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– Soy un estúpido.

– Más fuerte, por favor -dijo Jason.

– SOY UN ESTÚPIDO.

– Bien. Ahora, mi dulce y sudada muchacha, necesito que descanses. Más tarde decidiremos qué deberíamos hacer con este doctor cabeza de calabaza.

Hallie estaba tan cansada que quería dormir al menos durante un año. Se sentía maltratada y aplastada, y bastante maravillosa dado que había estado maldiciendo a Jason sólo cinco minutos antes. Sentía el cuerpo sorprendentemente ligero. Movió la mano hasta su panza.

– También le dijiste eso a Piccola. -Él le sonrió. -Mi panza se ha achatado otra vez.

– Sí.

Jason le tomó la mano y le besó la palma.

– ¿Dije algo a Theo por lo que deba disculparme?

– No tienes que disculparte con el estúpido.

– Es cierto -dijo Theo. -Además, he oído cosas mucho peores.

La señora Hanks dijo:

– Amén.

– Uno sólo puede intentar -dijo Hallie.

– Mostraste un buen registro, Hallie, excelente sentimiento, y el volumen fue más que adecuado.

Hallie sonrió a Theo Blood, su médico de nombre desafortunado, que se había convertido en un excelente amigo de ella y Jason durante los pasados seis meses. Le tomó la mano, sintió su pulso. Después de un momento, asintió.

– Vas a estar bien. No veo problemas, el sangrado no es malo. Soy un médico espléndido.

Jason se acercó más a su esposa y dejó afuera al mundo. Le pasó la punta de un dedo por las cejas.

– Te amo, Hallie. Te amo. Ahora lo digo en serio. Lo diré en serio dentro de cincuenta años. Ahora duerme.

– Eso suena muy bien. ¿Realmente esperas que me duerma dócilmente cuando quiero cantar, Jason? Pero no bailar, yo…

Al instante siguiente, estaba dormida.

Jason besó sus labios agrietados, le apartó el cabello sudado de la frente y se levantó.

– ¿Mis bebés?

– Hermosos -dijo Corrie. -Y sanos, Jason, aunque son tan pequeños. Están preparados para conocer a su madre. Imagínalo, otro par de mellizos. Válgame, es la primera niñita en la familia. Jason, debes ir abajo y decirle a todos antes de que irrumpan en la habitación.

Mientras metía un suave manta bajo el mentón de Hallie, Theo dijo:

– Espero que tengan otro nombre a la espera, Jason.

– Hmm, ¿aparte de Alec? Sí, estoy pensando… no, debo discutirlo con Hallie primero. Si alguna vez despierta.

Theo miró su reloj.

– Se quedó dormida antes de ver a sus bebés. Estará despierta en menos de un minuto.

– No, imposible. Ha trabajado tan duro, Theo, nueve horas, está exhausta; estás tan equivocado en esto como estabas con los mellizos…

– Jason, quiero ver a nuestros bebés.

Jason rió a carcajadas. Miró a su propio gemelo. James tenía a uno de los bebés en sus enormes manos, Corrie al otro. No merecía ser tan feliz o tan afortunado, pero Dios así lo había dispuesto. Rogó que los mellizos estuvieran bien, que crecieran para tener sus propios gemelos. Estaba bendecido. Tanto él como James estaban bendecidos.

Se aclaró la garganta.

– Denme a mis bebés. Quiero mostrárselos a su madre.

Cuando Jason acunó a ambos bebés en sus brazos, sintió la mano de su hermano sobre el hombro. Como había pasado tantas veces en sus vidas, compartieron el mismo pensamiento: la vida era dulce. Eran los hombres más afortunados del mundo.

Frotándose las manos, Theo dijo:

– Lo he hecho sorprendentemente bien. Todos están sanos. Entonces, ¿qué si me equivoqué con un bebé?

La mano de Douglas Sherbrooke estaba levantada para golpear a la puerta del dormitorio cuando oyó las risas de sus hijos.

Bajó la mano. Sus hijos. Oyó un gritito y sonrió. Rogaba que la vida continuara repartiendo más risas que lágrimas. Entonces oyó un coro de gritos.

