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– ¡Tío Jason, somos nosotros otra vez!

Douglas Simon Sherbrooke, mayor que su gemelo por exactamente once minutos, se libró de su madre y corrió tan rápido como sus piernas podían llevarlo hasta Jason, quien atrapó al pequeñito cuando saltó en el aire en su dirección.

– Ya lo veo -dijo Jason, hocicando el cuello de Douglas.

Olía igual a Alice Wyndham, después de su baño nocturno. Sintió las lágrimas brotar. Bajó la mirada para ver a Everett Plessante Sherbrooke tirando de la pierna de su pantalón, listo para gritar o estallar en lágrimas, Jason no podía definir cuál. Levantó al niñito y los abrazó fuerte, dejando que le palmearan el rostro, le dieran besos mojados y que hablaran sin parar, palabras que no eran realmente palabras sino mas bien charla de gemelos saliendo rápidamente de esas boquitas, igual que el incomprensible idioma que él y James habían compartido.

Douglas se apartó y dijo:

– Todos decían que eres igual a papá y la tía Melissande, pero no es así, tío Jason.

– Eso es cierto, Douglas. No me soy exactamente igual a tu papá, pero bastante parecido, ¿no lo crees, Everett?

La otra carita imposiblemente hermosa se arrugó pensando. Everett entonces anunció:

– No, tío Jason, te pareces a ti mismo, y a mí también. No a Douglas… él se parece a papá. Sí, eso es, te pareces a mí.

Y esa carita tenía la misma expresión traviesa que Jason había visto en el rostro de su madre, Corrie.

Douglas dijo, después de otro beso mojado en el lado derecho del cuello de su tío Jason:

– El abuelito no soporta que me parezca a papá y la tía Melissande. Ella siempre nos trae a Everett y a mí galletitas de almendra cuando nos visita. Abuelito dice “bendito infierno”, nunca estará libre de El rostro. ¿Qué es El rostro, tío Jason?

Jason oyó a su padre gruñir, a su madre reír. Se volvió hacia su padre, con una ceja levantada.

– ¿Maldiciendo, frente a este diablillo?

– Tiene oídos tan agudos como tú y James cuando tenían su edad -dijo Douglas Sherbrooke, el conde de Northcliffe, y clavó un dedo en las costillas de su esposa. -Calla, Alex. No creo que un muchacho pueda ser demasiado joven para aprender sobre la maldición Sherbrooke.

– Estoy de acuerdo -dijo Corrie. -No, no te atrevas a discrepar conmigo, James Sherbrooke. “Bendito infierno” es siempre tu preludio cuando estás listo para desatarte. -Sonrió a Jason. -Se enoja conmigo, posiblemente sólo el buen Señor podría entender porqué, y sé que quiere arrojarme por una ventana, pero tiene que conformarse con “bendito infierno” y salir pisoteando de la habitación.

– Una monstruosa mentira -dijo James, luego se aclaró ruidosamente la garganta cuando sus pequeñitos lo miraron con los ojos muy abiertos. -Jason, ¿quieres que te libere al menos de uno de esos diablillos?

Ambos diablillos envolvieron sus brazos más fuertes alrededor del cuello de Jason, casi ahorcándolo. Jason sacudió la cabeza.

– Todavía no. Muy bien, muchachos, ¿podemos tranquilizarnos un momento o quieren que baile con ustedes alrededor de la habitación? Su abuelita puede tocar un vals en el piano, si quieren.

– ¡Bailemos! -gritó Douglas, sus pies pateando.

– Yo también quiero vals -gritó Everett en la otra oreja de Jason. -¿Qué es vals?

Hubo risas en el aire entonces, el horrible y ensordecedor estrés y preocupación barridos bajo la alfombra, al menos por el momento. Jason se sentía maravillosamente. Empezó a valsear lentamente por la salita, agarrando más fuerte los cuerpecitos que se retorcían, besándoles las orejas y los mentones, y vio a su madre levantar sus faldas e ir rápidamente hacia el piano, donde pronto estuvo tocando un vals que él había oído en un baile en Baltimore dos meses atrás.

