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—Estoy destrozada —respondió ella, y se echó a reír.

Pamir se encogió de hombros.

—No me crees.

—Te asombraría si te creyera. —Washen agitó su última copa, un narcótico fiable en el que explotaban burbujas de dióxido de carbono, y después de olisquear el contenido, sugirió—: Piensas que ojalá no fuéramos importantes. Pero si nosotros no hacemos nuestro importante trabajo, todo se derrumbaría. En menos de un siglo. Quizá menos de una década.

El que en otro tiempo había sido capitán volvió a encogerse de hombros. El tema lo aburría, era hora de irse.

Washen estuvo de acuerdo. Vació el vaso y luego dejó que el silencio durara todo el tiempo que su viejo amigo pudiera soportarlo.

Que resultó ser casi una hora.

Luego, con delicada cautela, él preguntó:

—¿Ocurre algo? Has pasado a la clandestinidad. ¿Es que se cierne sobre nosotros algún desastre?

Washen sacudió la cabeza con confianza.

Y Pamir, bendito fuera, era todavía capitán suficiente para no hacer más preguntas, para no mirar siquiera en el fondo de los grandes ojos color chocolate de su amiga.

Pasaron dos días enteros juntos, e igual número de noches. Querían privacidad, así que alquilaron un refugio dentro de un hábitat alienígena y llenaron sus días haciendo senderismo por una densa selva de color violeta. Las botas especiales que llevaban les permitían permanecer en pie, ya que los únicos caminos que había eran las gruesas y resbaladizas cintas de cieno dejadas al pasar por sus caseros. Durante su segunda noche, cuando algo inmenso se arrastró al lado de su pequeña puerta principal, Washen se metió en la cama de Pamir, y con una mezcla de nerviosismo y obsceno entusiasmo hicieron el amor hasta que pudieron sumirse en un profundo sueño.

Washen abrazó al Hijo en sus sueños. Lo abrazó con ferocidad y tristeza. Pero cuando volvió a despertar, se dio cuenta de que no era al Hijo al que había sostenido en sus brazos soñados. Había sido a la propia nave. Había rodeado aquel magnífico y hermoso cuerpo de hiperfibra y metal, de piedra y maquinaria, y le había rogado que no la dejara. Sin razón alguna estaba tan dolida que el dolor era físico, y lloró, pero lloró como una capitana.

Pamir se incorporó en la cama y la contempló sin hacer ningún comentario. Una mirada más descuidada se habría perdido la empatía de los ojos masculinos y de sus labios apretados.

Pero Washen no era descuidada. Sorbió por la nariz y se limpió la cara con el dorso de las manos. Luego admitió con calma:

—Tengo que ir a un sitio. Ya debería estar allí, la verdad.

Pamir asintió. Luego, después de un suspiro profundo y vigorizante, preguntó:

—¿Cuánto tiempo llevaría?

—¿Llevaría qué?

—Si resulta que me entrego a la maestra, me inclino y le ruego que me perdone…, ¿cuánto tiempo me tendría encerrado… y cuándo podría volver a ser una especie de capitán?

En su imaginación, Washen vio al fénix rígido, más frío que la muerte.

Recordó el castigo y supo comprender el ánimo a veces quijotesco de la maestra, así que acarició los labios de su último amante.

—Hagas lo que hagas, eso no lo hagas —le dijo mientras lo empujaba.

—Me encerraría para siempre. ¿Es eso?

—No lo sé. Pero no pongamos a prueba a esa mujer, ¿de acuerdo? ¿Me lo prometes?

Pero Pamir era demasiado obstinado para ofrecerle siquiera una mentira de consuelo. Se limitó a alejarse de la mano de su amiga, sonrió a un punto lejano y luego le dijo a Washen, o a sí mismo:

—Todavía no he tomado una decisión. Y quizá no la tome nunca.

