Bum, y luego un segundo y repentino bum.
—Todo está listo —gritó Locke desde dentro del coche.
Washen saltó al interior, se detuvo un momento y respiró inquieta. Estaba nerviosa, y le llevó un momento darse cuenta del porqué. No, no porque fuera el cebo. La tormenta de su corazón no tenía nada que ver con ningún peligro. En plena paz se sentiría igual. Volvía a Médula después de más de un siglo de ausencia. Volvía a casa, y eso ya era inmenso por derecho propio.
Se despidió con un gesto de Quee Lee y su marido.
Luego, la puerta de acero se cerró con un tirón y con voz apresurada, impropia, le gritó a Pamir:
—Gracias por estos días.
El sistema de seguridad rebelde era meticuloso. Impecable.
Y desde luego no estaba en absoluto preparado para una invasión de solo dos personas: una famosa capitana fallecida y su hijo, más famoso incluso que ella.
—Ha estado desaparecido —declaró un hombre uniformado que se había quedado mirando a Locke con una mezcla de asombro y confusión—. Hemos estado buscando su cuerpo, señor. Creímos que lo habían matado el primer día.
—La gente comete errores —fue el consejo de Locke.
El hombre de seguridad asintió y luego tropezó con la primera pregunta obvia. Locke la respondió antes de que se hiciera:
—Estaba en una misión. Por insistencia del propio Till. —Hablaba con autoridad e impaciencia. Daba la sensación de que nada podía ser más cierto—. Se suponía que debía recuperar a mi madre. Por cualquier medio, a cualquier coste.
El hombre parecía pequeño dentro de su uniforme oscuro. Le echó un vistazo a la prisionera de ambos.
—Debería pedir instrucciones… —dijo.
—Pídaselas a Till —fue el sano consejo de Locke.
—Ahora —balbució el hombre.
—Esperaré dentro de mi coche —le aseguró uno de los rebeldes más grandes y homenajeados—. Si le parece bien.
El otro no tuvo más alternativa que asentir.
—Sí, señor.
El puesto secundario estaba encaramado a la entrada del túnel de acceso. El tráfico fluía con rapidez en ambas direcciones. Washen vio vehículos gigantes de acero con la forma de todos los alamartillos conocidos. Los vacíos se metían en aquel buche de varios kilómetros de anchura mientras, bajo ellos, aparecían otros que se apresuraban a llevar unidades nuevas a las brechas que iban quedando en las líneas rebeldes.
La carnicería de la guerra era incesante. Y quizá peor para la nave fuera el pánico hinchado, inestable, que se daba entre pasajeros y tripulación.
Washen cerró los ojos y dejó que sus nexos absorbieran las actualizaciones. Chorros cifrados. Imágenes de los ojos y oídos de seguridad. Las avenidas y las plazas públicas se llenaban de pasajeros aterrados y furiosos. Las voces coléricas culpaban a la nueva maestra, y también a la vieja. Además de a los rebeldes. Y a los rémoras. Y a ese enemigo mayor y más aterrador: la simple estupidez. Luego contempló el polvo y los guijarros que caían a un tercio de la velocidad de la luz y destrozaban vehículos rebeldes cuando la tremenda velocidad a la que marchaban se transformaba en una luz brillante y un calor abrasador. Un ejército había cargado contra la trampa desesperada de los rémoras, y estaría muerto dentro de unos momentos. Pero llegaba un nuevo ejército para sustituir lo que se había perdido. Washen abrió los ojos y contempló los alamartillos de acero que se dirigían a la lucha. Y en medio de ese caos de mensajes codificados, órdenes y ruegos desesperados, se perdió una pequeña pregunta. Y se envió una respuesta ficticia pero totalmente creíble, metida dentro de sellos de codificación falsos.
La IA del puesto secundario examinó los sellos, y a causa de un fallo sutil y reciente en sus habilidades cognitivas proclamó:
—Es de Till. Y es auténtico.
Con un alivio palpable, casi atolondrado, el rebelde le dijo a Locke:
—Tiene que llevar a la prisionera a casa, gran señor.
—Gracias —respondió Locke.
Luego sacó el coche del punto de atraque, se hundió en el túnel tras uno de los alamartillos vacíos y aceleró hasta que los vehículos que subían se desdibujaron, convertidos en una sola línea apagada. Médula entera parecía ascender ahora, impaciente por contemplar un universo inmenso y excepcionalmente peligroso.
—Cambios —le había asegurado Locke.
Había descrito a fondo el nuevo Médula, había mostrado el gusto de un buen poeta por la tristeza y la ironía. Washen llegó con ciertas expectativas. Sabía que los dóciles unionistas habían terminado el puente de Miocene, y luego, con los recursos rebeldes, habían mejorado el puente haciendo que fuera posible que se transportaran ejércitos enteros a través de los contrafuertes medio desvanecidos. El antiguo campamento base de los capitanes había albergado a los ingenieros que habían reconstruido a toda prisa el túnel de acceso. La energía y toda la materia prima se había traído del mundo inferior. Unos láseres de potencia fantástica habían ensanchado el viejo túnel, y la propia hiperfibra de la cámara se había rescatado y vuelto a purificar para después recubrir con capas gruesas y rápidas las paredes superiores de hierro sin refinar. Después se trasladaron esos mismos láseres y se cavó un segundo túnel paralelo, apenas lo bastante ancho para instalar conductos de energía y comunicación. Lo llamaron la Espina dorsal. Unía Médula con la nave, convirtiéndolos en uno y lo mismo.
