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– Puedes pedir auxilio le sugirió mientras le quitaba la chaqueta.

– Socorro -dijo en voz baja mientras Pierce le desabotonaba la blusa-. Creo que no me han oído.

– Pues entonces no podrán salvarte.

– Menos mal -susurró ella mientras dejaba que la blusa cayera al suelo.

Se acariciaron y se echaron a reír por la alegría que les producía estar enamorados. Se besaron y abrazaron como si el mundo fuese a acabarse ese mismo día. Murmuraron palabras delicadas y suspiraron de placer. Incluso cuando la pasión creció y el deseo empezó a gobernar sus movimientos, permaneció una sensación de felicidad serena e inocente, compartida.

“Me quiere”, se dijo Ryan mientras deslizaba las manos por su potente espalda. “Me pertenece”, pensó mientras lo besaba con fervor.

Se entregaron el uno al otro, se vaciaron y absorbieron hasta que fueron más uno que dos. Una pasión creciente los unía, una pasión infinita, una libertad recién descubierta. Cuando terminaron de hacer el amor, siguieron riéndose, felices por saber que para ellos aquello sólo era el principio.

– ¿Sabes? Yo creía que era el productor el que seducía al artista -murmuró Ryan.

– ¿No ha sido así? -Pierce deslizó los dedos por el cabello de ella.

Ryan rió y le dio un beso entre los ojos.

– Sí, pero se suponía que tenía que dejarte pensar que habías tomado la iniciativa -contestó justo antes de levantarse y alcanzar la blusa.

Pierce se incorporó y le acarició la yema de un dedo.

– ¿Vas a algún sitio?

– Está bien, señor Atkins, le daré la oportunidad de hacer una prueba para Producciones Swan -bromeó Ryan. Pierce le dio un mordisquito yen el hombro y ella dio un grito pequeño-. Pero no me vuelva a atosigar hasta que lleguemos a casa.

Se alejó unos pasos y terminó de ponerse la blusa. Mientras lo hacía, miró de reojo el cuerpo desnudo de Pierce:

– Más vale que se vista. Podrían cerrar el edificio y obligarnos a pasar la noche dentro.

– Los cerrojos no son problema para mí -le recordó sonriente él.

– Hay alarmas.

– Ya ves tú -contestó Pierce riéndose.

– Definitivamente, es una suerte que no decidieras hacerte delincuente -comentó Ryan.

– Es más sencillo cobrar por abrir cerrojos que robar lo que hay dentro de las casas. A la gente le encanta pagar simplemente por ver si puedes hacerlo -Pierce se levantó-. Pero si saltas un cerrojo gratis, no le encuentran la gracia.

Ryan inclinó la cabeza y le preguntó intrigada:

– ¿Te has encontrado con algún cerrojo que no hayas podido abrir?

– Es cuestión de tiempo -dijo Pierce mientras recogía su ropa-. Si dispones del tiempo apropiado, todos los cerrojos pueden abrirse.

– ¿Sin herramientas?

– Hay herramientas y herramientas -respondió él, enarcando una ceja.

Ryan frunció el ceño.

– Voy a tener que examinar tu piel otra vez en busca de ese bolsillo.

– Cuando quieras -accedió Pierce con buenos modales.

– Podías ser bueno y enseñarme aunque sólo sea una cosa: cómo te libras de las esposas, por ejemplo.

– De eso nada -Pierce negó con la cabeza mientras se ponía los vaqueros-. Podrían serme de utilidad otra vez.

Ryan se encogió de hombros como si le diera igual y siguió vistiéndose.

– Por cierto, quería hablar contigo sobre el número con el que cierras.

Pierce sacó una camisa limpia del armario.

– ¿Qué pasa?

– Eso es justamente lo que quiero saber -contestó Ryan-. ¿Qué pasa en ese número exactamente?, ¿qué tienes planeado?

– Es una fuga, ya te lo he dicho -respondió él mientras se ponía la camisa.

– Necesito algo más concreto, Pierce. El espectáculo será dentro de diez días.

– Estoy perfeccionándolo.

Ryan percibió el tono hermético e intransigente de Pierce y dio un paso al frente para plantarle cara.

