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—Un poco lento —respondió Virtud—, pero sí.

Los rémoras sabían cómo dañar la nave. Parecía que el supuesto amor de Wune por aquella máquina no significaba tanto, y la atacaban con el mismo celo con el que habían luchado contra el cargo y la autoridad de Miocene. Esta consumió en un instante los últimos informes de daños y las predicciones de reparaciones, aunque uno de sus nexos no pudo proporcionarle los datos al primer intento.

—Ese problema está surgiendo otra vez —dijo con tono enérgico y airado.

—Te lo advertí —respondió él. Virtud la miró con los ojos grises y brillantes, demasiado grandes para su rostro y demasiado abiertos para ocultar nada—. Lo que te estamos haciendo…, bueno, nunca se ha hecho. No a un ser humano. Cambios tan profundos…

—«…en un periodo de tiempo blasfemo». Recuerdo lo que tú, y todos los demás, me habéis dicho. —Miocene negó con la cabeza a pesar de todo, y luego le dijo a su uniforme con tono indiferente que se fundiese por los hombros. La tela se derrumbó sobre la alfombra viva; su cuerpo ancho, profundo y precioso quedó brillando bajo el falso sol del dormitorio.

Se sentó al borde de la cama.

Virtud se acercó un poco, pero le costó un momento encontrar la fuerza necesaria para acariciarle el pecho desnudo. Por supuesto que a él no le gustaba su nuevo cuerpo, y por supuesto que a ella le daba igual. Los nexos necesitaban espacio y energía, y su cuerpo tenía que incrementarse en proporción a sus responsabilidades. Además, la timidez de Virtud tenía encanto. Incluso cierta dulzura. La maestra no pudo evitar sonreír, bajar los ojos y observar aquellos dedos pequeños que acariciaban desesperados la extensión castaña de su pezón izquierdo.

—No tenemos tiempo —le informó ella—. Mi primero en la presidencia llegará pronto.

Virtud lo agradeció, pero tuvo el aplomo suficiente para dejar que su mano se detuviera allí un momento más, que sus dedos palparan el pezón hinchado de sangre y nuevos fluidos.

Cuando desapareció la mano de su compañero, Miocene pidió al camisón que la vistiera.

—Pareces cansada. Incluso más de lo habitual, creo —señaló Virtud con cierto tono de preocupación.

—No me pidas que duerma.

—No puedo pedirme a mí mismo que duerma —fue la respuesta de él.

Miocene comenzó a sonreír otra vez, giró la cabeza y abrió la boca para pronunciar un elaborado cumplido: «ojalá fueras tan bueno con mis nexos como lo eres con mi humor».

Tenía toda la intención de decir esas palabras, pero un impulso brusco e inesperado se convirtió en un destello coherente dentro de uno de los nexos que funcionaban… y dudó después de decir solo «Ojalá…».

Virtud esperó, listo para sonreír cuando le tocara.

La mujer se concentró en algo que nadie más podía ver.

Después de una larga pausa, su amante reunió el valor para preguntar:

—¿Qué pasa?

—Nada —dijo Miocene.

Después se levantó de la cama y se miró el camisón con una expresión confusa, como si no recordara haberlo pedido.

—Nada —repitió—. Espera aquí. Espera.

Dio un paso hacia la pared posterior del dormitorio y ordenó a su uniforme que volviera a cubrir su cuerpo, y por tercera vez, con apenas la fuerza de un suspiro, le dijo que esperara cuando apareció una puerta en lo que parecía granito rojo pulido.

—Pero… —balbució él—. ¿Dónde…?

La puerta se cerró y se selló tras ella.

