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Y un vago programa.

Era de suponer que allí contestarían a sus preguntas. Pero algunas veces, sobre todo en momentos tranquilos y alegres como aquel, Miocene se preguntaba si este asunto no era más que una forma inteligente que tenía la maestra de dar a su maestra adjunta favorita un buen descanso.

Unas vacaciones: una explicación sencilla y aburrida.

Y atractiva.

¡Por supuesto que eran unas vacaciones!

Miocene se puso en pie, mil rostros al alcance de sus ojos, y comenzó a buscar al muchacho del día anterior mientras razonaba:

Mis primeras vacaciones después de mil siglos de devoción. ¿Por qué no?

3

Era un vegetal caro, sobre todo cuando lo que pagabas era la calidad. Pero Washen conocía a su público. Estaba segura de que su viejo amigo valoraría las voces que se elevaban de las muchas bocas de la planta, las voces que llenaban la cavidad vacía, casi oscurecida, con una melodía serena, digna del espacio profundo que a su oído en concreto le parecería preciosa. Su amigo no estaba allí ahora mismo.

Pero allí donde estuviera, su amigo oiría cantar a la llanovibra por encima de la negrura, el vacío y el frío glorioso que hay entre las galaxias.

En otra vida su amigo cultivaba llanovibras como afición, dominaba la compleja genética de la especie, manipulaba sus elaborados genes hasta que cantaban melodías incluso más serenas que aquel espécimen, y que en el mercado abierto resultaban infinitamente más valiosas.

Pero nunca quiso vender a sus compañeras.

Luego, su vida y sus peculiares intereses se movieron en direcciones más extrañas todavía y a él dejó de interesarle lo que en otro tiempo había sido su preciada afición.

Con el tiempo, perdió su puesto de capitán en alza.

Se habían cometido crímenes. Se presentaron cargos. El hombre utilizó la ruta de escape que la propia maestra les había ordenado crear a sus capitanes y se ocultó. El único contacto que Washen había tenido con él desde entonces había sido una críptica nota que le decía que si alguna vez quería ponerse en contacto con él, tenía que plantar una llanovibra en aquella vacía y oscurísima esquina de la nave, y luego plantarse ella en un cómodo sillón que encontrase en la taberna humana más cercana.

Que fue lo que hizo Washen durante los dos días siguientes.

La taberna estaba oscura y casi siempre vacía, pero era bastante más cálida que el espacio profundo. Se sentó atrás, en un reservado tallado en un único roble petrificado, y bebió un océano de cócteles diferentes mientras pensaba en todo y en nada. Al final llegó a la conclusión de que era esperar demasiado que alguien la recordara después de tantos siglos, y decidió que ya era hora de continuar con su misión.

Apareció un hombre que entrecerró los ojos en aquella oscuridad chabacana, y Washen supo que era él. Era grande, como ella lo recordaba. Su rostro había cambiado, pero mantenía su agradable fealdad. Su porte había perdido la arrogancia de los capitanes, y lucía las ropas civiles con una facilidad que Washen solo podía envidiar. ¿Quién sabía con qué nombre se le conocía ahora?

Pero la mujer hizo caso omiso de los riesgos, hizo bocina con una mano y gritó al otro lado de las tinieblas: —¡Eh, Pamir! ¡Aquí!

Habían sido amantes, pero no se compenetraban bien como pareja. Los capitanes pocas veces se compenetraban. El hombre era testarudo y seguro de sí mismo, inteligente y en la mayor parte de las circunstancias perfectamente capaz de valerse solo. Pero esas mismas cualidades que lo hacían triunfar como capitán también habían supuesto un peso en su carrera. Pamir no tenía la habilidad necesaria y tampoco le interesaba pronunciar las palabras adecuadas ni hacer pequeños regalos a las personas que ostentaban una posición superior. Si no hubiera sido por su considerable talento para tener razón con más frecuencia que la mayoría, la maestra le habría cortado las piernas profesionales al principio, dejándole con un rango mínimo y casi sin responsabilidad alguna. Cosa que, según se vio después, habría sido lo mejor.

