– Ryan, Ryan, ya pasó. Ha salido bien. Está fuera. Está bien.
Ryan se agarró al gigantón y sacudió la cabeza en un intento de despejarse.
– Sí, está fuera -murmuró. Luego miró hacia Pierce un instante, se dio la vuelta y se marchó.
En cuanto dejaron de grabar las cámaras, Pierce salió del escenario.
– ¿Dónde está Ryan? -le preguntó a Link.
– Se ha ido -Link vio una gota de sudor resbalando por la cara de Pierce-. No se encontraba bien. Creo que se ha desmayado unos segundos -añadió al tiempo que le ofrecía la toalla que tenía preparada para él.
Pierce no se secó el sudor ni sonrió como hacía siempre después de finalizar una fuga.
– ¿Adónde ha ido?
– No sé. Simplemente, se ha ido.
Sin decir palabra, Pierce fue a buscarla.
Ryan estaba tumbada, bronceándose bajo un intenso sol. Sentía un ligero picor en el centro de la espalda, pero no se movió para rascarse. Permaneció quieta y dejó que los rayos del sol penetraran su piel.
Había pasado una semana en el yate de su padre bordeando la costa de Saint Croix. Swan la había dejado ir sola, tal corno ella le había pedido, sin hacerle ninguna pregunta cuando Ryan se había presentado en su casa para pedirle el favor. Se había ocupado de todo y la había llevado en persona al aeropuerto. Más tarde, Ryan se dio cuenta de que había sido la primera vez que no la había metido en una limusina y la había mandado sola a tomar el avión.
Llevaba varios días tostándose al sol, nadando y tratando de dejar la mente en blanco. Ni siquiera se había pasado por su apartamento después del espectáculo. Había ido a Saint Croix con lo puesto. Si necesitaba algo, ya lo compraría en la isla. No había hablado con nadie, salvo con la tripulación del yate, ni había mandado mensaje alguno a Estados Unidos. Durante una semana, sencillamente, se había borrado de la faz de la Tierra.
Ryan se dio la vuelta y, tumbada ahora sobre la espalda, se cubrió los ojos con las gafas de sol. Sabía que si no se obligaba a pensar, la respuesta que necesitaba surgiría espontáneamente con el tiempo. Cuando llegara, sería la decisión acertada y actuaría en consecuencia. Mientras tanto, esperaría.
Estaba en la sala de trabajo. Pierce barajó las cartas del Tarot y cortó el mazo. Necesitaba relajarse. La tensión lo estaba consumiendo.
Después de la grabación, había buscado a Ryan por todo el edificio. En vista de que no la localizaba, había roto una de sus normas fundamentales y había hecho saltar el cerrojo del apartamento de Ryan. La había esperado allí durante toda la mañana siguiente. Pero no había regresado a casa. Pierce se había vuelto loco, había dado rienda suelta a toda su rabia para que ésta bloquease el dolor de la pérdida. La rabia, la rabia que siempre había mantenido bajo control, lo desbordó. Link había soportado su genio en silencio.
Había necesitado varios días para estabilizarse. Ryan se había ido y tenía que aceptarlo. Sus propias normas lo dejaban sin opción alguna. Pues, aunque supiese dónde localizarla, no podría recuperarla.
Durante la semana que había transcurrido, no había trabajado nada. No había tenido fuerzas. Cada vez que había intentado concentrarse, se había encontrado con la imagen de Ryan. Había recordado el sabor de su boca, el calor de tenerla entre los brazos. Era todo cuanto podía evocar. Tenía que sobreponerse. Pierce sabía que si no retomaba su ritmo, no tardaría en estar acabado.
Se había quedado solo mientras Link y Bess disfrutaban de su luna de miel en las montañas. Tras recuperarse del impacto inicial, había insistido en que siguiesen adelante con sus planes. Los había expulsado de casa con una sonrisa en la boca, obligándose a mostrarse feliz y transmitirles alegría mientras un vacío absorbente se cernía sobre su propia vida.
Ya era hora de volver a lo único que le quedaba. E incluso eso le daba un poco de miedo. Ya no estaba seguro de que le quedara algún resto de magia.
Pierce dejó las cartas a un lado y se dispuso a preparar uno de sus números más complicados. No quería ponerse a prueba con algo sencillo. Pero no había hecho sino empezar a concentrarse y estirar las manos cuando levantó la cabeza y la vio.