James Sherbrooke, lord Hammersmith, veintiocho minutos mayor que su gemelo, se recostó, consciente del cálido cuerpo de su sonriente esposa ahora apretado contra su costado derecho, y miró a su hermano. No estaba sorprendido de ver que Jason se veía tan natural como podía valseando con dos niñitos en sus brazos, ya que James Wyndham había escrito con frecuencia sobre lo bien que manejaba Jason a sus propios cuatro hijos. Se preguntaba si James Wyndham alguna vez le habría contado a su hermano sobre todas las cartas que él mismo había escrito a Northcliffe Hall, al principio para tranquilizar a todos, y más tarde detallando los éxitos de Jason en el hipódromo, las yeguas que había seleccionado para el programa de cría de James, el maravilloso semental que había encontrado para su anfitrión, que le había costado una condenada fortuna en gastos de la caballeriza.

Pero todas las cartas no compensaban los años perdidos. Sintió que su corazón se llenaba hasta explotar. Al menos su gemelo finalmente había empezado a responder a todos ellos luego de dos años de cartas superficiales, sin emociones.

El pequeño Douglas tenía razón; ya no eran idénticos. Bueno, lo eran, objetivamente, pero cualquiera que los conociera a ambos no los confundiría más. Jason era más… ¿cuál era la palabra? Más enjuto, tal vez era eso, aunque seguían siendo de la misma altura. Los grandes cambios estaban dentro. James podía ver el sufrimiento en lo profundo de los ojos de su gemelo, y le dolía, aunque lo comprendiera.

Nunca habían sido idénticos por dentro, pero habían estado conectados, habían sabido qué preocupaba al otro, qué estaba sintiendo el otro en cualquier momento. Sus experiencias los habían convertido en hombres enormemente diferentes, la avanzada edad de treinta años no estaba para nada distante. Miró a su padre sonriente, con casi sesenta, su cabello negro y plata aún espeso, como siempre estaba señalando a su esposa.

James vio que Hollis estaba ubicado cerca de la puerta de la salita, su pie golpeteando al ritmo del vals. Sonreía, y había tanto amor y alivio en esa sonrisa que James se sintió conmovido hasta el alma. Sabía cómo se sentía Hollis.

Ahora James tenía que descubrir qué había en la mente de su gemelo. Pero no esa noche. Sus preciosos, ruidosos y exigentes niñitos habían salvado la noche de ser una silenciosa tortura, todos temerosos de decir cualquier cosa que pudiera ser tomada a mal modo, todos andando con pie de plomo cerca de Jason. Le dijo a Corrie:

– ¿Te he dicho recientemente que eres efectivamente muy inteligente?

– No desde mayo pasado, creo que fue entonces.

Él le rozó la mejilla con los nudillos.

– Trajiste a Douglas y Everett a un tenso silencio y mira lo que sucedió. Jason está bailando el vals con ellos.

– Parecía que era lo que había que hacer -dijo ella.

James tomó la mano de Corrie con la suya. Se recostó y permitió que la calidez de las risas fluyera dentro suyo.

Jason estaba en casa. Finalmente estaba en casa, y eso era lo único que importaba.

CAPÍTULO 04

Ambos hermanos se encontraban parados lado a lado en el precipicio que daba al valle Poe.

El silencio entre ellos era incómodo. Finalmente, James dijo:

– Pasamos tantas horas aquí cuando éramos niños. ¿Recuerdas la ocasión en que arrojaste mi libro de Huygens por el precipicio, de tan enojado que estabas conmigo?

– Recuerdo haber arrojado el libro por ahí, riendo cuando el viento lo atrapó y lo envió aún más lejos, pero no recuerdo porqué estaba enojado.

James se rió.

– Yo tampoco.

– Sí los recuerdo a ti y a Corrie recostados de espaldas en esta colina en las noches claras, mirando las estrellas.

– Todavía lo hacemos. Los niños me han oído hablar sobre la Sociedad Astrológica, me han escuchado quejar por cómo mi telescopio no magnifica lo suficiente. Desafortunadamente, ahora están exigiendo venir conmigo y su madre. ¿Puedes imaginarlo? ¿Dos niños de tres años quedándose quietos durante más de treinta segundos?