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Antes.

Luego dejó de pensar y levantó los ojos y, una vez más, en silencio, con confianza, se dijo:

—Solo unos cuantos pasos más.

El monumento era demasiado alto y estaba demasiado cerca para abarcarlo con una sola mirada, pero todavía estaba demasiado lejos para que le pareciera imponente. Orleans volvió a bajar la vista. Obligó a los servos de sus piernas a desangrarse del todo con cada zancada, y utilizó sus propios músculos para alargar los pasos y porque así se sentía mejor. Maldecía con cada aliento húmedo e irregular.

—Deprisa —dijo la mujer del rostro lechoso.

Él volvió a levantar la vista y se dio cuenta de que se estaba quedando muy atrás.

—Más rápido —le dijo ella, y volvió la vista para mirarlo mientras con un brazo largo y brillante le hacía gestos torpes.

El traje de Orleans tenía muchísimos problemas. Lo supo antes de que su propia maquinaria confesara debilidad alguna; la guerra y la mala suerte habían erosionado los servos de ambas piernas, y las dos fallaron con solo tres pasos de diferencia.

—A la mierda —maldijo.

Los músculos levantaron las piernas y las volvieron a dejar caer.

El traje era pesadísimo, pero su objetivo estaba por fin cerca. Honesta, tentadoramente cerca. Orleans gruñó y dio unos cuantos pasos más, pero luego no le quedó más remedio que parar y quedarse quieto mientras sus pulmones, profundos y perfectos, aspiraban oxígeno libre arrancado de su propia y perfecta sangre y de su orina para alimentar la sangre negra. Esta necesitaba unos momentos para purgar los músculos de toxinas y devolverles algo parecido a una cierta forma física.

Su gente estaba en la base de la aguja e iban desapareciendo uno tras otro por un agujero diminuto y todavía invisible.

—Deprisa —le dijo la mujer otra vez en voz baja; se volvió y agitó los dos brazos. Su rostro apenas era visible, había miedo en su blancura.

Orleans se tambaleó y se detuvo. Y cuando volvió a coger aire, giró la cabeza y miró el terreno que había cubierto. Unos vehículos blindados saltaban y se deslizaban por la planicie grisácea. Según alguna lógica rebelde, cada uno tenía la forma de un insecto; llevaban las alas inútiles dobladas y las patas articuladas sujetaban armas. Se disparó un láser, una luz abrasadora pasó por encima de él, barrió el monumento y continuó hacia el infinito. La aguja blanca se fundió cerca de la base, se inclinó con una majestuosidad silenciosa y luego se derrumbó sin siquiera provocarle una muesca al casco.

Una segunda explosión fundió la base abierta del monumento.

¿Dónde estaban la mujer y los demás?

Orleans no los veía, ni a ellos ni nada que no fuera un charco repentino de hiperfibra fundida. Quizá estaban bajo tierra y a salvo. No hacía más que decirse que era posible, incluso probable…, y después de un rato se dio cuenta de que estaba corriendo otra vez: sus piernas intentaban alejarlo de un ejército rápido e incansable.

No podía parecer más patético.

Llegó al borde del potingue fundido, y como no había más que hacer se volvió de nuevo y se quedó mirando a sus perseguidores. Ya casi estaban sobre él. Al final, al verlo solo e indefenso, habían decidido tomarse su tiempo. Quizá fuera un prisionero valioso, se decían los monstruos. Quizá la propia monstruo jefe los recompensase por capturar a un criminal tan formidable como Orleans.

El rémora dio un largo y agotado paso hacia atrás.

La hiperfibra estaba increíblemente caliente y era profunda, llena de burbujas de gases liberados. Pero sin flujo de energía ya se estaba curando otra vez. Sería un grado aguado, muy débil, y algún día alguien tendría que arrancarlo del casco y sustituirlo entero. Y luego construir un monumento incluso mayor, claro. Pero el traje de Orleans también era de hiperfibra. Un grado excelente, aunque un tanto magullado. Podía soportar el calor. Su piel se ampollaría y herviría, sí. Pero si podía evitar que estallara la visera de diamante entonces quizá… Quizá…

Dio otro paso más atrás.

