52
—¡¿Que, qué, qué estás haciendo?!
La pregunta salió como un rugido de todas y cada una de las bocas de Miocene, se extendió por todos los nexos y luego explotó en la piel, la saliva y la boca con dientes de cerámica dentro del Gran Templo. Sus palabras se transmitieron por la recién terminada espina dorsal y luego se amplificaron; los pasajeros y la tripulación escucharon horrorizados y asombrados: la nueva maestra de la nave parecía pedirles a todos y cada uno de aquellos imbéciles encogidos que explicase lo que estaba haciendo.
Respondieron miles de millones.
En susurros y gruñidos, ventosidades, canciones y gritos violentos le dijeron a la maestra que estaban asustados y hartos de sentirse así, y que cuándo conseguiría que los escudos funcionasen de nuevo y que cuándo podrían recuperar su vida.
Miocene no escuchó nada.
Unos ojos salvajes se quedaron mirando a los capitanes, y a Washen y a su hijo traidor. Pero la única cara que Miocene podía ver bajaba a toda velocidad por el túnel de acceso y comenzaba a acercarse al puente. Con una sonrisa extraña, casi avergonzada, Till se encontró con la mirada de su madre y levantó la vista para inspeccionar uno de los ojos de seguridad del coche.
—Creo que lo entiende… por fin —comentó a su compañero.
Virtud se encogió como si esperara que lo golpearan.
—No tenía alternativa, señora —dijo desesperado—. Amor mío…
Miocene huyó del coche que caía.
Al volver al Templo para reunirse otra vez con los capitanes, su boca más antigua tomó una profunda e inútil bocanada de aire antes de declarar: —He sido una idiota.
Washen estuvo a punto de hablar, luego pareció pensárselo mejor. Aasleen intentó consolar a la maestra.
—No podríamos haberlo imaginado, ni mucho menos creerlo. —Sus dedos finos y negros se acariciaban los labios asombrados—. Suponiendo que de verdad exista eso del inhóspito y que la nave sea su prisión…
Miocene se rodeó con los brazos.
—No. No. No me lo creo. No.
¿Cuánto tiempo llevaban las lágrimas recorriéndole la cara? Washen miró a los otros capitanes y habló con tono práctico y alentador.
—Era una trampa. Quizás haya un inhóspito bajo nosotros, quizá no. Pero hay criaturas llamadas rebeldes que han tomado mi nave, y quiero que eso termine. Ya.
En términos claros y concisos describió el río de hidrógeno que caía hacia ellos y calculó el momento en el que la gravedad llevaría el río hasta allí. Como era lógico, el campamento base que tenían sobre su cabeza quedaría borrado. Y la burbuja de diamante. Y el puente. Luego, aquel líquido frío se convertiría en una lluvia horrenda, la electricidad estática o la vela olvidada de alguien prendería un gran incendio. El oxígeno de Médula intentaría consumir la inundación y transformar el hidrógeno en agua dulce y un calor fiero. Pero el tanque de combustible era inmenso, y con el tiempo no quedaría más oxígeno. Al final, la lluvia helada caería sin trabas sobre las cenizas, el hierro y los muertos, y la civilización rebelde estaría muerta…
—Solo hay otra alternativa. O dos. —añadió Washen tras una pausa. Miró de nuevo a Miocene y sintió la confianza suficiente para enfurecerse—. Tu rendición absoluta —le sugirió—. O supongo que, si puedes, podrías darle unas patadas a la pared del túnel de acceso, unas buenas patadas, derrumbarlo, destruir la Espina dorsal y hundirlo todo antes de que nos alcance la inundación.
Un placer perverso se adueñó de Miocene.
Seguía sollozando, todavía era desgraciada. Pero al tiempo que empujaba las lágrimas por su rostro hinchado y desconocido, sintió que se formaba una sonrisa.
—Eres lista, sí —dijo a Washen con una alegría fría y horrible—. Ya veo cómo robaste esas bombas y esas válvulas. Yo no podría recuperarlas. No con tiempo suficiente, lo más seguro. Pero cuando levanto los ojos y miro esas bombas, ¿sabes qué más veo? ¿Sabes lo que está pasando ahí arriba?