4

Había seis tanques de combustible primarios, cada uno tan grande como una luna de buen tamaño, colocados con una configuración equilibrada en lo más profundo de la nave, esferas de hiperfibra y aislamiento de vacío moldeado situadas muy por debajo del casco y los distritos habitados, por debajo incluso de las plantas depuradoras, los reactores gigantescos y los estómagos más profundos de los grandes motores.

Cada tanque era un desierto.

Solo los visitaba algún que otro equipo de mantenimiento, o algún aventurero. En botes tallados en aerogeles surcaban el hidrógeno líquido, nada que ver salvo sus propias luces frías, el océano helado y vítreo, y más allá una noche sin costuras y capaz de quemar el alma, un paisaje que producía en la mayor parte de los visitantes una sensación de profunda incomodidad.

Algunos alienígenas pedían permiso de vez en cuando para vivir dentro de uno de los tanques de combustible.

Las sanguijuelas eran una especie oscura. Ascéticas y reservadas hasta un extremo casi patológico, habían construido su asentamiento allí donde podían estar solas. Entretejieron gruesos plásticos e hilos de diamante y colgaron su hogar del techo del tanque. Era una estructura grande, pero, siguiendo la lógica de las sanguijuelas, el interior era una sala única. La habitación se extendía hasta el infinito en dos dimensiones, mientras que el techo gris y reluciente estaba lo bastante cerca como para poder tocarlo. Que era lo que Washen hacía de vez en cuando. Dejaba de caminar y apoyaba ambas manos en la sorprendente calidez del plástico, luego respiraba hondo y se desprendía de lo peor de su claustrofobia.

Unas voces la impelían a continuar.

No podía contar todas las voces, y la confusión era demasiado grande para encontrarle sentido o decirle siquiera qué especie hablaba. Washen jamás había conocido a las sanguijuelas. No de forma directa, nunca.

Pero había formado parte de la delegación de capitanes que había hablado con los mejores diplomáticos de las sanguijuelas, nada entre los dos grupos salvo una plancha de hiperfibra sin ventanas. Los alienígenas hablaban con chasquidos y chillidos, ninguno de los cuales oía ahora. Pero si no eran las sanguijuelas, ¿quién era? Se despertó un tenue recuerdo. En una de las cenas anuales de la maestra (¿hacía ya cuántos años?) algún compañero había mencionado de pasada que las sanguijuelas habían abandonado su hábitat.

¿Por qué?

De momento no recordó ninguna razón, ni siquiera recordó si la había preguntado.

Washen esperaba que las sanguijuelas hubieran llegado a su destino, que hubieran desembarcado sin incidentes. O quizá solo fuera que habían encontrado un hogar más aislado, si es que eso era posible. Pero siempre existía la triste posibilidad de que se hubiera producido un gran desastre y los pobres exófobos hubieran perecido.

Las extinciones a bordo de la nave eran más comunes de lo que los capitanes admitían en público, o siquiera ante sí mismos. Algunos pasajeros resultaban ser demasiado frágiles para soportar los largos viajes. Los suicidios en masa y las guerras privadas se llevaban a otros. Pero como a Washen le gustaba recordar, por cada invitado fallido había cien especies que prosperaban, o que al menos se las arreglaban para aferrarse a la vida en algún pequeño lugar de aquella gloriosa máquina.

Para sí, en un susurro, preguntó:

—¿Quiénes sois?

Había pasado una hora desde que saliera del sencillo ascensor. Había comenzado a andar por el centro del hábitat tras pasar primero por una serie de cámaras limpiadoras cuya función eran purificar a los recién llegados. No funcionaba ninguna de las cámaras, y todas las puertas estaban abiertas y apuntaladas o desmanteladas. Era obvio que alguien había estado allí. Pero no había instrucciones, ni siquiera una nota escrita a mano clavada a la última puerta. Washen había cubierto ocho o nueve kilómetros de aquella gravedad subterráquea que estaba poco más allá del centro de la única pared circular del hábitat.

Volvió a detenerse y apoyó las dos manos en el techo, y luego, tras ladear la cabeza, juzgó de dónde venían las voces. La acústica era excelente.