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Pamir contempló las caras y escuchó las voces desvaídas.

—Fue decisión mía. Mi plan. Mi responsabilidad. —La boca de Orleans sonrió y sus ojos del color del ámbar cambiaron de forma y crearon dibujos con forma de boca que imitaron su sonrisa—. Acepto la culpa y su castigo. O sus elogios y bendiciones. El veredicto que ustedes, en su sabiduría, deseen impartir.

La mayor parte de los jueces rémoras parecían incómodos, y no se debía a que Pamir pudiera estar malinterpretando sus expresiones. Una anciana, descendiente directa de Wune, su fundadora, citó los códigos rémoras:

—La nave es la vida más grande. Hiere sus órganos vitales y rindes tu vida. —Su único ojo, como un rubí flotando en medio de una leche amarilla, se expandió hasta casi llenarle la visera. Luego la boca comprimida añadió—: Conoces nuestros códigos, Orleans. Y recuerdo dos ocasiones en las que le arrancaste el traje salvavidas a otro infractor… ¡por delitos menos graves que inutilizar uno de los motores principales!

Podía haber hasta cien jueces y ancianos compartiendo el edificio de diamante. No había cámaras estancas y ni un solo soplo de atmósfera. Dos puertas se abrían a unas avenidas públicas en las que cientos de ciudadanos se peleaban por la oportunidad de ver aquel juicio semisecreto. Todo sonido oficial era una emisión cifrada. Al contrario que Pamir, el público solo podía seguir los procedimientos observando los rostros.

Se puso en pie otra anciana.

—Es pertinente otro código —dijo en medio del airado zumbido—. Y resulta que es el primer código de Wune, y el más esencial. Juntos, al unísono, los rémoras entonaron: —Nuestra primera obligación es proteger la nave de todo mal. El rostro azul de la oradora pareció asentir.

—Esta podría ser la defensa de Orleans, si así lo desea —sugirió su voz musical—. Un daño es un daño, ya provenga del impacto de un cometa o de un liderazgo peligroso. —Su casco giró y preguntó al acusado—: ¿Es ese tu argumento, Orleans?

—Desde luego —exclamó él.

Luego miró a su compañero y le hizo una seña haciendo girar los ojos sobre sus tallos. Como habían planeado, Pamir se adelantó:

—Distinguidos ciudadanos, solicito permiso para dirigirme al tribunal. Su traje salvavidas contenía una firma electrónica. Como hacían los rémoras entre sí, una simple mirada fue suficiente para dar su nombre, rango y estatus oficial.

—¿Es esto apropiado? —gruñó la anciana con un solo ojo—. ¿Un delincuente buscado que defiende a un delincuente capturado?

Pero un tercer anciano, un tipo pequeño y redondo con un rostro de pelo rojo, replicó:

—Deja los sarcasmos para más tarde. Habla, Pamir. Quiero oírte.

—No hay tiempo —asintió el capitán—. Ya vienen los escuadrones rebeldes. Buscan a Orleans, pero estarán encantados de encontrarme a mí también.

—Bien —bramó la mujer.

—Ojalá hubiera tiempo —continuó Pamir—. Para reflexionar. Para un gran debate. Para que todo el mundo tome una decisión sabia. Pero a cada momento que pasa los rebeldes se hacen más fuertes. A cada minuto que pasa, otra nave de acero sube desde Médula trayendo soldados, munición y una serie de creencias risibles, intolerantes e indiferentes a los deseos de todos los rémoras.

Hizo una pausa de medio segundo para realizar una comprobación con un nexo de seguridad y medir el progreso constante de los rebeldes.

Luego siguió hablando a aquellos bellos rostros.

—No quiero ser el maestro capitán, pero la maestra legítima está muerta o algo peor, y soy el oficial de mayor rango. Según el fuero, el maestro soy yo, y Miocene es una renegada. Y dado que solo estoy señalando lo obvio, debería recordarles algo. —Miró a la mujer de un ojo y luego al resto—. Durante cien milenios han servido a la nave y su fuero, igual que han servido a la fe de Wune. Con devoción y valor. Y lo que ahora quiero de ustedes, lo que les ruego, es lo siguiente: resístanse a los rebeldes. Por la autoridad de la que dispongo como maestro capitán momentáneo, no les den nada. Ni su cooperación, ni sus recursos ni su pericia. ¿Es demasiado pedir?

