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– Ah, James, estoy rogando que este milagro no desaparezca al llegar la noche.

Douglas dijo:

– Si el milagro se esfuma, haré mi mejor intento por alegrarte esta noche.

Sus muchachos se miraron uno al otro y luego sus botas, sin una palabra que saliera de sus bocas.

Esa noche, después de la cena, el clima continuaba cálido, con una media luna colgando en lo alto del cielo. Jason entró en el jardín del este, donde todas las estatuas de hombres y mujeres retozaban en un placer eterno. Aunque parezca mentira, estaba pensando en la última carrera que había corrido contra Jessie Wyndham. Había montado a Dodger, ella al hijo de Rialto, Balthazar.

La cabeza de Dodger estaba baja, él estaba mortalmente serio, concentrado en la línea de llegada a la distancia. Sin más de seis metros que correr, Jason se había dado vuelta para mirar sobre su hombro exactamente dónde estaba Balthazar. Se le cayó el corazón a los pies. Jessie no estaba sobre su lomo. Oh, Dios, se había caído. Jason, aterrado de que estuviera herida o incluso muerta, hizo dar vuelta inmediatamente a Dodger, sólo para oír a Jessie riendo. ¿Riendo? Vio paralizado cómo ella se levantaba y enderezaba en la montura, clavaba sus talones en los lustrosos costados de Balthazar y pasaba galopando a su lado, sobre la línea de llegada un momento más tarde.

Ella fustigó a un Balthazar encabritado y exclamó entre gritos de risas:

– Jason, lamento haberte hecho eso, pero Balthazar no soporta perder una carrera. Deja de comer. Una vez casi murió de tan afligido que estaba por una derrota en el hipódromo McFarly. Tenía que hacer algo.

Y Jason dijo suavemente:

– No hay ningún problema, Jessie. Fue un truco excelente.

– He estado haciéndolo desde que tenía doce años. Nunca había tenido que arrojarme de costado contigo antes. Me sorprende que James no te lo haya advertido.

– No, James nunca dijo nada.

– Me pregunto por qué los niños mantuvieron la boca cerrada.

– No había razones para que nadie me advirtiera, ya que nunca antes te había ganado en una carrera.

Ella le había ofrecido una sonrisa ancha y asentido, reconocimiento de que si no hubiese jugado sucio, él habría ganado. Cuando desmontó, alabando a Balthazar, Jason se acercó a ella, sonriendo, y dejó que Dodger atacara. Él mordió la ijada de Balthazar, duro. Dodger no había sido tan filosófico respecto al truco sucio.

Sonreía distraído al observar la estatua favorita de Corrie, un hombre arrodillado congelado por toda la eternidad entre las piernas de una mujer.

Se dio vuelta rápidamente al oír un grito ahogado.

– Hallie. Descubriste cómo llegar aquí. -Ella no lo miró, sólo observaba atentamente las variadas estatuas. Jason dijo: -Hay quince estatuas. Cada una, supongo que podrías decir, con un enfoque diferente al tema. Creo que fue mi bisabuelo quien las trajo de Grecia. -Ella no dijo una sola palabra. Sus ojos no vacilaron. Él señaló la estatua. -La mayoría de las mujeres prefieren esta, una vez que están casadas, pero sólo si sus maridos no son patanes.

Ella miró con más atención y palideció.

– Oh, cielos, ¿qué está haciendo?

Su voz tembló, pero no apartó la mirada de las estatuas.

Jason le dijo, con la mano sobre su brazo:

– Vamos.

Cuando ella siguió sin moverse, la agarró de la mano y la apartó. Abandonó los jardines del este, todavía tirando de Hallie hacia las puertas de cristal que daban al estudio de su padre… no, el de James.

– No, no, por favor, Jason, por favor, no entremos todavía.

– No deberías estar mirando esas estatuas. Eres demasiado joven y demasiado ignorante.

Él no dijo nada más, sólo la miró, con los brazos cruzados sobre el pecho. Vio cómo la lengua de ella pasaba por su labio inferior.

– No soy joven y ni particularmente ignorante, pero seré sincera. Fue difícil desprenderme.

– Todavía estarías allí, mirando fijamente, con la boca abierta, si no te hubiera alejado a la rastra.

– Probablemente sea cierto. Por favor, no entres aún. Quería hablarte, y no es acerca de las estatuas.

Una elegante ceja se elevó. Ella estaba raspando su zapatilla contra una pequeña roca. Finalmente, después de que el silencio se prolongara, Jason suspiró.

