¡Va a ocurrir!, se permitió pensar Pamir.
Su corazón respondió hinchándose y golpeando con fuerza contra la garganta, su voz a punto de quebrarse cuando le preguntó al alienígena que tenía al lado:
—¿Cómo estamos?
—Cerca —le aseguró el silbido.
El siguiente silbido fue una maldición.
—Mierda de extraño —dijo el tarambana con una rabia instintiva que se elevó antes de derrumbarse.
—¿Qué pasa? —preguntó Pamir—. No me digas que son las bombas…
—No —dijo su compañero.
Un pulgar grueso, con la uña como una lanza, le mostró uno de los vehículos que subían. Estaba frenando delante de ellos y desplegaba antenas y sólidos láseres. Soldados blindados ya desfilaban hacia el interior de sus cámaras estancas de inyección.
—Mi escáner… —gimió el tarambana.
—O bien es una patrulla rutinaria —sugirió Pamir—, o alguien notó que se estaba desviando su energía.
El alienígena gimió.
—Si he sido yo —dijo— me pego un tiro.
—Bien —dijo Pamir.
Se apartó de la escotilla de visión y de las pantallas, y salió a la pasarela que había contribuido a construir solo un siglo antes. Las personas eran unas motas que casi pasaban desapercibidas en las esquinas más oscuras. Las bombas gigantes parecían estar muy cerca, sumidas en aquella antigua penumbra, y eran de una sencillez engañosa: lustrosas bolas y huevos de hiperfibra que envolvían una maquinaria más inmensa que cualquier corazón, poseedora de una fuerza fantástica y lo bastante duradera para esperar miles de millones de años antes de dar el primer y estruendoso latido.
Era la misma estación de bombeo que los capitanes habían utilizado como refugio. Los rebeldes la habían registrado a conciencia, y con todos los trucos de cualquier capitán habían intentado asegurarla. De vez en cuando enviaban patrullas. Pero el número de soldados era limitado, y había miles de kilómetros de tuberías de combustible suplicando que las vigilaran; y había también una guerra que librar, y siempre tenían demasiada prisa para desmantelar el sofisticado camuflaje que Pamir había ayudado a instalar.
—¿Cuánto falta? —preguntó con un susurro a su equipo.
—Listos —dijeron unos cuantos.
—Pronto —prometieron otros.
Luego volvió a la escotilla y a las pantallas, y calculó cuánto faltaba para que llegaran los rebeldes a estrecharle la mano.
—Listos —dijo otra voz. Y otra.
—Con lo que tenemos ahora podemos hacerlo —comentó el tarambana.
Menos bombas de lo ideal, y no todas las válvulas bajo su control. Pero sí, podían hacerlo. Lo que él había soñado allí arriba, en el apartamento de Quee Lee, y lo que siempre le había parecido resbaladizo como un sueño… era ahora una realidad, de algún modo.
Se abrieron las dos bocas del alienígena y la que respiraba silbó.
—Debemos hacerlo ahora. Eliminar del universo a esos monstruos.
Pamir no dijo nada.
Una vez más miró por la escotilla y contempló el trozo de acero con forma de bicho alineándose para un asalto. Luego le echó un vistazo a una pantalla entrometida. Una chispa brillante marcaba el descenso de otro coche que bajaba muy rápido, sin un ápice de cautela.
—No —dijo Pamir a su aliado. Luego se dirigió a todos los equipos en un radio de mil kilómetros—. Terminad vuestros preparativos. Ahora mismo.
El alienígena lanzó un silbido agudo y furioso; el traductor fue lo bastante diplomático como para no explicar lo que se acababa de decir.
—Estamos esperando —repitió Pamir—. Esperando. —Luego, para sí, por lo bajo, murmuró—: Esta absurda trampa tiene que llenarse un poco más.
