Ryan le dio un pellizco, pero él ni se inmutó.
– Malo -dijo cariñosamente. Luego metió las manos bajo la camisa de Pierce y le acarició el torso. Esa vez sí notó que lo hacía temblar.
– Me distraes, Ryan.
– Eso esperaba. No es sencillo, ¿sabes?
– Pues a ti se te da de maravilla -comentó Pierce mientras ella recorría sus hombros con las manos.
– ¿De verdad puedes dislocarte los hombros para escaparte de una camisa de fuerza? -se preguntó en voz alta mientras sentía su potencia.
– ¿Dónde has oído eso? -respondió él, divertido, sin dejar departir taquitos de queso para la ensalada.
– No sé, por ahí -dijo ella evasivamente. No estaba dispuesta a reconocer que se había leído todos los artículos que habían caído en sus manos sobre él-. También he oído que tienes control absoluto sobre tus músculos-añadió mientras los sentía vibrar bajo sus dedos curiosos.
Ryan se apretó contra la espalda de Pierce e inspiró la delicada fragancia de su piel.
– ¿Y no has oído que sólo como algunas hierbas y raíces que recojo durante las noches de luna llena? -dijo Pierce en broma justo antes de meterse un pedacito de queso en la boca y girarse para recogerla entre sus brazos-. ¿O que aprendí a hacer magia en el Tibet cuando tenía nueve años?
– He leído que fuiste torturado por el fantasma de Houdini -repuso ella.
– ¿En serio? Ésa es nueva. No la conocía.
– Realmente, disfrutas con las cosas que se inventan sobre ti, ¿verdad?
– Por supuesto -Pierce le dio un beso en la nariz-. Tendría muy poco sentido del humor si no lo hiciera.
– Además, como la realidad y la ficción se entremezclan, nadie sabe cuál es cuál y cómo eres de verdad -señaló Ryan.
– Exacto -Pierce jugueteó con un rizo de su cabello-. Cuantas más cosas publican sobre mí, más protegida queda mi intimidad.
– Y proteger la intimidad te importa mucho.
– Cuando tienes una infancia como la mía, aprendes a valorarla.
Ryan pegó la cara contra el torso de Pierce. Éste la apartó unos centímetros, le puso una mano bajo la barbilla y le levantó la cabeza. Los ojos de Ryan se habían humedecido.
– No tienes por qué sentir pena por mí -le dijo con suavidad.
– No -Ryan sacudió la cabeza. Entendía que Pierce no quisiera inspirar compasión. Bess había reaccionado la misma forma-. Lo sé, pero me cuesta no sentir pena por un niño pequeño.
Pierce sonrió y le acarició los labios con un dedo.
– Era un niño fuerte. Se recuperó de todo -dijo y se apartó un paso-. Venga, dale la vuelta a los filetes. Ryan se ocupó de la carne, sabedora de que Pierce quería dejar el tema zanjado. ¿Cómo explicar que estaba ansiosa por cualquier detalle sobre su vida, por cualquier cosa que pudiera acercarlo a ella?
Por otra parte, pensó, quizá se equivocaba por querer sondear en el pasado cuando tenía miedo de hablar del futuro.
– ¿Cómo te gustan? -preguntó finalmente, con los clavados en la parrilla.
– Que no estén muy hechos -contestó Pierce mientras contemplaba la vista que Ryan le ofrecía al inclinarse para cuidar de los filetes-. Link tiene un aliño especial para las ensaladas. Está muy rico -comentó entonces.
– ¿Dónde aprendió a cocinar? -quiso saber Ryan.
– Fue cuestión de necesidad -respondió Pierce mientras ella le daba la vuelta al segundo filete-. Le gustaba comer. Y al principio no teníamos muchos recursos. Resultó que se manejaba mucho mejor que Bess o yo con las latas y los sobres de sopa.
Ryan se giró y lo miró con una sonrisa en los labios.
– ¿Sabías que se han ido juntos a pasar el día en San Francisco?
– Sí -Pierce enarcó una ceja-. ¿Y?
– Está igual de loco por ella que ella por él.
– Ya, eso también lo sé.
– Podías haber hecho algo para facilitarles las cosas: después de todos estos años -comentó, empuñando un tenedor-. Al fin y al cabo, son tus amigos.
