El robot saltó sobre la única pasajera.
Con un interés paciente, el coche preguntó:
—¿Ocurre algo, señora? ¿Necesita ayuda?
—No, no —respondió Miocene mientras intentaba quedarse quieta sobre un largo banco.
La cola del escorpión se estiró, se le metió en la boca y luego empujó con la fuerza suficiente para partir el hueso moderno. El cuerpo desnudo de Miocene se enderezó, conmocionado. Durante un instante, en cierto sentido, la maestra adjunta murió. Luego se despertaron los genes encargados de los desastres y arreglaron los daños con una eficacia tajante. Se reparó el hueso y varias conexiones neurológicas. Pero los nexos que habían estado enterrados en el interior de Miocene, que habían formado parte de ella durante más de cien milenios, los habían arrancado los ganchos de titanio de aquel robot con un diseño tan limitado.
El robot se comió los nexos y los digirió en un horno de plasma.
Luego hizo lo mismo con el elaborado uniforme de la maestra adjunta.
Tras eso, el horno se dio la vuelta y, con un destello de luz de color blanco violáceo, lo que era metal se convirtió en un charco que se fue enfriando, en un hedor persistente.
Había que quemar una diminuta cantidad de sangre derramada. Una vez terminada esa tarea, Miocene se vistió con una sencilla túnica marrón que podría haber pertenecido a cualquier turista humano, y de la mochila que la acompañaba sacó trozos de piel falsa que tembló entre sus dedos fríos, rogando por la oportunidad de cambiar la apariencia de aquel rostro tan importante.
El coche se detuvo tres veces más para su extraña pasajera.
Se paró dentro de un puesto arterial importante, luego en el centro de una cueva repleta de unos árboles amarillentos e inclinados y un viento perpetuo. Y, por fin, aparcó en un barrio tranquilo de apartamentos acomodados; los humanos y alienígenas residentes estaban entre las entidades más acaudaladas de la galaxia, y cada uno poseía al menos un kilómetro cúbico de la gran nave.
Dónde desembarcó su pasajera, el coche no lo recordaba, ni mucho menos le importaba.
Después de eso, se apresuró a volver a su destino inicial. Pero aquellas coordenadas habían sido siempre una imposibilidad, y la IA que pilotaba estaba demasiado dañada para darse cuenta que era una labor temeraria. Vacío y perturbado, el coche bajó a toda velocidad por las arterias más largas y grandes, por donde los grandes vacíos permitían velocidades enormes. El vehículo circunnavegó la nave muchas veces durante los días siguientes, y solo se detuvo cuando un equipo de seguridad lo incapacitó con sus armas y luego irrumpió a bordo, listo para cualquier cosa salvo el vacío y una total falta de pistas.
Una semana después, mientras desayunaba y contemplaba a los que pasaban, Miocene se preguntó porqué entonces. ¿Por qué era tan importante en ese preciso momento que ella se desvaneciera?
¿Cuáles eran las intenciones de la maestra?
El plan básico era antiguo y de lo más sensato. Después de las guerras con los fénix, la maestra había ordenado a sus capitanes que prepararan rutas que los sumiesen en el anonimato. Si alguna vez invadían la nave, sus enemigos, como es natural, querrían capturar a sus capitanes, y es probable que quisieran matarlos. Pero si cada capitán mantenía una ruta de escape permanente, y si nadie más conocía esa ruta, incluida la maestra, entonces era posible que la sangre más brillante de la nave permaneciera libre el tiempo suficiente para organizarse y recuperar el control con su propia contrainvasión.
—Una precaución desesperada. —Así había llamado la maestra a su plan.
Más tarde, a medida que la vida a bordo de la nave se convertía en rutina, las rutas de emergencia se mantuvieron por otras razones igual de sólidas.
Como una forma de probar a los capitanes, por ejemplo.