Se cernió sobre ellos un silencio inquietante.

Luego, Un Ojo declaró lo obvio:

—Miocene no se va a poner muy contenta. Y seguro que esos rebeldes responden…

—Entonces nosotros también responderemos —gruñó la mujer del rostro azul.

Hablaron los jueces en el mismo canal seguro, el ruido desafiante y preocupado, colérico y triste. Pero lo que más ruido hacía parecía ser el desafío. Sabiendo que las emociones podían cambiar en un abrir y cerrar de ojos, Pamir escogió ese momento.

—¿Querrán prometérmelo?—gritó—. ¿Me prometen que no les darán nada?

Se hizo una votación rápida. Dos o tres rémoras asintieron.

—De acuerdo —dijeron.

Luego Pamir dio el siguiente paso lógico.

—Bien. Y gracias.

Si quería escapar de los rebeldes tenía que escabullirse en ese momento. Pero en lugar de huir se internó en medio de aquel edificio con forma de burbuja y una vez más, en voz baja, repitió la advertencia: «No les den nada».

Después, con la pesada elegancia de su traje salvavidas, dobló las piernas y se dejó caer al suelo para sentarse en el casco liso y gris de la Gran Nave.

Los equipos rebeldes pasaban a la fuerza entre los espectadores. Pamir oyó por la banda ancha el graznido de las sirenas y vio que los cascos brillantes se dividían para dejarlos pasar. Pero él permaneció sentado, como los ancianos jueces y Orleans; con una expresión triste y resuelta pasó esos últimos momentos recordándose que había hecho unas cuantas cosas igual de estúpidas que lo que estaba haciendo ahora.

Pero muy pocas, y siempre solo. Nadie más había corrido riesgos.

Otro graznido duro hizo que se dispersaran los últimos civiles. Surgieron del caos unos trajes salvavidas de color negro violáceo que atravesaron las puertas con los láseres levantados, y rostros duros y grises tras las viseras: los descendientes de los capitanes perdidos, sus fuertes rasgos extendidos sobre una naturaleza dura e inflexible.

La armadura de los soldados era ligera y sus armas podrían haber sido más potentes. Miocene, u otra persona, estaba mostrando una contención calculada.

Pamir respiró hondo y mantuvo el aire en los pulmones.

Dos de los equipos rebeldes bloquearon las puertas abiertas. Un tercero descubrió una escalera no declarada que llevaba al sótano de la ciudad. Los dos últimos equipos encontraron a Orleans y los láseres se mantuvieron levantados, pero listos mientras lo escaneaban, y después mientras repetían la operación con los otros rémoras.

—Por la autoridad de la maestra capitana… —comenzó un rebelde.

—¿La autoridad de quién? —respondieron decenas de voces en un coro confuso.

—… arrestamos a este hombre…

Algunos lanzaron una carcajada burlona mientras otros rémoras se quedaron callados. Un Ojo sacudió la cabeza.

—Deberíamos hacer lo que quieren —advirtió.

Con voz difusa, el rebelde dio una lista de los demás sospechosos de sabotaje. Luego, con la mano libre hizo un gesto. Con voz urgente ordenó a sus soldados que se dieran prisa con los escáneres.

—¡Rápido y bien! —gritó—. ¡Rápido y bien!

Pero el resto del equipo de Orleans no estaba allí. Lo dijo soldado tras soldado, sus rostros sombríos teñidos de una mezcla tóxica de emoción, miedo y una indignación instintiva. Hicieron falta dos escáneres y luego una mirada directa a través de la visera para que alguien dijera:

—Este no es como los otros. Mire, señor.

Pamir forzó una sonrisa y por fin dejó escapar por la boca el aire que había estado reteniendo. Una expresión lenta, asombrada, se extendió por el rostro del rebelde.