—¿Qué?—preguntó Washen.
Miocene estableció un enlace con la proyección holográfica de la nave y se lo enseñó a todos. En un instante, tras una orden silenciosa, los capitanes se encontraron dentro de una burbuja de observación de la parte posterior de la nave, rodeados por unas imponentes toberas de cohete que no hacían nada. Salvo por la pronunciada, casi perezosa inclinación de cada una de ellas, parecían de lo más normales. Pero en el mismo momento en que una decena de voces pedía explicaciones, surgieron de ellas fuegos lo bastante grandes para asar mundos enteros, penachos de gas y luz que lanzaban hacia las estrellas.
Todas las toberas se estaban encendiendo.
Ni uno solo de los capitanes recordaba un día en el que se hubieran necesitado todos los motores; asombrados y confusos, pidieron una explicación.
—Es mi hijo —confesó Miocene.
De nuevo se abrazó con fuerza, manos coléricas que tiraban de su piel hinchada e inútil, que tiraban hasta que los vasos estallaban y la sangre fluía bajo sus duras uñas.
—Cuando realizamos esa última y pequeña aceleración, creí que era yo la que controlaba los motores —murmuró—. Y Till me dejó creer lo que quise creer…
Washen se acercó lo suficiente para tocarla y habló con voz áspera.
—Me da igual Till. Quiero saber… ¡por qué está disparando los motores ahora precisamente!
Miocene se echó a reír, sollozó y lanzó otra carcajada aún más fuerte. Entonces Washen se pasó las largas manos por el pelo oscuro y con las mismas palabras de todo piloto a punto de estrellarse, susurró:
—Oh, mierda.
53
Un escalofrío brutal agarró a Washen por la garganta y el vientre, y durante un fugaz instante la mujer se encontró esperando la llegada del pánico. El suyo y el de todos. Pero aquello era demasiado enorme, y los golpeó con excesiva brusquedad. Entre los capitanes, solo Miocene parecía capaz de sentir el dolor con la angustia adecuada: se derrumbó sobre el suelo de acero y se arañó el grueso cuello con las manos mientras sollozaba, de forma incoherente al principio, luego murmurando para sí con una confianza sólida e inesperada.
—Esta es mi catástrofe. Mía. El universo jamás me olvidará, ni me perdonará. Nunca.
—Ya está bien —gruñó Washen.
Los capitanes susurraron entre sí y luego gimieron por lo bajo. Washen tiró de las manos y el pelo de la mujer y obligó a aquellos ojos angustiados a mirarla. Luego, con el tono más enérgico que fue capaz de lograr, dijo:
—Enséñanoslo. Lo que está pasando, con exactitud. Enséñanoslo ahora.
Miocene cerró los ojos.
Los capitanes se encontraron de pie en la cara delantera de la nave, mirando un sol rojo y senil. Parecía muy grande, y tan cercano que resultaba aterrador. Pero aún les quedaban por cruzar varios miles de millones de kilómetros. Auna tercera parte de la velocidad de la luz el viaje llevaría quince horas, y según los rigurosos planes trazados siglos antes, evitarían la cálida atmósfera de ese sol por unos cómodos cincuenta millones de kilómetros.
Con cada segundo que pasaba iba cambiando su rumbo. Iba mutando, y de una forma muy peligrosa.
—Si los motores siguen funcionando… —dijo Miocene con los ojos todavía bien cerrados.
La imagen saltó quince horas. La nave se zambulló en el ribete exterior del sol, un plasma cálido, más fino que la mayor parte de los vacíos respetables. El casco podía absorber tanto el calor como un trillón de pequeños impactos. Pero la simple fricción tenía que alterar la velocidad de la nave todavía más, y en otro abrir y cerrar de ojos los capitanes se encontraron cayendo hacia el compañero, diminuto e inmensamente denso, del moribundo sol, cuya descomunal gravedad retorcía el casco hasta que se partía en pedazos y las antiguas tripas de la nave quedaban esparcidas y convertidas en un disco de aumento caliente, cada bulto y cada partícula destinada a caer en esa gran nada negra y a dejar el universo para siempre.