A los capitanes jóvenes e inexpertos la oficina de la maestra les enviaba un mensaje codificado. ¿Eran lo bastante leales para obedecer una orden tan difícil? ¿Conocían la nave lo bastante bien para desvanecerse durante meses o años? Y lo que era más importante: una vez que se desvanecían, ¿seguían actuando de una forma responsable, como buenos capitanes?
La simple inercia burocrática era otro factor. Una vez establecidas, las rutas de escape se mantenían con facilidad. Miocene invertía cada año unos minutos en mantener la suya abierta, y con toda probabilidad era mucho más meticulosa que la mayor parte de sus subordinados.
Y la última razón era lo imprevisto.
Desde los fénix, nadie había intentado invadir la Gran Nave. Pero en un viaje que iba a circunnavegar la Vía Láctea, no traía cuenta tirar un arma que podría, de alguna forma inesperada, hacerle un servicio a la maestra.
¿Y si había ocurrido lo imprevisto?
Miocene estaba sentada en un café diminuto, disfrazada y a salvo, cuando observó una docena de agentes de seguridad vestidos de negro que entrevistaban a los peatones. Pura rutina en ese tipo de distrito, sí. Pero al verlos se preguntó por los otros capitanes. Además de ella, ¿a cuántos más habían alejado de sus funciones las órdenes explícitas de la maestra?
Sintió la tentación de utilizar herramientas secretas para contar a los desaparecidos. Pero era posible que sus sondeos se notasen y rastreasen, y la ignorancia era muchísimo más decorosa que verse atrapada en la torpe red de alguien.
La mitad del equipo de seguridad iba avanzando hacia el café. Estaban quizás a unos doscientos metros cuando una dosis de paranoia se apoderó de Miocene. Dejó los bollos de salchicha y el café con hielo sin terminar, pero se puso en pie con una elegancia despreocupada. Luego eligió la dirección más anónima antes de desvanecerse ante todos. En aquel distrito cada avenida tenía algo menos de cien kilómetros de longitud, con una anchura exacta de una milésima parte y una altura de diez milésimas. Había mil avenidas idénticas talladas con rigor en la roca de la zona, alineadas con una limpia precisión geométrica.
La suposición original, formulada por los primeros equipos de inspección, era que estas relaciones geométricas estaban repletas de significados. Los constructores de la nave eran por lo menos tan inteligentes como las personas que la habían descubierto, y un mapa preciso de cada sala y cada avenida, de cada tanque de combustible y cada tobera de cohete, revelaría un océano de pistas matemáticas. Quizá se pudiera construir un lenguaje auténtico a partir de todas esas intrincadas proporciones. En términos más sencillos, la Gran Nave les proporcionaba su propia explicación… con solo aplicar los datos y la astucia suficientes a este maravilloso y resbaladizo problema.
Miocene siempre había dudado de esa lógica.
La inteligencia era un talento irregular en el mejor de los casos. Según creía, la imaginación era capaz de engañar a su propietaria, de atraerla para que perdiera el tiempo persiguiendo todo tipo de ilusas posibilidades. Por eso ya hacía mucho tiempo que había predicho que no había IA, ser humano o cualquier otro tipo de alma inteligente capaz de encontrar algo especialmente importante en la arquitectura de la nave. Esta era una de esas circunstancias en las que los aburridos y los poco inteligentes proporcionaban las mejores respuestas. Estas mil avenidas, además de todos y cada uno de los otros huecos de la Gran Nave, habían sido cincelados por máquinas estériles que seguían unos planes igual de estériles. Eso explicaría los patrones repetitivos, como los de los insectos. Y lo que es más importante, ofrecía una pista reveladora de por qué ninguna expedición había encontrado jamás ni el más pequeño rastro de vida que hubiera quedado atrás. Ni un solo cadáver alienígena.
Y tampoco microbios inexplicables.
Ni siquiera un nudo molecular que en otro tiempo fuera la proteína de alguien.