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Moribunda, se aferró a su hijo.

A punto de morir, todavía consiguió murmurar el nombre de su hijo con voz desesperada. Blanda al final. Condenada y arrepentida.

—Por favor… —susurró con la boca ardiendo. Y luego nada.

Un último estallido quirúrgico de luz borró la cabeza y la gorra espejada de la maestra, y ya demasiado tarde, solo medio segundo, su hijo se volvió y vio caer al coche y su único ocupante sin el menor aviso previo.

La maquinaria del puente estaba fallando. Un modo seguro lanzó a Virtud hacia abajo para intentar salvar el valioso vehículo. Miocene había retrasado a su hijo justo el tiempo suficiente. Washen se quedó mirando a Till, y ante sus ojos se reflejó un pensamiento imposible en aquel atractivo rostro. ¿Cómo era posible que pasara aquello? ¿A qué gran propósito servía? Con una voz que no era la suya, Till preguntó:

—¿Y ahora qué hago?

Si hubo una respuesta, Washen no la oyó.

Pero algo debió de oírse, o al menos pensarse, porque sin dudarlo un instante Till se lanzó por la puerta abierta y un momento después la puerta se cerró; el puente se sacudió hacia un lado una última vez, y tanto él como la Espina dorsal se hicieron pedazos justo debajo de la burbuja de diamante del campamento, y se desplomaron de lado hacia la superficie en llamas de Médula.

El hidrógeno líquido terminaría cayendo.

Los capitanes hablaron de hacer planes. De refugiarse en algún sitio o quizá encontrar un coche que pudiera sobrevivir a la tormenta. Pero Washen no tomó parte en aquella sesión, estaba muy ocupada sentándose con las piernas cruzadas, sin observar nada salvo el giro lento y paciente de las manecillas de su reloj.

Aasleen pensó que estaba loca.

De nuevo, para sí, Locke habló sin problemas sobre el abrazo de la muerte. Promesa, y luego Sueño, intentaron dar las gracias a Washen por sacarlos de Médula.

—Pensamos que jamás volveríamos a estar en ningún otro sitio —confesaron—. Y tú hiciste todo lo que pudiste.

Hasta Dorado se reunió con ellos, les ofreció su arma cuando se rindió y después se pasó los minutos siguientes viendo cómo hervía y explotaba Médula.

Washen cerró por fin el reloj.

Con gesto importante e indiferente, se puso en pie.

Todos la miraron cuando salió al espacio abierto y alzó los ojos. ¿Pero no era demasiado pronto para la lluvia fría? Luego la vieron saludar a algo que había arriba, y todos los capitanes y los dos rebeldes levantaron juntos la cabeza y contemplaron asombrados y en silencio una flota de navíos con forma de ballena que comenzaban a frenar, preparándose para un aterrizaje difícil.

Pamir fue el primero en salir.

Lo siguieron Perri y diez tarambanas armados.

Aasleen reconoció de inmediato el rostro escarpado de Pamir, se echó a reír y dijo:

—¿Qué es esto? ¿No sabes que se acerca una inundación?

Pamir enarcó las cejas y esbozó una amplia sonrisa. Luego contempló Médula, la primera vez que le echaba un buen vistazo.

—Ah, ya he desconectado esa inundación —comentó con tono indiferente—. Hace mucho —dijo—. Un lago de hidrógeno dentro de ese tubo grande y largo de vacío…, bueno, se evapora al caer. Podéis creerme, atravesamos nadando lo que queda de él, y lo más probable es que aquí no lleguen ni dos gotas.

Sueño pareció sentirse insultado y preguntó a Washen:

—¿Y qué pasa con tu amenaza? ¿Lo de enviar la inundación asesina?

—No soy tan cruel —respondió Washen—. Yo no asesino mundos indefensos.

Pamir sacudió la cabeza y rodeó a Washen con un largo brazo para apretarla contra él.

—¿No lo habrías hecho?

—A mí solo me gusta meterme con los mundos de vez en cuando —añadió ella con una sonrisa y una lágrima. Al mismo tiempo, pensaba que en toda su larga y extraña vida jamás se había sentido tan cansada.

