Un relámpago iluminó el cielo haciendo respingar a Ryan. No había sido cien por cien sincera con Pierce: pues, a decir verdad, las tormentas le destrozaban los nervios. Aunque era capaz de racionalizar sus temores y entender que no tenían el menor fundamento, los truenos y los relámpagos siempre le encogían el estómago. Odiaba esa debilidad, una debilidad propia de las mujeres sobre todo. Pierce había acertado: Bennett Swan había deseado un hijo. Y ella se había ido abriendo hueco en la vida, luchando constantemente para compensar el hecho de haber nacido mujer.
“A la cama”, se ordenó. Lo mejor que podía hacer era acostarse, cubrirse hasta la coronilla con la manta y cerrar fuerte los ojos. Así resuelta, caminó con decisión para correr las cortinas. Miró a la ventana. Algo le devolvió la mirada. Gritó.
Ryan cruzó la habitación como un cohete. Las palmas de las manos se le empaparon tanto que resbalaron al agarrar el manillar. Cuando Pierce abrió la puerta, ella cayó entre sus brazos y no dudó en apretarse contra su pecho.
– Ryan, ¿se puede saber qué te pasa?
La habría apartado, pero ella le había rodeado el cuello, con fuerza. Era muy bajita sin tacones. Podía sentir las formas de su cuerpo mientras se aplastaba con desesperación contra él. De pronto, preocupado e intrigado mismo tiempo, Pierce experimentó un fogonazo de deseo. Molesto por tal reacción, la separó con firmeza y la agarró los brazos.
– ¿Qué pasa? -insistió.
– La ventana -acertó a decir ella, que habría vuelto a refugiarse entre los brazos de Pierce encantada si éste no la hubiese mantenido a distancia-. En la ventana junto a la cama.
La echó a un lado, entró en la habitación y se dirigió a la ventana. Ryan se tapó la boca con las dos manos, retrocedió un paso y, al tocarla, con la espalda, la puerta se cerró de golpe.
Luego oyó a Pierce soltar una blasfemia en voz baja al tiempo que abría la ventana. Instantes después, rescató de la tormenta a una gata muy grande y muy mojada. Ryan soltó un gemido de vergüenza y dejó caer el peso de la espalda contra la puerta.
– Estupendo. Vaya ridículo -murmuró.
– Es Circe. No sabía que estuviese fuera con este tiempo -Pierce dejó la gata sobre el suelo. Ésta se sacudió una vez y saltó sobre la cama. Después, Pierce se giró hacia Ryan. Si se hubiera reído de ella, no se lo habría perdonado nunca. Pero en sus ojos había una mirada de disculpa, antes que de burla-. Perdona. Debe de haberte dado un buen susto. ¿Te pongo un coñac?
– No -Ryan exhaló un largo suspiro-. El coñac no alivia la sensación de ridículo absoluto.
– No hay por qué avergonzarse de tener miedo.
Las piernas seguían temblándole, de modo que continuó recostada contra la puerta.
– Si tienes alguna mascota más, no dejes de avisarme, por favor -Ryan hizo un esfuerzo y consiguió esbozar una sonrisa-. Así, si me despierto con un lobo en la cama, puedo darme media vuelta y seguir durmiendo.
No contestó. Ryan vio cómo sus ojos se deslizaban de arriba abajo por todo su cuerpo. Sólo entonces reparó en que no llevaba nada más encima que un fino camisón de seda. Se puso firme como un palo, pero cuando la mirada de Pierce se detuvo sobre su cara fue incapaz de moverse, incapaz de articular el más mínimo sonido. Apenas podía respirar y antes de que él diera el primer paso hacia Ryan, ésta ya estaba temblando.
“¡Dile que se vaya!”, le ordenó a gritos la cabeza; pero los labios se negaron a dar forma a las palabras. No podía desviar la mirada de sus ojos. Cuando Pierce se paró ante ella, Ryan echó la cabeza hacia atrás lo justo para poder seguir manteniéndole la mirada. Notaba el pulso martilleándole en las muñecas, en la garganta, en el pecho. El cuerpo entero le vibraba de pasión.