Los gritos continuaron, dos gritos distintos. Maldición, otro par de gemelos. La puerta se abrió. Jason gritó de alegría al ver a su padre, y lo abrazó fuerte.

– Hallie me dio un niño y una niña. Estoy seguro de que soy el hombre más afortunado de la tierra.

– Pensé que yo lo era -dijo Douglas, mirando para ver a James sonriéndole. Asintió a su hijo mayor y dijo por encima del hombro: -Alexandra, ven a escuchar este adorable dúo de gritos de tus nuevos nietitos.

EPÍLOGO

Tres meses más tarde…

Nada de lluvia hoy, gracias a Dios, pensó Jason, a diferencia de los tres días previos, que habían tenido a los mellizos gritando como locos porque les gustaba recostarse en una linda manta gruesa en medio del césped verde en Lyon’s gate, pateando con sus piernas, agitando los brazos y respirando la hierba recién segada.

Era un hermoso día. Jason observó a su esposa, con un bebé bajo cada brazo, caminando hacia las mantas que él había extendido en el parque del costado de Northcliffe Hall. El sol de mediodía era brillante sobre sus cabezas, y el gato de carreras moteado de James cruzaba el patio a toda velocidad para correr alrededor de Hallie tres veces antes de lanzarse de regreso hacia James, quien le dio un trozo fresco de lubina, le dijo que era un muchacho veloz y elegante, y le rascó el punto justo frente a su cola. Alfredo el Grande ronroneó como si no hubiera mañana.

Douglas y Everett, ahora de cuatro años, algo que Jason no podía terminar de entender, estaban sentados tan tranquilos como siempre, viendo a su padre entrenar a Alfredo el Grande, de ojos dorados.

Jason vio a Hallie acomodar a los mellizos entre una pila de almohadones y luego recostarse sobre los codos y levantar su rostro hacia el cielo azul. Sintió que se le cerraba la garganta mientras la observaba, tanto amor lo inundaba. Era un bastardo afortunado, como le había dicho su gemelo justo esa mañana, y él estaba de acuerdo. Tenía treinta años, tenía a Hallie como esposa y era padre de dos niños sanos. Asombroso. Aun más asombroso, o tal vez no, ambos bebés se parecían a él, lo cual significaba que también se parecían a sus primos y a su tío James, lo cual llevaba de regreso a la tía Melissande, quien había sonreído con esa sonrisa increíblemente hermosa al verlos, mientras se había oído decir a su esposo, el tío Tony: “Una generación más de niños asquerosamente bellos a imagen de mi esposa. Sin dudas me hace doler los dientes. Gracias al buen Señor nuestros tres hijos se parecen a mí. Eso añade equilibrio al mundo”.

“Gracias a Dios que aún tienes todos tus dientes,” había dicho la tía Melissande, y codeado a su esposo en las costillas.

Entonces él la había besado duro en la boca y la generación más joven se había sonrojado hasta las cejas.

Jason oyó a un caballo relinchar y supuso que era el enorme semental zaino pura sangre de su padre, Caliper, que sería cruzado con Miss Matilda de la caballeriza de Charles Grandison en dos días. Lyon’s gate prosperaba. Habían ganado carreras, su reputación como caballeriza estaba creciendo. En cuanto a lord Grimsby, había pedido a Jason que tomara a Lamplighter, que lo entrenara, lo hiciera correr y lo hiciera reproducir, y todas las ganancias serían suyas. Lamplighter había ganado la carrera Beckshire un mes atrás.

Jason cerró los ojos, satisfecho por el momento con oler el aroma a hierba fresca junto con sus mellizos y su esposa, cuando levantó la mirada para ver a sus padres, al tío Ryder y la tía Sophie salir de la casa solariega. Pronto los jardines estarían plagados de Sherbrookes, incluso la tía Sinjun y el tío Colin de Escocia, y Meggie y Thomas de Irlanda; Meggie trayendo tres gatos de carrera para la gran competición la semana siguiente en el hipódromo McCaulty, y sus tres niños, que ayudaban a entrenar a los gatos.