49
Se habían pasado casi cinco milenios trepando para alcanzar la libertad. Un alma fuerte logra lo que solo se puede considerar imposible construyendo una sociedad de la nada y luego llegando a su destino como justa recompensa. ¿De qué otra forma podía ver Miocene aquella épica? Y sin embargo, se encontró desandando su ascenso, realizando la desesperada y larga caída en lo que parecía un abrir y cerrar de ojos, la vibración de un corazón, demasiado rápido para sentir siquiera una mínima duda. Y todo porque una colega muerta y lo más parecido a un amiga que tenía le había enviado unas cuantas palabras y le había prometido que se reuniría con ella y le contaría una historia.
Estaba claro que alguien le gastaba una broma.
Miocene comprendió lo obvio al instante, por instinto.
Pero aun así dejó la seguridad de su puesto. Había tomado una decisión. Luego los rémoras derribaron los escudos de la nave y ella comenzó a entender la enorme trampa que podía suponer. Y sin embargo continuó hundiéndose. Capaz de gobernar la nave desde cualquier parte, escupió órdenes, directivas, estímulos feroces y amenazas descaradas para intentar asegurarse de que se aplastara la insurrección en poco tiempo. Luego llegó victoriosa a la cima del nuevo puente, salió del alamartillo vacío y se encaminó al coche que la esperaba. Entonces dudó. Se encontró mirando al otro lado, hacia la superficie gris e hinchada de Médula, aunque solo fuera por un instante.
El agente que estaba de guardia, un hombre de rostro cuadrado llamado Dorado, se acercó y levantó los ojos sonrientes hacia la maestra de la nave. Luego, con voz orgullosa le informó:
—Los envié directamente abajo, señora. Directamente abajo.
Tuvo que preguntarlo.
—¿A quién?
—A Locke y su prisionera —respondió él, y su tono era a la vez interrogativo—. ¿A quién más esperaba?
Miocene no dijo nada.
Muy poco a poco cerró los ojos, pero en su mente todavía veía las luces frías de Médula y su fría superficie de hierro. Las veía mejor con los ojos cerrados. Y lo que sintió, si acaso, fue un alivio infeccioso. Y una alegría nerviosa, infinita.
Si aquello era una emboscada, razonó, entonces Washen era el cebo. Y Miocene se recordó que tampoco ella carecía de recursos: disponía de un poder tremendo y de océanos de experiencia y astucia. Y también de crueldad.
Se revisaron todas las posibilidades una detrás de otra. Después volvió a tomar la misma decisión, con una nueva resolución.
Abrió los ojos y miró a Dorado.
—Bien —dijo sin observar el rostro sonriente, orgulloso y excepcionalmente tonto del guardia.
—Gracias por tu ayuda —dijo Miocene a aquel hombre ferviente.
Después entró en el coche sellado y sin ventanas, se sentó en la primera silla y con una única palabra cayó de nuevo, cada vez más rápido; los cansados y antiguos contrafuertes se introdujeron en la pared y le lamieron la mente, le hicieron sentir, solo durante unos perezosos momentos, una locura maravillosa, deliciosa.
50
La administradora del templo seguía luciendo las largas túnicas grises de su cargo y todavía luchaba contra cualquier fuerza que amenazara con alterar su vida o su día. Se puso en pie y se quedó mirando a los recién llegados con una expresión de horror vacilante. Luego cruzó los brazos y respiró hondo con gesto fiero.
—No —dijo a Washen tras exhalar con un dolor obvio—. Murió como una heroína. ¡Ahora siga muerta!
Washen tuvo que lanzar una carcajada antes de responder.
—He intentado estar muerta. He hecho todo lo que he podido, querida.
Fue Locke el que se adelantó. Se acercó lo suficiente para intimidarla y luego habló con una voz rápida y suave que no dejaba lugar a dudas sobre quién estaba allí al mando.
—Necesitamos una de las cámaras del templo. Nos da igual cuál. Y usted nos traerá en persona a nuestros invitados, y luego se irá. ¿Ha comprendido?