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Llevaba diez días evitando a Pierce, tratando de guardar las distancias para protegerse. Aunque estaban obligados a coincidir de vez en cuando, siempre era por motivos de trabajo. Por su parte, Pierce no había hecho el menor intento por salvar las barreras que ella había interpuesto entre ambos.

Estaba destrozada. A veces la asombraba cómo podía estar sufriendo tanto. Pero, aun así, prefería el sufrimiento. El dolor la ayudaba a reprimir el miedo. Habían recibido las tres cajas fuertes. Tras obligarse a examinarlas, había comprobado que la más pequeña tenía menos de un metro de altura y poco más de medio metro de ancho. Imaginar a Pierce doblado a oscuras en el interior de la caja le revolvía el estómago.

Estaba de pie, mirando el complejo sistema de seguridad de la cerradura de la caja más grande, cuando había intuido la presencia de Pierce detrás de ella. Al girarse, se habían quedado mirándose en silencio. Ryan había deseado abrazarlo, decirle que lo amaba; pero también se había sentido impotente y había terminado marchándose. Pierce no le había pedido que se quedara ni con gestos ni con palabras.

Desde entonces, Ryan se había mantenido alejada de las cajas fuertes, concentrándose en repasar y supervisar los últimos detalles de producción.

Había que revisar el vestuario. Un foco se había roto en el último momento. Había que sustituir a un técnico que se había puesto enfermo. Y el tiempo, el elemento más crucial de todos, había que ajustarlo al segundo.

Parecía que los imprevistos no tenían fin y Ryan no podía sino dar gracias de que surgieran. De ese modo no tenía tiempo para pensar. El público ya había ocupado sus asientos en el estudio.

Con el corazón en un puño, pero sin dejar que su rostro reflejara sus nervios, Ryan esperó en la cabina de control mientras el director de escenario daba la cuenta atrás final.

El espectáculo empezó.

Pierce estaba sobre el escenario, tranquilo, con todo controlado. El decorado era perfecto: todo estaba limpio y una tenue iluminación le daba un toque misterioso. Vestido con su traje negro, Pierce era un hechicero del siglo XXI, sin necesidad de varitas mágicas ni sombreros de copa.

El agua fluía entre las palmas de Pierce, sus dedos disparaban llamaradas de fuego. Ryan miró cómo clavaba a Bess en la punta de un sable; luego le hacía dar vueltas como una centrifugadora, hasta que le quitaba la espada y Bess seguía girando sin ningún punto de apoyo.

Elaine levitó sobre las llamas de las antorchas mientras el público contenía la respiración. Pierce la encerró en una burbuja de cristal transparente, la cubrió con una tela roja y la elevó tres metros por encima del escenario. Luego la hizo balancearse al compás de la música de Link. Cuando la bajó y retiró la tela, Elaine se había transformado en un cisne blanco.

Alternaba números espectaculares con otros más sencillos pero bellos. Controlaba los elementos, desafiaba a la naturaleza y apabullaba a todos con su maestría.

– Va sobre ruedas -oyó Ryan que decían-. Espérate que no nos den un par de Emmys por este programa. Treinta segundos, cámara dos. ¡Dios, qué bueno es este tío!

Ryan salió de la cabina de control y bajo a un lateral del escenario, junto a los tramoyistas. Se dijo que se había quedado fría porque el aire acondicionado estaba muy fuerte en la cabina. Seguro que haría algo más de calor cerca de Pierce. Los focos daban tanta luz como calor, pero su piel siguió helada. Ryan miró mientras Pierce realizaba una variante de la tele transportación que había hecho en Las Vegas.

Aunque en ningún momento miró hacia ella, Ryan intuía que Pierce notaba su presencia. Tenía que saberlo, pues nunca había pensado en alguien con tanta intensidad.

– Todo va bien.

Ryan levantó la cabeza y vio a Link a su lado.

– Sí, de momento, perfecto.

– Me ha gustado el cisne. Ha sido bonito.

– Sí.

– Quizá debieras ir al vestuario de Bess y sentarte -sugirió Link, que estaba sufriendo al verla tan pálida y preocupada-. Puedes verlo por la tele.

– No, no. Me quedo.