– Razón por la que no he interferido -explicó-. ¿Qué has hecho?
– No he interferido -respondió a la defensiva Ryan-. Sólo le he dado un empujoncito en la dirección adecuada. Le comenté que Bess tenía cierta inclinación por los hombres que saben tocar el piano.
– Entiendo.
– Es tan tímido -dijo ella exasperada-. Tendrá edad para jubilarse y no se habrá atrevido todavía a… a…
– ¿A qué? -preguntó Pierce, sonriente.
– A nada -dijo Ryan-. Y deja de mirarme así.
– ¿Así cómo? -Pierce se hizo el inocente, como si no fuera consciente de que la había mirado con deseo.
– Lo sabes de sobra. En cualquier caso… -Ryan contuvo la respiración y soltó el tenedor al sentir que algo le rozaba los tobillos.
– Es Circe -la tranquilizó Pierce sonriente. Ryan suspiró aliviada. Él se agachó a recoger el tenedor mientras la gata se frotaba contra las piernas de Ryan y ronroneaba-. Huele la carne. Va a hacer todo lo que pueda para convencerte de que se merece un trozo.
– Tus mascotas tienen la fea costumbre de asustarme.
– Lo siento -dijo él, pero sonrió, no dando la menor sensación de que realmente lo lamentara.
– Te gusta verme descompuesta, reconócelo -Ryan se puso las manos en jarras sobre las caderas.
– Me gusta verte -contestó Pierce simplemente. Soltó una risotada y la agarró entre sus` brazos-. Aunque tengo que admitir que verte con mi ropa mientras cocinas descalza tiene su punto.
– Vaya, el síndrome del cavernícola.
– En absoluto, señorita Swan -Pierce le acarició el cuello con la nariz-. Aquí el esclavo soy yo.
– ¿De veras? -Ryan consideró las interesantes posibilidades que tal declaración le abría-. Entonces pon la mesa. Me muero de hambre.
Comieron a la luz de las velas. Pero ella apenas saboreó un bocado. Estaba demasiado saciada de Pierce. Había champán, fresco y burbujeante; pero podía haber sido agua, para el caso que le hizo. Jamás se había sentido tan mujer como en ese momento, con esos vaqueros y una camiseta que le quedaba inmensa. Los ojos de Pierce le decían a cada momento que era preciosa, interesante, deseable. Era como si nunca hubiesen hecho el amor, como si nunca hubiesen intimado. La estaba cortejando con la mirada.
Pierce la hacía resplandecer con una simple mirada, con una palabra suave o un roce delicado en la mano. Nunca dejaba de complacerla, de abrumarla incluso, que fuese un hombre tan romántico. Tenía que saber que estaría con él en cualquier circunstancia y, aun así, disfrutaba seduciéndola. Las flores, las velas, las palabras susurradas… Ryan se enamoró de nuevo.
Bastante después de que ambos hubiesen perdido todo interés en la comida, seguían mirándose. El champaña se había calentado, las velas se estaban acabando. Pierce se contentaba con mirarla sobre la llama temblorosa, con oír la caricia de su voz. Podía aplacar cualquier impulso con deslizar los dedos por el dorso de su mano. Lo único que quería estar junto a Ryan.
Ya habría tiempo para la pasión, no le cabía duda. Por la noche, a oscuras en la habitación. Pero, por el momento, le bastaba con verla sonreír.
– ¿Me esperas en el salón? -murmuró él antes de besarle los dedos uno a uno.
Ryan sintió un escalofrío delicioso por el brazo.
– Te ayudo con los platos -respondió, aunque su cabeza estaba a años luz de cualquier asunto práctico.
– No, yo me encargo -Pierce le agarró la mano y le besó la palma-. Espérame.
Las piernas le temblaban, pero consiguió mantenerse en pie cuando Pierce la ayudó a levantarse. No podía apartar los ojos de éclass="underline"
– No tardes.
– No -le aseguró Pierce-. Enseguida estoy contigo, amor -añadió justo antes de besarla con delicadeza.
Ryan fue hacia el salón como si estuviera sumida en una nube. No era el beso, sino aquella palabra cariñosa lo que había disparado su corazón. Parecía imposible, después de lo que ya habían compartido, que una palabra suelta le provocara tales palpitaciones. Pero Pierce elegía con esmero las palabras.