—Desde aquí, todo es trabajo nuestro —mencionó Locke con cierto orgullo.
El túnel se estrechó de repente. Los alamartillos apenas si los esquivaban en medio del vacío silencioso.
—¿Hasta qué punto es fuerte? —inquirió Washen.
—Más de lo que creerías —respondió él casi a la defensiva.
Una vez más Washen cerró los ojos y contempló la guerra. Pero los rebeldes se habían retirado o habían caído, y la mayor parte de los enlaces de los rémoras estaban muertos. No había nada que ver salvo el casco magullado de un color rojo reluciente que irradiaba el calor de los impactos y las batallas, así como el fulgor ensangrentado del sol que pasaba a su lado.
Cerró todos los nexos y mantuvo los ojos cerrados.
En voz baja Locke se identificó ante alguien.
—Necesito paso franco e inmediato a Médula —exigió—. Tengo una prisionera importantísima conmigo.
Y no por primera vez Washen se preguntó: ¿y si…?
Locke se había ofrecido a traerla allí. Solo, sin quejas, la había ayudado a encontrar modos factibles de atravesar los sistemas de seguridad, un viaje que había ido notablemente bien. Lo que la hacía preguntarse si no era una treta. ¿Y si Till le había dicho a su viejo amigo: «quiero que encuentres a tu madre de algún modo. Por los dos. Encuéntrala y tráela a casa, y utiliza los medios que desees. Con mis bendiciones»?
Era posible, sí.
Siempre.
Recordó un día diferente en que había seguido a su hijo al interior de una selva lejana. Entonces Locke obedecía las órdenes de Till. Por improbable que pareciera, ahora podía ser igual. Claro que Locke no había advertido a nadie de la rebelión inminente, ni de los planes de los rémoras para barrenar los escudos de la nave. A menos que también hubieran permitido que ocurrieran esos acontecimientos para servir a algún propósito mayor y más difícil de percibir.
Pensó en ello de nuevo, y una vez más y con una convicción forzada dejó a un lado esa posibilidad.
El alamartillo que llevaban delante estaba frenando.
Locke lo rodeó y luego se zambulló hacia el fondo, todavía invisible.
Quizás adivinó los pensamientos de su madre. O quizá fue el momento, el humor compartido.
—Nunca te lo he contado —comenzó—, ¿verdad? A uno de los favoritos de Miocene se le ocurrió una explicación para los contrafuertes.
—¿A qué favorito?
—Virtud —respondió Locke—. ¿Te lo han presentado?
—Una vez —admitió ella—. Solo un momento.
Su IA se hizo cargo de los mandos y frenó su descenso cuando pasaron al lado de miles de alamartillos vacíos, aparcados a la espera del siguiente cargamento de tropas.
—Ya sabes qué pasa con la hiperbórea —continuó su hijo—. Cómo se refuerzan las uniones domesticando pequeños flujos cuánticos.
—Nunca he llegado a comprender ese concepto —confesó ella.
Loche asintió como si la entendiera. Luego sonrió. Sonrió y se volvió hacia su madre. Su rostro jamás había estado tan triste.
—Según Virtud, estos contrapuerta son esos mismos flujos, pero despojados de la materia normal. Están desnudos, y mientras dispongan de energía son prácticamente eternos.
Si era cierto, pensó Washen, sería la base de otra tecnología fantástica.
Su mente cambió de rumbo.
—¿Qué pensó Miocene de esa hipótesis?
—Que si es verdad —dijo su hijo— sería una herramienta inmensa. Una vez que aprendiéramos a duplicarla, por supuesto.
La capitana esperó un momento y luego preguntó:
—¿Y Till?
Locke no pareció oír la pregunta.
—Virtud estaba preocupado —comentó—. Después de esbozar su especulación les dijo a todos que robar la energía del núcleo de Médula era lo mismo que robarla de los contrafuertes. Podríamos debilitar la maquinaria, y con el tiempo, si no teníamos cuidado, podríamos incluso destruir Médula y la nave.
Washen escuchaba solo en parte.
Su coche pasó por una rápida serie de puertas automáticas y frenó hasta casi detenerse; de repente, el túnel que la rodeaba se abrió y reveló la burbuja inferior de diamante, el puente, grueso e impresionante en el centro, y Médula, visible por todos lados. Creía estar preparada para la oscuridad, pero la sorprendió de todos modos. El mundo entero se había hinchado desde la última vez que estuvo allí y había caído en un atardecer más profundo. Miles de luces resplandecían en su superficie de hierro, cada una de ellas clara y visible a través de una atmósfera cálida, seca.
Médula era una ciudad inmensa, ininterrumpida.
Y a pesar de estar advertida Washen sintió una repentina tristeza.
—Till escuchó las preocupaciones de Virtud —le informó Locke—. Escuchó todas y cada una de ellas, y en todo momento parecieron interesarle. ¿Pero sabes lo que le dijo a ese hombre? ¿Lo que nos dijo a todos?
Su coche obedeció alguna orden inaudible y bajó rumbo al puente, hacia un hueco abierto. A casa.
—¿Qué dijo Till? —murmuró Washen.
—«Esos contrafuertes son demasiado fuertes para que se puedan destruir con tanta facilidad», nos dijo. «Estoy seguro». Luego nos dedicó a todos su sonrisa. Ya sabes cómo sonríe. «Son demasiado fuertes, sin más», repitió. «Sería demasiado fácil. Los constructores no trabajan así…».