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Robert Reed

Médula

Al primer artista de mi vida,

mi abuelo,

Quentin «Heinz» Moore.

La nave

…Un sueño, dulce como la muerte… Tiempo atravesado, una distancia incalculable… y luego una mancha brillante de luz surgida dé la oscuridad y el frío, y cuya cálida caricia me explicó poco a poco su existencia, me mostró soles, mundos pequeños y torbellinos de gas coloreado y polvo furioso y rugiente.

Una galaxia espiral barrada, eso era.

Poseía tal belleza y majestad que no pude evitar quedarme mirando. Y envuelta en esa majestad, una fragilidad, ignorante e inmensa.

El camino de la galaxia y el mío estaban claros.

No cabía duda, íbamos a chocar.

Mi mirada se encontraría con toda seguridad con muchas más miradas. Lo sabía, igual que había sabido que este día era inevitable. Sin embargo, cuando vi la primera y diminuta máquina que se acercaba a toda velocidad, me sorprendió. ¡Tan pronto! Y sí, la máquina podía verme. Contemplé sus ojos espejados, que se concentraban en mi rostro anciano y lleno de cicatrices. Vi que disparaba cohetes diminutos y se agotaba para pasar más cerca de mí. Luego escupió un mecanismo minúsculo cuya única obligación era colisionar con mi cara, sin duda seguido por una estela de datos y nuevas preguntas. A casi la mitad de la velocidad de la luz nos encontramos. Solo yo sobreviví. Luego, la nave madre pasó a mi lado apresurada volviendo los ojos, contemplando mi cara posterior mientras una parte de mí imaginaba su maravillada sorpresa.

Mi parte trasera está adornada con toberas de cohetes.

Más grandes que mundos, y más antiguos, mis motores están tan fríos y callados como este antiguo universo nuestro.

«Hola», dije.

Sin voz.

«Máquina hermana, hola».

Mi amiga continuó su camino y durante un corto periodo de tiempo volví a quedarme sola. Y fue entonces cuando sentí por primera vez lo profunda que se había hecho mi soledad.

Hice caso omiso de toda prudencia, negué toda obligación y comencé a desear otra visita. ¿Qué daño podía hacer? Un pequeño compañero robótico, transitorio e incompetente… ¿Cómo iba a suponer algún riesgo para mí un simple mecanismo?

Pero no enviaron una simple sonda a saludarme. No, las máquinas llegaron en tropel, flotas enteras. Algunas se suicidaron serenas, hundiéndose en mi cara principal. Otras volaron lo bastante cerca para sentir mi tirón, dibujaron un rizo alrededor de mi parte trasera y disfrutaron de un vistazo cercano y rápido de mis grandes motores. Su forma y diseño básico eran iguales que los de la primera sonda, lo que implicaba un artífice compartido. Tras seguir las trayectorias que habían tomado por el espacio y el tiempo descubrí una reveladora intersección. Un único sol amarillento yacía en el nexo. Habían sido él y sus soles vecinos los que habían engendrado las máquinas. Acepté poco a poco la improbable respuesta: una única especie me había visto antes que todas las demás. Pero estaba claro que aquella galaxia no era un lugar sencillo. A medida que pasaba el tiempo y las distancias intermedias se reducían, llegaron otros mecanismos desde una multitud de lugares. Vi un desfile de máquinas construidas con metales simples y gas esculpido y revestidas de hielo de hidrógeno, y en cientos de miles de soles se oyeron todo tipo de ruidos electromagnéticos, chorros y graznidos suaves, canciones elaboradas y gritos descarados.

«Hola», gritaban las voces. «¿Y quién eres tú, amiga?»

«Quien parezco ser, eso soy»

«Y dinos, amiga, ¿qué significas para nosotros?»

«Solo lo que al parecer significo», les dije. Con mi silencio. «En todos los sentidos, lo que veis en mí es desde luego lo que soy».

Llegaron animales de algún lugar situado entre ese sol amarillento y yo.

Su primer navío era diminuto, sencillo, y de una fragilidad extraordinaria. Una valentía enorme tuvo que traerlos hasta aquí. Las criaturas tuvieron que abandonar la luminosidad de su propia galaxia y en medio del viaje se detuvieron, giraron y emprendieron el regreso a casa; sus pequeños motores empujaron sin parar, igualando mi tremenda velocidad en el momento perfecto. Y luego volvieron a frenar, solo un poco, para permitir que los alcanzara y, tras mantener una distancia cauta e inteligente, convencieron a sus máquinas para que entraran en una órbita útil.

Y ante mi mirada, mil máquinas automatizadas descendieron sobre mí.

Planearon y luego se posaron.

Mis cicatrices y mi trayectoria indicaban mi edad.

No había galaxias a mis espaldas. Ni siquiera una galaxia oscura, a medio nacer, sin importancia. Un vacío que supone unos cuantos obstáculos. Los cometas son escasos, los soles más escasos todavía, ni siquiera abunda el simple polvo. Sin embargo, mi cara principal estaba repleta de cráteres y grietas, lo que para los curiosos animales significaba que yo había recorrido un camino tremendo y que era tan viejo como su mundo natal.

Como mínimo.

«Esta nave está fría», informaron sus máquinas. «Casi con toda claridad dormida, y es muy posible que muerta».

Una nave indigente, en términos más simples.

Entre mi cara principal y la cara posterior se encontraban grandes puertos, vacíos y cerrados, los cerrojos bien pasados. Pero había escotillas y puertas más pequeñas que se podían abrir con un empujón decidido y, después de rogar que les enviaran instrucciones, eso fue lo que hicieron varias máquinas. Abrieron con cuidado puertas que llevaban cerradas casi desde siempre, y tras ellas encontraron corredores que descendían y pulcras escaleras nuevas, muy apropiadas para el paso elegante de las largas piernas de un humanoide.

Los propios animales dieron por fin el último salto, tan pequeño.

No recordaba cuándo habían descendido por última vez unos pies mis escaleras. Pero llegaron los humanos, de dos en dos y de diez en diez, y entraron en mi interior cautos, pero decididos. Al principio utilizaban trajes voluminosos, llevaban armas y hablaban en voz baja por la radio, utilizando códigos elaborados. Pero a medida que se adentraban, el aire se espesó a su alrededor y las pruebas mostraron que quedaba oxígeno y se podía respirar, que había una multitud de sistemas de soporte vital que todavía funcionaban y que convencieron a mis invitados para que se quitaran los cascos, olisquearan el aire una vez y luego respiraran más hondo mientras, como suelen hacer los humanos, sonreían.

La primera voz dijo «hola», y a modo de respuesta solo oyó su propio eco nervioso.

Bajo mi casco blindado había un océano inmenso y frío de piedra engalanado con magníficos corredores y bruscos callejones sin salida, además de salas demasiado inmensas para poder absorberlas con una sola mirada, o incluso una vida entera. La oscuridad era rigurosa, despiadada. Pero cada una de las paredes y techos tenían sus lámparas y holoproyectores; su maquinaria transparente, sencilla, se podía incendiar con toda facilidad; además, había ejércitos de reactores locales que solo esperaban que los sacaran de su sopor para proporcionarles energía.