– Lárguelo, señorita Carrick.

Ella levantó la cabeza y dijo, toda tensa y fría:

– Por favor, no me llames señorita Carrick con esa espantosa voz formal otra vez. Me has llamado Hallie durante toda una semana.

– Ah, la princesa da una orden directa.

Ella retorció las manos.

– No, no quise decir eso, de veras, sólo quería decir que cuando hablas en ese tono me haces sentir más baja que una babosa. Detesto cuando utilizas mi apellido como si me despreciaras tanto que ni siquiera quieres reconocerme como Hallie.

Jason se apoyó contra un roble sésil más viejo que su abuela, con los brazos cruzados sobre el pecho, y esperó.

– Quería hablarte… Muy bien, en realidad quería disculparme. Estuve mal al hablar de ese modo acerca de la señora Dickers. Fue semejante sorpresa saber que tú y ella…

– Está arruinándolo, señorita Carrick.

Hallie tomó aire bruscamente.

– Podrías congelar a alguien con esa voz.

– Sí. Lo aprendí de mi padre. James también.

– ¿No lo ves? Ella es mucho mayor que yo, y simplemente no podía imaginar que tú y ella fuesen, bueno…

– Esto se pone cada vez mejor. ¿Cuánto tiempo planeas justificarte?

Ella dio un paso hacia él, estiró su mano y luego la dejó caer a su costado.

– Tendremos que vivir juntos, Jason. No puedo vivir contigo helándome de este modo, como si siguieras enojado, quizás todavía indignado conmigo. Oh, muy bien, lo diré, como deseas. No más excusas. Lo que dije fue malo, fue mezquino, soy una persona horrible. ¿Estás satisfecho ahora?

– Hmm -dijo él, giró sobre sus talones, abrió la puerta del estudio y desapareció dentro.

Hallie se quedó mirándolo, furiosa de que se hubiera alejado y deseando caer de rodillas y rogarle que la perdonara.

Jason se dio vuelta para verla aún parada donde la había dejado, su rostro pálido a la luz de la luna.

Le dijo:

– Si fuese un hombre que deseara casarse, algo que jamás volveré a desear hacer en esta vida, estaría totalmente inclinado hacia Eliza Dickers. Ella es cariñosa, bondadosa y muy divertida.

No volvió a mirar atrás.

Y ella no lo era.

Bueno, muy bien, entonces tal vez ella no era cariñosa, bondadosa y divertida todo el tiempo. Dudaba mucho que Eliza Dickers tampoco lo fuera. ¿Cómo podía uno ser todas esas cosas buenas todo el tiempo? Seguramente incluso la señora Dickers tenía momentos de mezquindad. Una pena que su esposo estuviera muerto, o podría ser consultado. Seguramente de vez en cuando ella lo llamaba estúpido o bobo.

Hallie se dio vuelta y regresó a los jardines del este. Le llevó un rato encontrar la entrada, aunque ya había estado allí. Suponía que tenía sentido mantener esas impresionantes estatuas bien escondidas. Se preguntó a qué edad las habrían encontrado James y Jason. Se quedó parada frente a la estatua favorita de las mujeres casadas -si el marido no era un patán… sea lo que sea que quisiera decir eso.

El hecho era que ella era una celosa arpía. Sacudió la cabeza. No, no estaba celosa, eso era ridículo, era simplemente una arpía, nada de celos involucrados. Había imaginado que él se había acostado con cada mujer que había deseado en Baltimore, que Eliza Dickers había sido una de muchas. Pero quizás no había habido una larga línea de mujeres, y que él, como un sultán, simplemente tenía que doblar un dedo a la que deseaba para esa noche. Quizás había estado equivocada respecto a Jason, y él sólo se había relacionado con Eliza Dickers. Ciertamente le tenía afecto.

Pero el hecho es que él era tan hermoso, tan bien parecido, que Hallie no podía imaginar que no tomara lo que se le ofrecía. Después de todo, era un hombre, y su madrastra, Genny, le había dicho llanamente que todos los hombres que Hallie conociera pensarían en poco más que en acostarse con ella, que así simplemente era su especie, y que no podían evitarlo. Pero Jason nunca había mostrado ninguna tendencia libidinosa junto a ella, ¿y cómo podía ser? Seguramente ella era lo suficientemente bonita como para garantizar al menos una mirada interesada, ¿verdad? Tal vez simplemente él era muy bueno en ocultar lo que aparentemente todos los hombres deseaban.