—¿Qué invitados?
—Las tristes almas encerradas dentro de su biblioteca.
Washen dejó escapar una sonrisa.
La mujer abrió la boca para dar forma a su negativa.
Pero Locke no le dio la oportunidad.
—¿O preferiría que le dieran un nuevo destino, querida? Quizá en una de esas heroicas unidades que suben rumbo al casco…
La boca se cerró de golpe.
—¿Hay alguna cámara libre? —preguntó Locke.
—Alfa —admitió la administradora.
—Entonces es allí donde estaremos —respondió él, y con el decoro de un capitán esperó a que su subordinada se diera la vuelta y se escabullera. Fue un paseo corto y revelador hasta la cámara.
Washen estaba preparada para los cambios, pero el mundo exterior, atestado y deshidratado, se quedó en el exterior. Los pasillos estaban casi vacíos e, igual que ella los recordaba, hasta tenían las atrapamoscas de las macetas. Y si bien el aire parecía más seco que antes y era muy probable que fuera purificado, todavía se las arreglaba para apestar a Médula: óxidos, polvo de insectos y metales pesados, por no mencionar un aroma sutil que solo se podía describir con el término «raro».
Un hedor agradable, se descubrió pensando.
Algún feligrés que otro se inclinaba ante Locke y luego miraba boquiabierto a su madre.
Esta observó que todo el mundo parecía igual de delgado, como si estuviera teniendo lugar una hambruna orquestada. Pero al menos todos iban vestidos con ropas sencillas y limpias que no habían fabricado a partir de su propia piel. ¿Restos de la tradición unionista? O quizá las personas hambrientas no se podían curar lo bastante rápido para hacer que mereciera la pena desollarse.
No se permitió preguntar.
De pronto, impaciente, entró en la cámara y su sola presencia hizo que las luces despertasen. El techo abovedado era tal y como ella lo recordaba: fingía ser el cielo, y tras la barandilla de acero pulido la imitación de diamante del puente era muy parecida. Pero el puente era más grueso y fuerte y estaba mejor protegido que en los planos originales de Aasleen. Unos conductos llenaban los dos huecos que luego se fundían con el antiguo campamento base: un hilo blindado apenas visible que se aferraba al cielo curvado durante unos diez kilómetros, y luego volvía a desvanecerse.
La Espina dorsal.
—¿Es una maqueta? —preguntó.
Locke tuvo que alzar los ojos y se tomó un momento para descifrar la pregunta.
—No —admitió—. Es una proyección holográfica. En tiempo real y precisa.
Bien.
Luego miró a Locke, lista para darle otra vez las gracias. Y para felicitarle por todo lo que ya había hecho.
Los interrumpió una nueva voz.
—Es ella —exclamó alguien—. ¡Washen!
La voz de Manka seguida por Manka. Y Saluki. Zale. Kyzkee. Westfall. Aasleen. Luego se quedó mirando a los hermanos. Promesa con Sueño a su lado, como siempre. Los dos avanzaban arrastrando los pies, que nunca llegaban a abandonar el suelo del todo. Las piernas y las caras estaban iguales, solo que más delgadas. Había un escalofrío en su tacto y, tras el escalofrío una calidez desesperada y una felicidad sincera, y después una preocupación reflexiva por si Washen no era real o por si pudiera desvanecerse en cualquier momento.
—Soy real y es posible que me lleven de aquí —admitió.
Más de cien antiguos capitanes la abrazaron o se abrazaron entre sí. Susurros cercanos preguntaron:
—¿Cómo va hoy el motín?
—¿Qué motín? —preguntó Washen.
Aasleen lo entendió. Se echó a reír y estiró la espalda, luego los pliegues de su gastadísimo uniforme.
—Hemos oído rumores. Gruñidos. Advertencias.
—Guardias nuevos, a medio entrenar, han sustituido a nuestros antiguos vigilantes —expuso Manka—. Y a los antiguos tampoco les hacía mucha gracia la perspectiva.
Los rostros se volvieron hacia el puente de diamante y las lejanas imágenes, y durante mucho tiempo nadie pareció capaz de hablar. Luego, Saluki preguntó:
—¿Y Miocene? ¿Goza de salud la nueva maestra, o vamos a ser felices?