Los constructores

Todos mis motores chillan y escupen luego, y esas energías titánicas, debilitantes, se traducen en la dulzura de unos codazos. No oigo nada salvo una voz queda, halagadora, que intenta susurrarme para que me acerque a ese sol hinchado y moribundo. Y yo obedezco la voz. Obedezco incluso cuando preveo una colisión con su tenue atmósfera. Incluso cuando siento pinchazos y pequeñas muertes dentro de mi cuerpo, obedezco las sencillas leyes del movimiento, la fuerza y la inercia, y me voy acercando al sol cada vez más. Un miedo estimulante, maravilloso, empieza a embargarme…

Muere un motor.

Luego dos más.

En lo más profundo de mi ser, una serie de explosiones fuertes y brillantes hace derrumbarse tuberías de combustible y funde bombas que chillan. Los motores supervivientes siguen ardiendo, pero ahora con más suavidad. El codazo suave ha disminuido, ahora es una brisa leve que sopla a mi espalda y costado.

Pero aun así caigo hacia el sol.

Mi miedo pierde el asombro.

Poco a poco, y a conciencia, se apodera de mí un pánico salvaje.

Con una claridad repentina contemplo la gran guerra que se libra contra mis motores. Cada acto de violencia es demasiado pequeño para que importe, o está ligeramente mal colocado, o no es el momento, sin más. Los efectos acumulativos tardan en amontonarse, son difíciles de percibir. Por fin, en medio de la agonía, me concentro, intento acudir en ayuda de mis compañeros.

Quizá, de un modo casi imperceptible, me sienten. Me oyen. Me creen.

Una rémora contempla mil válvulas, y cuando le susurro un consejo cierra la única válvula que consigue algo duradero.

Una botella magnética, con miles de millones de años de antigüedad y jamás enferma, falla de repente, en el mejor momento posible, y vomita fragmentos de antihierro en una instalación mezcladora que funciona a toda marcha.

Los ingenieros humanos asesinan a las IA que no quieren atender a razones y luego sustituyen a las máquinas en sus puestos.

Los escombros atascan una tubería de combustible menor.

Los tarambanas atacan mis motores como si su fuego radiante y su luz fueran afrentas personales.

Inclinan un motor obstinado en la dirección contraria, luego lo alimentan con todo el combustible que pueda consumir.

Y por último se arranca el hábitat de las sanguijuelas del techo del tanque de combustible y lo atraviesan con un empujón en la garganta abierta de una enorme tubería de combustible…

Renquean dos motores más, casi muertos.

Pero casi puedo saborear el sol sentir su calor y su aliento contra mi gran piel…, y un trozo de hierro y níquel del tamaño de una luna se hunde en mi costado, me hace un profundo corte, pero me deja intacta…, dándome justo el impulso necesario para mantenerme aquí fuera, para hacerme evitar el sol por lo que, cuando pienso en las inmensas distancias que he cubierto, es nada.

Lo evito por nada.

Y un poco más tarde, cuanto todavía estoy celebrando mi gran fortuna, paso cerca de un algo diminuto, negro, enorme, masivo…, y de nuevo cambia mi trayectoria… y me asomo más allá de la cortina de estrellas y planetas que giran. Veo adonde voy a ir después…

Negrura otra vez.

La nada sin sol, otra vez.

Y de una forma extraña, casi inesperada, me doy cuenta de que allí es donde quiero estar… y me siento como si de nuevo cayera y pusiera rumbo a casa, feliz.

Epílogo

—Intente hablar.

—¿Hola? —dijo una voz aguada, lenta.

—Perdone. Todavía es demasiado pronto, señora. Soy muy consciente de ello. Pero merece saber lo que ha pasado, lo que está pasando ahora y lo que puede esperar cuando vuelva a tener piernas. Y una voz real. No sonidos hechos por una caja mecánica.

—¿Pamir? —chilló ella.

—Sí, señora.

—¿Estoy… viva, todavía?