta fijamente como si fuera posible, a fuerza de mirarla, adivinar su contenido. Yo registré la habitación de Ignacio en vano. Parecía no poseer nada. Detenido en medio del dormitorio vacío, suya era la ausencia por completo. Detenido en medio de la habitación no sabía yo si reír o llorar, si aquella falta de Ignacio era, como parecía serlo en aquel momento, de verdad una quiebra en la estructura de las cosas o sencillamente una broma de mal gusto. Una crueldad innecesaria. Pero, a la vez, ni siquiera el concepto mismo de crueldad podía aplicarse, puesto que implica una cierta deliberación e intención por parte del verdugo -una cierta división del universo en víctimas y verdugos-, y éramos en realidad solamente nosotros y no Ignacio quienes habíamos imaginado (y deseado) todo. Cabía suponer, en efecto, que Ignacio había decidido súbitamente regresar con la Micaela y el profesor de Química o en busca de su padre perdido en los entresijos de una hazaña contada.

Hasta que un día por la mañana bajó tío Eduardo a ver la carta como todos los días y la carta no estaba en la bandeja. A tío Eduardo le entró como un temblor y empezó a gritos nunca jamás hasta la fecha oídos en la casa. Quería que se llamara a la policía, al gobernador civil, al presidente de la Diputación; tío Eduardo, que jamás se había ocupado de esas gentes y que jamás había hecho uso de su prestigio en la ciudad para nada, se engallaba ahora. Ahora quería que la autoridad cazara al ladrón y hacerle confesar y darle garrote vil si fuera necesario. Toda la casa se envolvió en el guirigay de la carta perdida. Y nos acusábamos unos a otros de haberla robado, leído y escondido. Destruido, quemado, enviado de vuelta a aquella misteriosa «L» del remite. De pronto se oyeron unos pasos en el pasillo de arriba y escalera abajo. Y bajó Ignacio sonriente, preguntando qué ocurría. Dicen que tío Eduardo le acariciaba y decía entre hipos «no te vayas más, no te vayas más, por favor no te vayas más». Ignacio se fue, creo, a la mañana siguiente.

A veces se nos llena la conciencia como una vasija y somos el agua desbordante, que diria Rilke. Nunca se sabe cuándo tendrá lugar ese accidente o si tendrá lugar. Nadie sabe cuánto dura, a qué profundidad nos afecta o para qué sirve. Dada la gratuidad general del mundo, probablemente no sirve para nada. No nos enseña casi nada y lo poco que nos enseña es incomunicable. El resto es ya la muerte, un paso en falso que puede durar años o solamente un día o una hora. Se habla a veces del efecto desfondante del amor. La palabra amor, a fuerza de aplicarse a millares de sentimientos heterogéneos, no significa nada en absoluto. Decir que tío Eduardo, a sus setenta años, se enamoró de Ignacio es no decir gran cosa. No hay ninguna fotografía. Se ha perdido el rastro de Ignacio por completo. Debió tener diecinueve o veinte años cuando llegó a casa de tío Eduardo. Aún se conserva -en casa de unos primos- el retrato de tía Adela. Tía Adela y tío Eduardo se han vuelto el símbolo nostálgico de una generación y de una época. Tío Eduardo murió al año siguiente. La muerte es sosa y franca, sosa y fértil como el tictac inmóvil del reloj de la sala vecina que aún se cuela, como un prodigio imaginario y sin sustancia alguna, en el comedor a la hora del té, aprovechando los hiatos, los lugares comunes y las pausas de las conversaciones.