Pierce había sacado un tigre al escenario; un tigre atlético que no paraba de dar vueltas en una jaula. La cubrió con la misma tela que había utilizado para la burbuja. Cuando la quitó, el tigre había desaparecido y fue Elaine la que apareció enjaulada. Ryan sabía que aquél era el último número antes de la fuga. Respiró hondo.

– Link -Ryan le agarró una mano. Necesitaba un sostén en el que apoyarse.

– No le pasará nada -1e aseguró Link al tiempo que le apretaba la mano para darle ánimos-. Pierce es el mejor. Sacaron la más pequeña de las cajas fuertes. Abrieron la puerta y la giraron hacia un lado y otro para enseñarle al público su solidez. Ryan saboreó el amargor del miedo. No oyó las explicaciones que Pierce iba dando a los espectadores mientras un capitán del departamento de policía de Los Ángeles lo esposaba de pies y manos.

Ryan tenía los ojos pegados a la cara de Pierce. Sabía que su cerebro ya estaba encerrado en la caja fuerte. Pierce ya estaba liberándose. No le quedaba más remedio que aferrarse a eso y a la mano que Link le tendía.

Apenas cabía dentro de la primera caja. Los hombros le rozaban los laterales.

“No puede moverse”, pensó de pronto, presa del pánico. Cuando cerraron la puerta, dio un paso hacia el escenario. Link la sujetó por los hombros.

– No puedes, Ryan.

– Pero no puede moverse. ¡No puede respirar! -exclamó mientras observaba horrorizada cómo lo metían en la segunda caja fuerte.

– A estas alturas ya se ha quitado las esposas -la tranquilizó Link, aunque tampoco a él le había gustado ver cómo encerraban a Pierce dentro de la segunda caja-. Seguro que ya está abriendo la puerta de la primera. Trabaja rápido. Tú lo sabes, lo has visto trabajar -añadió para consolar a Ryan tanto como a sí mismo.

– ¡Dios! -exclamó acongojada ella cuando vio que enseñaban la tercera caja. Ryan notó un ligero desvanecimiento y se habría caído al suelo si Link no la hubiese estado sujetando.

La tercera de las cajas engulló las dos más pequeñas y al hombre que había dentro. La cerraron, le pusieron el cerrojo. Ya no había forma de escapar.

– ¿Cuánto llevamos? -susurró Ryan. Tenía los ojos pegados a la caja-. ¿Cuánto tiempo lleva dentro?

– Dos minutos y medio -Link sintió que una gota de sudor le resbalaba por la espalda- Tiene margen de sobra.

Link sabía que las cajas estaban tan pegadas que sólo permitían empujar las puertas lo suficiente para que un niño saliese a gatas. Seguía sin entender cómo podía Pierce doblarse y retorcerse como lo hacía. Pero lo había visto hacerlo. A diferencia de Ryan, Link había visto ensayar a Pierce aquella fuga infinidad de veces. El sudor seguía corriéndole por la espalda.

El ambiente estaba cargado. Ryan apenas podía meter aire en los pulmones. Así debía de sentirse Pierce dentro de la caja: sin oxígeno… sin luz.

– ¿Cuánto, Link? -exclamó, temblando como una hoja. El gigantón dejó de rezar para responder.

– Dos minutos cincuenta. Ya casi ha terminado. Está abriendo la tercera caja.

Ryan entrelazó las manos y empezó a contar segundos mentalmente. Los oídos le zumbaban. Se mordió el labio inferior. Aunque nunca se había desmayado, sabía que estaba muy cerca de hacerlo. Cuando se le nubló la visión, apretó los ojos con fuerza para despejarse y se obligó a abrirlos de nuevo. Pero no podía respirar. Pierce se había quedado ya sin aire, igual que ella. En un arrebato silencioso de histeria, pensó que se moriría asfixiada allí de pie mientras Pierce se asfixiaba dentro de las tres cajas. Entonces, vio que se abría la puerta, oyó el suspiro de alivio de todo el público y la salva de aplausos inmediatamente posterior. Pierce estaba de pie, dominando el escenario, sudoroso y respirando profundo.

Ryan perdió el equilibrio. No veía. Durante unos segundos, perdió el conocimiento. Pero lo recuperó al oír que Link la estaba llamando, tratando de reanimarla.