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Era como retroceder al siglo XVIII. Pero no había telarañas, no había signos del paso del tiempo. Los muebles relucían y las flores estaban recién cortadas. Un pequeño piano, con un cuaderno de partituras abierto, adornaba una esquina. Sobre la repisa de la chimenea podían verse diversas figuritas de cristal. Todas de animales, advirtió Ryan tras un segundo vistazo con más detenimiento: unicornios, caballos alados, centauros, un perro de tres cabezas. La colección de Pierce Atkins no podía incluir animales convencionales. Y, sin embargo, el fuego de la chimenea crepitaba con sosiego y la lámpara que embellecía una de las mesitas era sin duda una Tiffany. Se trataba de la clase de habitación que Ryan habría esperado encontrar en una acogedora casa de campo inglesa.

– Me alegro de que le guste -dijo Pierce, de pie junto a ella-. Parece sorprendida.

– Sí, por fuera parece una casa de una película de terror de 1945, pero… -Ryan frenó, horrorizada-. Oh, lo siento. No pretendía…

Pero Pierce sonreía, obviamente encantado con el comentario.

– La usaron justo para eso en más de una ocasión. La compré por esa razón.

Ryan volvió a relajarse mientras paseaba por la salita.

– Había pensado que quizá la había elegido por el entorno -dijo ella y Pierce enarcó una ceja.

– Tengo cierta… inclinación por cosas que la mayoría no aprecia -comentó al tiempo que se acercaba a una mesa donde ya había un par de tazas-. Me temo que no puedo ofrecerle café. No tomo cafeína. El té es más sano -añadió al tiempo que llenaba la taza de Ryan, mientras ésta se dirigía al piano.

– Un té está bien -dijo en tono distraído. El cuaderno no tenía las partituras impresas, sino que estaban escritas a mano. Automáticamente, empezó a descifrar las notas. Era una melodía muy romántica-. Preciosa. Es preciosa. No sabía que compusiera música -añadió tras girarse hacia Pierce.

– No soy yo. Es Link -contestó después de poner la tetera en la mesa. Miró los ojos asombrados de Ryan-. Ya digo que valoro lo que otros no logran apreciar. Si uno se queda en la apariencia, corre el riesgo de perderse muchos tesoros ocultos.

– Hace que me sienta avergonzada -dijo ella bajando la mirada.

– Nada más lejos de mi intención -Pierce se acercó a Ryan y le agarró una mano de nuevo-. La mayoría de las personas nos sentimos atraídos por la belleza.

– ¿Y usted no?

– La belleza externa me atrae, señorita Swan -aseguró él al tiempo que estudiaba el rostro de Ryan con detalle-. Luego sigo buscando.

Algo en el contacto de sus manos la hizo sentirse rara. La voz no le salió con la fuerza que hubiera debido.

– ¿Y si no encuentra nada más?

– Lo descarto -contestó con sencillez-. Vamos, el té se enfría.

– Señor Atkins -Ryan dejó que Pierce la llevara hasta una silla-. No quisiera ofenderlo. No puedo permitirme ofenderlo, pero… creo que es un hombre muy extraño -finalizó tras exhalar un suspiro de frustración.

Sonrió. A Ryan le encantó que los ojos de Pierce sonrieran un instante antes de que lo hiciera su boca.

– Me ofendería si no creyera que soy extraño, señorita Swan. No deseo que me consideren una persona corriente.

Empezaba a fascinarla. Ryan siempre había tenido cuidado de mantener la objetividad en las negociaciones con clientes de talento. Era importante no dejarse impresionar. Si se dejaba impresionar, podía acabar añadiendo cláusulas en los contratos y haciendo promesas precipitadas.

– Señor Atkins, respecto a nuestra oferta…

– Lo he estado pensando mucho -interrumpió él. Un trueno hizo retemblar las ventanas. Ryan levantó la vista mientras Pierce se llevaba la taza de té a los labios-. La carretera estará muy traicionera esta noche… ¿La asustan las tormentas, señorita Swan? -añadió mirándola a los ojos tras observar que Ryan había apretado los puños después del trueno.

– No, la verdad es que no. Aunque le agradezco su hospitalidad. No me gusta conducir con mal tiempo contestó ella. Muy despacio, relajó los dedos. Agarró su taza y trató de no prestar atención a los relámpagos-. Si tiene alguna pregunta sobre las condiciones, estaré encantada de repasarlas con usted.