Pierce miró fascinado el espejismo. Jamás se le había presentado una imagen tan vívida de Ryan. Hasta podía oír sus pasos por la mazmorra camino del escenario. Cuando percibió su fragancia, el corazón empezó a palpitarle. Se preguntó, casi con indiferencia, si estaba volviéndose loco.
– Hola, Pierce.
Ryan lo vio sobresaltarse, como si lo hubiese despertado de un sueño.
¿Ryan? -la llamó él, pronunciando el nombre con suavidad, dudando todavía de su presencia.
– La puerta no estaba cerrada, así que he entrado. Espero que no te importe.
Pierce siguió mirándola, incapaz de articular palabra. Ryan subió los escalones que daban al escenario.
– ¿Estabas ensayando?, ¿interrumpo?
Pierce siguió la mirada de Ryan y vio el frasco de cristal que tenía en la mano y los cubos de colores que había sobre la mesa.
– ¿Ensayando? No…, no importa -Pierce dejó el frasco. En el estado en el que se encontraba, no habría sido capaz de realizar ni el juego de cartas más elemental.
– No voy a tardar mucho -dijo ella sonriente. Nunca lo había visto tan descompuesto y estaba convencida de que jamás volvería a verlo así-. Quiero que hablemos de un contrato nuevo.
– ¿Contrato? -repitió Pierce, como hipnotizado por los ojos de Ryan.
– Sí, he venido por eso.
– Entiendo… Tienes buen aspecto -comentó. Estaba deseando tocarla, pero mantuvo las manos sobre la mesa. No volvería a tocar lo que ya no le pertenecía. Por fin, consiguió reaccionar y le acercó una silla-. ¿Dónde has estado?
Aunque sonó como una acusación, Ryan se limitó a seguir sonriendo.
– Fuera -contestó sin entrar en detalles. Luego dio un paso al frente-. Dime, ¿has pensado en mí?
Pierce dio un paso atrás.
– Sí, he pensado en ti.
– ¿Mucho? -preguntó Ryan al tiempo que avanzaba hacia él de nuevo.
– ¡Ryan, no! -dijo Pierce a la defensiva, retrocediendo otro paso más.
– Yo he pensado mucho en ti -continuó ella como si no lo hubiese oído-. Constantemente, aunque intentaba evitarlo. ¿Es posible que también hagas pócimas de amor?, ¿me has hechizado, Pierce? Porque he intentado odiarte y olvidarte con todas mis fuerzas, pero ha sido inútil ante el poder de tu magia -añadió, dando un nuevo paso hacia él.
La fragancia de Ryan le embriagaba los sentidos.
– No…, no tengo poderes sobrenaturales. Sólo soy un hombre, Ryan. Y tú eres mi debilidad. No me hagas esto -Pierce negó con la cabeza y se obligó a controlarse-. Tengo que seguir trabajando.
Ryan miró hacia la mesa y jugueteó con uno de los cubos de colores.
– Ya tendrás tiempo. ¿Sabes cuántas horas hay en una semana? -preguntó sonriente.
– No. Ya basta, Ryan… -dijo Pierce. La sangre le palpitaba en las sienes. La necesidad aumentaba hasta límites inmanejables.
– Ciento sesenta y ocho-susurró ella-. De sobra para recuperar el tiempo perdido.
– Si te toco, no dejaré que vuelvas a marcharte.
– ¿Y si te toco yo a ti? -Ryan le puso una mano en el pecho.
– No -la avisó de inmediato-. Deberías irte mientras puedas.
– Volverás a hacer esa fuga, ¿verdad?
– Sí… Maldita sea, sí -respondió Pierce. Los dedos le cosquilleaban, ansiosos por acariciarla-. Ryan, por favor, márchate.
– Así que la harás -prosiguió ésta-. Y en algún momento harás otras fugas, probablemente más peligrosas o, como poco, que den más miedo. Porque así es como eres. ¿No fue eso lo que me dijiste?
– Ryan…
– Pues ése es el hombre del que me enamoré -afirmó ella con calma-. No sé por qué pensé que podía o debía intentar cambiarte. Una vez te dije que eras exactamente como quiero y era verdad. Pero supongo que he tenido que aprender lo que eso significaba. ¿Todavía me quieres, Pierce?