Aquel hombre grande se sentó y pidió un dolor de lágrimas. Mientras contemplaba su atractivo rostro, Washen revivió su trágica caída.

Cuando era capitán, Pamir había entablado amistad con un alienígena muy extraño. Y en esa nave ser extraño no era tan fácil. Era una entidad gaiana, un cuerpo humanoide pequeño, engañosamente normal y con una capacidad secreta para cubrir cualquier mundo con su propio ser. Su carne podía crecer a toda velocidad, formar árboles, animales y masas de hongos, todos unidos por una única conciencia. La criatura era un refugiado. Había perdido su hogar a manos de un segundo gaiano. Y cuando ese archienemigo subió a bordo, estalló una guerra a gran escala que con el tiempo destruyó una costosa instalación, además de los restos de la carrera de Pamir.

La lucha de los gaianos terminó en un agotado empate, pero su odio seguía ardiendo.

En sus mejores días Pamir era un hombre difícil, pero tenía el don de ver lo mejor en el interior de cualquier desastre dejado por imposible. Volvió un láser contra ambos gaianos y conservó solo el tejido justo para permitirles comenzar de nuevo. Luego, utilizó su propia carne para crear un hijo que aprovechó lo mejor de ambos alienígenas. Y como Washen era amiga de Pamir y porque era lo correcto, fue ella la que crió al Hijo. Ese fue el nombre que le dio. El Hijo. Como cualquier madre lo protegió y le enseñó lo que tenía que saber, y cuando creció y se hizo demasiado poderoso para permanecer a bordo de la Gran Nave, lo abrazó, lo besó y lo envió a un planeta vacío donde podría vivir solo y enderezar antiguos errores.

Era como si el Hijo estuviera sentado allí, con ellos, escuchando a su madre, que contaba historias orgullosas e historias felices; y con un poco de suerte podría sentir lo extraordinario que era ver a su padre llorar de alegría.

Pamir lloraba como un capitán. En silencio, siempre bajo control. Luego se secó los ojos con unos dedos grandes y se armó con una sonrisa triste mientras miraba a su vieja amiga durante demasiado tiempo y lo leía todo en sus ropas y su rostro, y en cómo se sentaba con la espalda apoyada en la pared más alejada de aquel lóbrego local.

—¿Eres como yo? —preguntó al fin. Washen no le contó nada.

El hombre estiró una mano gruesa, una mano fuerte, sin hacer un gran esfuerzo, y la acarició a través de la manga de su blusa de seda. Luego, en voz baja y firme, con toda certeza, dijo:

—No. No eres como yo. Es bastante obvio.

La mujer sacudió la cabeza.

—No me buscan porque sea una delincuente, si es eso a lo que te refieres.

—¿Y quién lo es? —preguntó él. Luego añadió con una carcajada—: Jamás he conocido a un auténtico criminal. Pregúntale al peor sociópata si lo es y te dirá que no. Hablan mucho sobre buenas razones y malas circunstancias, y la injusticia de su suerte.

—¿Es eso de lo que hablas tú? —inquirió ella.

La amplia sonrisa se reforzó.

—Sin parar.

—¿Has oído algo? ¿Se ha desvanecido algún otro capitán?

—No —respondió él—. No. No he oído nada.

Ella le miró las manos.

—¿Sabes tú si se han ido, Washen?

Cautelosos, los ojos de la mujer no traicionaron nada.

—Pero podríais desvaneceros todos y no lo notaríamos. —Pamir lanzó una profunda carcajada al añadir—: Y no nos importaría. En absoluto.

—¿Ah, no?

Una risa más suave.

—Es mucho lo que aprendes viviendo cualquier vida que no sea la de capitán —se explicó—. Entre todas esas grandes lecciones, aprendes que los capitanes no son tan importantes como os decís que sois. No en la rutina diaria de la nave, y tampoco cuando se trata de esos temas tan grandes, lentos e inmensos.