Washen estuvo a punto de responder, pero cuando abrió la boca para coger aliento, una nueva voz los llamó desde la entrada:
—Miocene goza de una salud estupenda, querida. Estupenda. Y muchísimas gracias por tan dulce y sentido interés.
La nueva maestra se paseó entre los capitanes.
No parecía preocupada por ninguna amenaza y desde fuera habría parecido que dominaba la situación. Pero Washen conocía a aquella mujer. El rostro hinchado y el cuerpo ocultaban pistas, y el uniforme brillante le proporcionaba una autoridad instantánea y sin esfuerzo. Pero la expresión de los ojos era abierta y obvia. Bailaban y se posaban en Washen, luego volvían a bailar. Rodeada por los otrora leales capitanes, parecía estar decidiendo cuál la golpearía primero. Luego miró más allá de ellos y sus ojos oscuros y fríos contemplaron enemigos que no podían verse desde allí.
—He venido —le dijo a Washen con un tono que parecía controlar a la perfección—. Sola, como pediste. Pero supuse que estaríamos solo nosotras dos, querida.
Durante un cauto momento Washen no dijo nada.
El silencio irritaba a Miocene, y volvió a posar de mala gana los ojos en Washen.
—Querías contarme algo —le dijo con tono gruñón—. Prometiste que «me explicarías la nave» si no recuerdo mal tus palabras.
—«Explicar» —respondió Washen— es quizá demasiado fuerte. Pero al menos puedo ofrecer una nueva hipótesis sobre los orígenes de la nave. —Señaló con un gesto los largos asientos de madera de virtud y se dirigió a sus compañeros—. Sentaos. Todos, por favor. Esta explicación no llevará mucho tiempo, espero. Deseo. Pero teniendo en cuenta lo que quiero contaros, quizás agradezcáis no tener que estar de pie.
Con una mano, Washen sacó el reloj del bolsillo y la tapa se abrió con un roce del dedo. Luego, sin mirarlo, lo volvió a cerrar y tras levantarlo dijo:
—La nave. ¿Qué edad tiene?
Nadie tuvo tiempo de responder.
—La encontramos vacía. La encontramos dirigiéndose como un rayo hacia nosotros procedente de lo que quizá sea la parte más vacía del universo visible. Por supuesto descubrimos pistas sobre su edad, pero son pistas contradictorias, imprecisas. Lo más fáciles creer que hace cuatro, cinco o seis mil millones de años, en alguna galaxia joven y precoz, surgió la vida orgánica inteligente y vivió el tiempo suficiente para construir esta maravilla. Para fabricar la Gran Nave. Luego, una tragedia horrenda, pero imaginable, destruyó a sus constructores. Antes de que pudieran reclamar su creación estaban muertos. Y nosotros no fuimos más que los afortunados que encontramos esta antigua máquina…
Washen hizo una pausa. Luego, en voz baja y rápida añadió:
—No. No, creo que la nave tiene mucho más de seis mil millones de años.
Miocene picó el anzuelo.
—Imposible —declaró—. ¿Cómo vas a explicar lo que sea si te permites tomar en consideración esa bobada?
—Si rastreas su rumbo a través del espacio y el tiempo —la interrumpió Washen—, ves galaxias. Al final. El espacio vacío nos permite ver muy lejos, y son algunas de las motas más antiguas de luz infrarroja que podemos ver. El universo no tenía todavía mil millones de años y los soles ya estaban formándose y detonando, escupiendo los primeros metales sobre un cosmos diminuto, caliente y excepcionalmente joven…
—Demasiado pronto —fue la respuesta de Miocene. Al contrario que la mayor parte del público estaba de pie, y llevada por una mezcla de energía nerviosa y simple ira visceral se acercó a Washen con los puños levantados y lanzando pequeños golpes al aire—. Eso es demasiado pronto, con mucho. ¿Cómo puedes imaginar que la vida inteligente pudo haber evolucionado entonces, en un universo que no tenía nada que ofrecer salvo hidrógeno y helio, y solo rastros finísimos de metales?