Que el apartamento de la maestra tuviera lugares secretos no había sido ninguna sorpresa. Como primera en la presidencia, Miocene se había dado cuenta de que la compleja distribución de habitaciones y pasillos dejaba espacios para la intimidad y lugares por los que huir. La única sorpresa fue que estos lugares secretos fueran al menos tan normales como los públicos. Estaban amueblados de manera insulsa, y con cierta frecuencia sin un propósito claro. La más grande de las habitaciones ocultas ya se había mejorado durante su ejercicio, y luego se había llenado de cabezas cortadas que se iban momificando poco a poco. Parecía el modo más adecuado de guardar a los capitanes de los que se había deshecho, crueldad y banalidad en perfecta armonía. Pero la habitación que había tras su dormitorio era mucho más pequeña, y nadie, ni Virtud, ni siquiera Till, sabían que contenía una escotilla oculta que la antigua maestra había instalado durante algún ataque reciente de paranoia. La escotilla llevaba a un coche cápsula sin registrar que se había construido in situ, listo para ese mismo instante.

Una vez en marcha, Miocene se aseguró de que no había nadie buscándola. Y solo entonces volvió a examinar el mensaje que había encontrado el modo de llegar a ella por medio de uno de los canales más antiguos y secretos empleados por los capitanes.

—Lo que propongo es lo siguiente —dijo la voz, y aquel rostro tan conocido que le hablaba desde una holocabina situada en el interior de cierto puesto secundario de las profundidades de la nave.

Una cabina que resultó que ella conocía bien.

La mujer sonrió. El cabello negro, corto y suave, los rasgos brillantes y lisos como si la piel, la nariz y el resto de su ser acabaran de volver a crecer. Sonrió con una mezcla de engreimiento y rencor y le dijo a Miocene:

—Sé lo que es la Gran Nave. Y creo con toda sinceridad que tú también tienes que saberlo.

Washen.

—Reúnete conmigo —dijo la muerta—. Y ven sola.

La primera vez que vio el rostro y oyó esas palabras tan improbables, casi había murmurado en voz alta: «no pienso reunirme contigo, y desde luego no sola».

Pero Washen había anticipado su obstinación, había sacudido la cabeza con gesto de sincera desilusión y le había dicho: «sí que te reunirás conmigo. No tienes alternativa».

Miocene cerró dos de sus ojos y dejó que el de su mente se concentrara en el mensaje grabado, en aquellos ojos profundos, oscuros y despiadados.

—Reúnete conmigo en el Gran Templo —indicó Washen. «En Ciudad Hazz», dijo. «En Médula», dijo.

Y luego casi se echó a reír y miró los ojos imaginados de la maestra.

—¿Por qué tienes miedo? —preguntó—. En toda la creación, ¿dónde ibas a sentirte más segura, vieja loca zorra entre todas las zorras?

46

Una flota de viejos rayadores, líneas puras y coches cápsula actualizados huía cruzando el casco interminable, disfrazados para que se parecieran a la magullada hiperfibra que tenían debajo, los motores enmascarados y silenciados, todos los vehículos rodeados de coches falsos, holoecos diseñados para que resultaran obvios, con la esperanza de que parecieran peligrosos o débiles; proyecciones que rogaban a los rebeldes que les dispararan a ellos en lugar de atormentar a los fantasmas que podrían o no serlo.

Orleans pilotaba uno de esos fantasmas.

Una pulsación electromagnética había empujado su IA hacia la locura, así que no le había quedado alternativa. La misma pulsación había destruido su reactor principal y los había dejado pendientes de un auxiliar que le susurraba al piloto:

—Estoy enfermo. Necesito mantenimiento. No os fiéis de mí.

El rémora hizo caso omiso de las quejas. En lugar de escucharlas, volvió la vista para mirar a sus pasajeros y una señal en susurros transmitió su mínima pregunta.

—¿Cuánto falta?

—Noventa y dos —dijo un rostro blanco como la leche.

Minutos, quería decir. Noventa y dos minutos, según la última proyección. Que era demasiado tiempo. ¿Y qué podía llevar tanto tiempo? Pero no lo preguntó.

Vio una libélula rebelde que despegaba del horizonte tras ellos e intentaba atraparlos.  «Demasiado tarde», susurró.