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– ¡Yo primero, tío Jason!

Everett estaba intentando apartarse de su madre y Douglas saltaba, ahora tirando de la sucia pierna del pantalón de Jason.

Jason, riendo, levantó a Douglas y acomodó a Everett del otro lado, y exclamó:

– Necesito un poco de música, por favor.

Hallie, que había salido corriendo de la casa ante los gritos de Everett, no dudó. Comenzó a cantar una de las cancioncitas de la duquesa Wyndham, escrita unos veinte años atrás y todavía una favorita en la marina del rey. La cantó en ritmo de tres cuartos con la melodía de un popular vals para que las palabras encajaran con el ritmo de un vals, en su mayoría, haciendo que todos los que escuchaban rieran a carcajadas.

Jason giraba, bajaba y se deslizaba. Los gemelos reían y chillaban. Todo adulto a treinta metros dejó de trabajar para mirar, y escuchar.

“Él no es de los hombres que gritan: ¡Por favor, querida!

Es sólo un patán que grita: ¡Tráeme una cerveza!

Es un hombre bonito con una moza bonita

Que le pone licor justo en el trasero.

Y a tirar y jalar vamos, mis muchachos,

¡Gritaremos como queramos hasta que haya un barco a la vista!”

Tres de los trabajadores conocían la canción y empezaron a cantar junto con Hallie. Todos estaban balanceándose, y entonces Mackie, un albañil, gritó a una de las mujeres:

– ¡Meg, venga a bailar conmigo!

Pronto había al menos tres parejas valseando, la propia Martha haciéndolo muy bien con el joven Thomas, el hijo del herrero, que acababa de celebrar su décimo cumpleaños.

Alex la oyó decir:

– Ella es mi ama, lo es. Sólo escucha esa he’mosa voz dentro de su bonita persona.

La condesa viuda, lady Lydia, tarareaba y se mecía en su silla, bajo una bendita sombra junto a la puerta principal, con Angela Tewksbury a su lado, riendo, intentando aplaudir con el ritmo de vals de tres cuartos.

Hollis se encontraba en el umbral sonriendo benévolamente, dando golpecitos con el pie. Atrapó la mirada de Jason, señaló la bandeja y formó las palabras limonada, bizcochos. Jason susurró al oído de Everett, luego a Douglas. Para su estupefacción, ambos niñitos lo agarraron del cuello y gritaron:

– ¡Baila!

– ¡Baila!

Hizo falta otra interpretación entera de la canción de marineros antes de que los gemelos decidieran que querían limonada, todo porque Hollis estaba bebiendo un enorme vaso, dejando que una gota corriera por su mentón, a menos de un metro de ellos.

Pronto estaban sentados sobre una manta a la sombra, junto a lady Lydia y la señora Tewksbury, con un plato de tortas y bizcochos en la manta en medio de ellos. Estaban farfullando en conversación de gemelos, cada uno intentando agarrar la mayor cantidad de tortas.

– Dame agua, Hollis -dijo Jason, respirando con dificultad. -Cielos misericordiosos, esos dos tienen más energía que Eliza Dickers. Creo que ni siquiera ella me agotó tanto como esos dos.

Una de las cejas de su padre se elevó.

– ¿Una belleza de Baltimore?

Hallie hizo una mueca de desdén, su expresión condenadora como la de una monja.

– Ah, sí, milord. Tengo entendido que la belleza de Jason, Eliza Dickers, quizás podría ser considerada algo así como una viuda virtuosa, algún tiempo atrás, antes de la llegada de su hijo a Baltimore.

Jason se puso tenso como los nuevos postes de vallado que había clavado en el suelo sólo una hora atrás. Le ofreció una mirada que cortaría leche y una voz que podría helar los alrededores del Infierno.

– Eliza Dickers es una dama, una de las mejores amigas de Jessie Wyndham. Ella, a diferencia de usted, señorita Carrick, es una adulta. No hiere a nadie, ni con sus acciones ni con sus palabras.

Giró sobre sus talones y fue de regreso con su hermano.

Hallie se quedó mirándolo.

– Oh, cielos.

Douglas dijo:

– ¿Por qué le desagrada tanto mi hijo, señorita Carrick?