– Creo que está todo muy claro -Pierce dio un sorbo le té-. Mi agente está ansioso por que acepte el contrato.

– Ah -Ryan tuvo que contener el impulso de hacer algún gesto triunfal. Sería un error precipitarse. -Nunca firmo nada hasta estar seguro de que me conviene. Mañana le diré mi decisión.

Ella aceptó asintiendo con la cabeza. Tenía la sensación de que Pierce no estaba jugando. Hablaba totalmente en serio y ningún agente o representante influiría hasta más allá de cierto punto en sus decisiones. Él era su propio dueño y tenía la primera y la última palabra.

– ¿Sabe jugar al ajedrez, señorita Swan?

– ¿Qué? -preguntó Ryan distraída-. ¿Cómo ha dicho?

– ¿Sabe jugar al ajedrez? -repitió.

– Pues sí. Sé jugar, sí.

– Eso pensaba. Sabe cuándo hay que mover y cuándo hay que esperar. ¿Le gustaría echar una partida?

– Sí -contestó Ryan sin dudarlo-. Encantada.

Pierce se puso de pie, le tendió una mano y la condujo hasta una mesa pegada a las ventanas. Afuera, la lluvia golpeteaba contra el cristal. Pero cuando Ryan vio el tablero de ajedrez ya preparado, se olvidó de la tormenta.

– ¡Qué maravilla! -exclamó. Levantó el rey blanco. Era una pieza grande, esculpida en mármol, del rey Arturo. A su lado estaba la reina Ginebra, el caballo Lancelot, Merlín de alfil y, cómo no, Camelot. Ryan acarició la torre en la palma de la mano-. Es el ajedrez más bonito que he visto en mi vida.

– Le dejo las blancas -Pierce la invitó a tomar asiento al tiempo que se situaba tras las negras-. ¿Juega usted a ganar, señorita Swan?

– Sí, como todo el mundo, ¿no? -respondió ella mientras se sentaba.

– No -dijo Pierce después de lanzarle una mirada prolongada e indescifrable-. Hay quien juega por jugar.

Diez minutos después, Ryan ya no oía la lluvia al otro lado de las ventanas. Pierce era un jugador sagaz y silencioso. Se sorprendió mirándole las manos mientras deslizaban las piezas sobre el tablero. Eran grandes, anchas y de dedos ágiles. De violinista, pensó Ryan al tiempo que tomaba nota de un anillo de oro con un símbolo que no identificaba. Cuando levantó la vista, lo encontró mirándola con una sonrisa segura y divertida. Centró su atención en su estrategia.

Ryan atacó, Pierce se defendió. Cuando él avanzó, ella contraatacó. A Pierce le gustó comprobar que se hallaba ante una rival que estaba a su altura. Ryan era una litigadora cautelosa, aunque a veces cedía a algún arrebato impulsivo. Pierce pensó que su forma de jugar reflejaba su carácter. No era una adversaria a la que pudiera ganar o engañar con facilidad. Admiraba tanto el ingenio como la fortaleza que intuía en ella. Hacía que su belleza resultase mucho más atractiva.

Tenía manos suaves. Cuando le comió el alfil, se preguntó vagamente si también lo sería su boca, y cuánto tardaría en descubrirlo. Porque ya había decidido que iba a descubrirlo. Sólo era cuestión de tiempo. Pierce era consciente de la incalculable importancia de saber elegir el momento adecuado.

– Jaque mate -dijo él con suavidad y oyó cómo Ryan contenía el aliento, sorprendida.

Estudió el tablero un momento y luego sonrió a Pierce.

– No había visto ese ataque. ¿Está seguro de que no esconde un par de piezas debajo de la manga?

– Nada debajo de la manga -repitió Merlín desde el otro lado de la salita. Ryan se giró a mirarlo y se preguntó en qué momento se habría unido a ellos.

– No recurro a la magia si puedo arreglármelas pensando -dijo Pierce, sin hacer caso al papagayo-. Ha jugado una buena partida, señorita Swan.

– La suya ha sido mejor, señor Atkins.

– Esta vez -concedió él-. Es una mujer interesante.