“Lo deseo”, descubrió atónita. Ella jamás había deseado a un hombre como estaba deseando a Pierce Atkins en aquel momento. Respiraba entrecortadamente, mientras que la respiración de él permanecía serena y regular. Muy despacio, Pierce posó un dedo sobre el hombro izquierdo de Ryan y echó a un lado el tirante. El camisón le resbaló con soltura por el brazo. Ryan no se movió. Él la observó con intensidad al tiempo que deslizaba el otro tirante. La parte superior del camisón descendió hasta las puntas de sus pechos, donde quedó colgando levemente. Bastaría un ligero movimiento de su mano para hacerlo caer del todo a los pies de Ryan. Ella seguía quieta, inmóvil, hipnotizada.
Pierce levantó las dos manos y le retiró su rubio cabello de la cara. Dejó que sus dedos se hundieran en él pelo. Se acercó. Entonces dudó. Los labios de Ryan se separaron temblorosos. Él la vio cerrar los ojos antes de posar la boca sobre la de ella.
Los labios de Pierce eran firmes y delicados. Al principio apenas hicieron presión, sólo la saborearon un segundo. Luego se entretuvo unos segundos con un roce constante pero ligero. Como una promesa o una amenaza de lo que podía llegar, Ryan no estaba segura. Las piernas le temblaban tanto que no lograría mantenerse en pie mucho más tiempo. A fin de sostenerse, se agarró a los brazos de Pierce. Brazos de músculos duros y firmes en los que no pensaría hasta mucho después. En esos momentos estaba demasiado ocupada con su boca. Apenas estaba besándola y, sin embargo, la sensación resultaba abrumadora.
Segundo a segundo, Pierce fue profundizando la intensidad del beso en una progresión lenta y agónica. Ryan le apretó los brazos con desesperación. Él le dio un mordisco suave en los labios, se retiró y volvió a apoderarse de su boca ejerciendo un poco más de presión. Su lengua paseó sobre la de ella como una caricia. Se limitó a tocarle el cabello, aunque su cuerpo lo tentaba casi irresistiblemente. Pierce extrajo el máximo de placer posible utilizando nada más que la boca.
Sabía lo que era sentir necesidad… de alimentos, de amor, de una mujer; pero hacía años que no experimentaba un impulso tan crudo y doloroso. Necesitaba saborearla, sólo saborearla. Su boca era dulce y adictiva. Mientras la besaba, sabía que llegaría un momento en que llegarían más lejos. Pero por el momento le bastaba con sus labios.
Cuando notó que había llegado a la frontera entre retirarse y poseerla del todo, Pierce separó la cabeza. Esperó a que Ryan abriese los ojos.
El verde de sus ojos se había oscurecido. Pierce comprendió que estaba asombrada y excitada a partes iguales. Supo que podría hacerla suya allí mismo, de pie, tal como estaban. Sólo tendría que besarla de nuevo, sólo tendría que despojarla de la delgada tela de seda que los separaba. Pero no hizo ninguna de las dos cosas. Ryan dejó de apretarle los brazos; luego apartó las manos. Sin decir nada, Pierce la sorteó y abrió la puerta. La gata saltó de la cama y se escapó por la rendija antes de que él llegara a cerrarla.
Capítulo III
A la mañana siguiente, el único rastro de la tormenta era el goteo de agua continuo desde el balcón que había al otro lado de la ventana de la habitación de Ryan. Se vistió con esmero. Era importante estar perfectamente preparada y tranquila cuando bajara. Le habría resultado más sencillo si hubiese podido convencerse de que todo había sido un sueño; de que Pierce no había entrado en ningún momento en su habitación, de que jamás le había dado aquel extraño beso demoledor. Pero no había sido un sueño en absoluto.
Ryan era demasiado realista para fingir lo contrario o inventarse pretexto alguno. Gran parte de lo que había ocurrido había sido por su culpa, admitió mientras doblaba la chaqueta del día anterior. Se había portado como una tonta, poniéndose a gritar porque una gata había querido entrar para guarecerse de la tormenta. Luego, presa de los nervios, se había lanzado en brazos de Pierce sin llevar más que un camisón casi invisible. Y, para rematarlo todo, lo peor había sido que no había protestado. Ryan no tenía más remedio que reconocer que Pierce le había dado tiempo de sobra para mostrar alguna señal de oposición. Pero ella no había hecho nada, no se había resistido ni forcejeado, no había emitido la menor protesta de indignación.