– Oh, cielos -repitió Hallie. -No quería… sinceramente no quería, es sólo que yo…

– ¿Sigue furiosa con él porque es dueño de la mitad de Lyon’s gate?

– No -dijo ella, mirando con atención a Jason mientras él hablaba con su madre ahora, con su mano sobre la manga de ella.

– Ah -dijo el padre de Jason, y le sonrió.

Hallie se quedó dura.

– No me agrada lo que está pensando, señor, aunque no sé que es y jamás quiero saberlo.

Vio a Jason tomar un vaso de agua y vaciarlo entero, su fuerte garganta moviéndose. Su camisa, abierta hasta la mitad de su pecho, estaba transpirada y se pegaba a él. El vello en su pecho estaba sucio y brillante también por el sudor, y Hallie no iba a pensar en eso.

Si Douglas no estaba equivocado, y nunca lo estaba respecto a cosas como esta, Hallie Carrick miraba a su hijo con una expresión bastante alarmada en el rostro. Apostaría un montón de monedas a que se había puesto celosa. Sí, había dado una demostración de lindos y crudos celos, tan bajos y humanos como era posible. Era difícil ver otro lado de ella, pensó Douglas, un lado encantadoramente humano, ya que había querido estrangularla durante tanto tiempo.

Vio a Jason arrojar su vaso a uno de los trabajadores parados cerca de Hollis.

Douglas dijo a Hallie:

– Su voz es buena y fuerte. ¿Sabía que la duquesa Wyndham es la prima política de James Wyndham?

– Oh, sí, ella es muy famosa en Baltimore. Creo que Wilhelmina Wyndham la odia bastante, aunque odia a un número de personas considerable, así que no es una distinción particular.

– No puedo creer que haya hecho encajar esa canción con el ritmo del vals, algo así. Bien hecho.

– Gracias, señor. Supongo que es hora de volver a colgar las nuevas cortinas del dormitorio.

Douglas la vio entrar en la casa, con la mirada en sus pies y, si no estaba equivocado, sus hombros un poquito caídos.

James apareció detrás de su hermano, con los brazos cruzados sobre su propia camisa sudada.

– Hallie no ha vestido pantalones desde esa primera vez que la conocimos.

Jason, sin dudar para nada, se rió.

– No diré nada. Se quitaría el vestido y se pondría pantalones sólo para fastidiarme. Bendito infierno, hace más calor ahora que un minuto atrás.

James tomó un vaso de agua de uno de los trabajadores, tomó un trago y luego arrojó el resto del agua sobre la cabeza de su gemelo.

– ¿Mejor?

Jason gritó y luego gruñó con placer.

– Mucho mejor. ¿Por qué no nadamos más tarde?

– Se congelarán sus partes -dijo su padre.

– No puedo esperar -dijo Jason.

Oyó un viejo cacareo y miró a su abuela, sentada junto a la señora Tewksbury, una dama mayor también, pero de ningún modo una octogenaria. No podía tener más de setenta. Tenía cabello blanco hilado con mechones marrón suave, un dulce rostro redondo con pocas arrugas. Parecía totalmente imperturbable, y la mayor sorpresa de todas… parecía agradarle inmensamente a su abuela. Ni cinco minutos después de haberse conocido, Jason las había oído gritándose en la salita. Nunca antes había escuchado que otra persona devolviera los gritos a su abuela. Se quedó clavado en su sitio.

Su abuela zarpó de la salita algunos minutos más tarde, lo vio allí parado y le ofreció una dulce sonrisa. Él la abrazó.

– ¿No te agrada la señora Tewksbury, abuela?

Ella se apartó de él y le palmeó la mejilla.

– ¿Angela? Creo que tiene buen ingenio, muchachito. Puedes llamar a Horace. Deseo ir a casa ahora y hablar con la cocinera. Angela irá a cenar.

La voz de James lo trajo de regreso.

– Me agrada Angela. Nunca sabes lo que va a salir de su boca. Creó que fascina a la abuela, y viceversa.

– Es un milagro -dijo su madre, abrazando a ambos aunque Jason estaba mojado y sucio, y James sólo sucio.

Dio un paso atrás y levantó el rostro hacia el cielo, con los ojos cerrados y los labios moviéndose.

– Madre, ¿qué estás haciendo?