– No, éste no es uno de tus espectáculos, en los que vas por libre. Aquí la productora soy yo, Pierce. Tú mismo lo pediste. Pues bien, puedo pasar por alto algunas de tus exigencias sobre el personal. -arrancó Ryan y siguió sin darle ocasión de contestar-. Pero tengo qué saber exactamente qué vamos a emitir en directo. No puedes mantenerme en la ignorancia a falta de menos de dos semanas para la grabación.

– Voy a salir de una caja fuerte -contestó él sin más al tiempo que le acercaba un zapato a Ryan.

– Vas a salir de una caja fuerte -repitió ella-. Hay algo más, Pierce. No soy tonta -añadió mientras se ponía el zapato.

– Tendré las manos y los pies atados.

Ryan se agachó a recoger el otro zapato. La reticencia de Pierce a hablar del número la estaba poniendo nerviosa. Pero no quería que se le notara el miedo, así que esperó unos instantes antes de hablar de nuevo.

– ¿Qué más, Pierce?

Éste no dijo nada hasta que se hubo abotonado la camisa.

– Es como un juego de muñecas rusas. Estaré en una caja dentro de una caja dentro de una caja. Nada nuevo.

– ¿Tres cajas? -preguntó Ryan con aprensión-. ¿Una dentro de otra?

– Exacto. Cada una más grande que la otra.

– ¿Tienen las cajas algún agujero para respirar? -preguntó asustada.

– No.

Ryan se quedó helada.

– No me gusta.

– No tiene por qué gustarte, Ryan -dijo él tratando de calmarla con la mirada-; pero tampoco tienes por qué preocuparte.

Ryan tragó saliva. Sabía que no podía perder la cabeza.

– Todavía hay más, ¿verdad? No me lo has contado todo.

– La última caja es pequeña -contestó él sin más.

– ¿Pequeña? -Ryan sintió un escalofrío-. ¿Cómo de pequeña?

– No habrá problemas. Ya lo he hecho otras veces.

– Pero es peligroso. No puedes hacerlo.

– Puedo -afirmó Pierce con rotundidad-. Llevo meses ensayando y calculando el tiempo.

– ¿Tiempo?

– Tengo oxígeno para tres minutos.

¡Tres minutos! Ryan respiró profundo. No podía perder el control.

– ¿Y cuánto necesitas para fugarte?

– Ahora mismo, un poco más de tres minutos. Bastaría con agotar el oxígeno y aguantar sin respiración unos segundos.

– Es una locura -dijo ella-. ¿Y si sale algo mal?

– No saldrá nada mal. Lo he repasado muchas veces.

Ryan se dio la vuelta, pero se giró hacia Pierce de nuevo.

– No voy a permitirlo. Se acabó. Utiliza el número de la pantera para cerrar; pero esto no. Me niego.

– Voy a usar la fuga -replicó él con tanta calma como rotundidad.

– ¡No! -Ryan lo agarró por los brazos, presa del pánico-. No voy a dejarte. Este número se queda fuera, Pierce. Utiliza otro o invéntate uno nuevo, pero olvídate de éste.

– No puedes quitarlo -repuso Pierce sin alterarse-. Yo tengo la última palabra. Lee el contrato.

Ryan se puso blanca y dio un paso atrás.

– ¡Maldito seas! Me importa un rábano el contrato. Sé perfectamente lo que dice. ¡Lo he redactado yo!

– Entonces recordarás que no puedes quitar la fuga -insistió Pierce inexorable.

– No voy a dejarte -repitió Ryan. Los ojos se le poblaron de lágrimas, pero pestañeó para que no llegaran a saltársele-. No puedes hacerlo.

– Lo siento, Ryan.

– Encontraré una manera de suspender el espectáculo -lo amenazó con una mezcla de rabia, temor e impotencia-. Seguro que encuentro algún modo de romper el contrato.

– Es posible -Pierce le puso las manos sobre los hombros-. Pero aun así, haré la fuga. Si no para el especial, el mes que viene, en Nueva York.

– ¡Por favor, Pierce! -Ryan lo abrazó desesperada-. Podrías morirte. No merece la pena. ¿Por qué tienes que intentar algo así?

– Porque puedo hacerlo. Ryan, tienes que entenderlo: éste es mi trabajo.

– Yo lo que entiendo es que te quiero. ¿Es que eso no importa?