Y tropezó.

El peso de sus reactores y de los sistemas de reciclado lo ayudaron a meterse a medias bajo la superficie. El dolor fue inmenso e incesante, pero un instante después ya no sintió nada. El casco de Orleans y la cabeza eran las únicas partes que había a la vista, y el rostro sobrevivió el tiempo suficiente para que sus ojos se elevaran hasta aquel sol rojo, grande y glorioso, amortajado por los escudos y los estallidos constantes de los láseres…, y fue entonces cuando se preguntó si había llegado el momento, y si quizá debería intentar hundirse un poco más…

De repente, sin aviso previo, se evaporaron los escudos y todos y cada uno de los láseres gigantes dejaron de disparar contra los peligros inminentes.

Un instante después comenzó a caer una lluvia repentina y fiera…

47

Porque vieron un coche rebelde (una maquinita con la forma de un alacobriza), Washen y los demás se subieron al bosque de epífitas, se metieron en un refugio camuflado y desde arriba observaron el vehículo que se posaba en la orilla de grava. Porque podría haber sido cualquiera siguieron escondidos cuando saltó al exterior un hombre con la cara y la constitución de Pamir; las grandes botas patearon la gravilla y una voz dura y cansada llamó a Washen por su nombre, por encima de la corriente continua del río. Porque era Pamir, y estaba cansado, le dijo al bosque:

—Supongo que lo has pensado de nuevo y has cambiado de idea. —Negó con la cabeza—. Bien. No te culpo. Jamás me gustó esta parte de nuestro plan. —Y luego levantó la vista, de algún modo sabía con exactitud dónde debía mirar.

Washen se levantó y se puso el láser al hombro.

—¿Podías verme? —preguntó.

—Hace mucho —respondió él con un vivo sentido del misterio. Luego señaló con un gesto el coche—. Es robado. Bien limpio y vuelto a registrar, si lo hicimos todo bien.

Se levantaron Quee Lee y Perri. Y al final también Locke.

Un repentino y apagado estremecimiento cruzó el cañón. Uno de sus nexos recién implantados le dijo a Washen lo que ella ya había supuesto: un cometa había impactado contra el casco y había borrado al instante mil kilómetros cúbicos de blindaje.

—Si vas a ir —dijo Pamir—, tienes que irte ahora. Ya vamos tarde.

Quee Lee acarició el brazo de Washen.

—Quizá tenga razón —le dijo con preocupación maternal—. No deberías hacerlo.

Se dirigían de uno en uno a la orilla de grava.

—Asegúrate de que estás satisfecho con todo —ordenó Washen a su hijo—. Rápido.

Locke asintió con gesto grave y saltó al coche que flotaba.

—Necesitamos un cebo, y necesitamos que sea convincente —recordó Washen a todos—. Delicioso y de peso. ¿Qué otra cosa podemos ofrecer más que a mí misma?

No habló nadie.

—¿Qué pasa con Miocene? —preguntó.

—Recibió tu invitación hace veintitrés minutos —le informó Pamir—. Todavía no hemos visto ningún movimiento que pueda ser ella. Pero es un viaje largo y sin planear, y dado que va a temer una emboscada, no espero que venga demasiado rápido ni que siga ninguna de las rutas fáciles.

Un estremecimiento inmenso hizo retumbar todo el cuerpo de la nave.

—El más grande hasta ahora —fue la valoración de Perri.

Hacía cinco minutos que se habían bajado los escudos.

—¿Cuál es la explicación oficial? —preguntó Washen.

—Los rémoras son unos hijos de puta —dijo Pamir—. En la versión oficial están demostrando ser enemigos de la nave, y dentro de unos diez, veinte o cincuenta minutos se harán las reparaciones necesarias, se restaurarán los escudos y en menos de un día hasta el último cabrón estará muerto.