Después echó a correr con paso ligero.
El único mobiliario de la sala eran unas duras almohadas grises. El aire era cálido y rancio, olía a polvo viejo y feromonas duraderas. Los colores parecían estar prohibidos. Hasta la chillona ropa de turista de Washen parecía ir haciéndose más gris a cada momento que pasaba.
Poco a poco fueron oyéndose cada vez más voces, hasta que se convirtieron en sonidos familiares. Se dio cuenta de que eran voces humanas. Y al poco rato incluso supo quiénes eran. No por lo que decían, que seguía siendo una maraña desastrada, sino por el tono. Por la prepotencia. Eran voces destinadas a dar órdenes y a ser obedecidas al instante, sin preguntas ni pesares.
Se detuvo y entrecerró los ojos.
Destacaba sobre aquel ambiente gris algo más oscuro todavía. Un punto, una imperfección. Casi nada a esa distancia. Los llamó.
—¿Hola?
Luego esperó lo que le pareció tiempo suficiente y decidió que nadie había oído su voz, y cuando empezaba a gritar otra vez «hola» le llegó el sonido de varias voces que le decían «hola», y «por aquí» y «¡bienvenida, casi llegas tarde!»
Y así era.
Las órdenes de la maestra le habían dado dos semanas para bajar sin que nadie la viera hasta aquel extraño lugar. Washen se había despedido de Pamir con tiempo de sobra, pero después, mientras esperaba un coche cápsula en un pequeño puesto secundario, se había tropezado con tropas de seguridad que habían examinado su identificación falsa y su genética donada, y luego la habían dejado irse. Después de eso, solo para asegurarse de que no había nadie oculto entre las sombras, había vagado otro día entero antes de emprender el camino hacia ese lugar.
Washen comenzó a correr.
Pero cuando el punto oscuro se convirtió en personas que aguardaban en grupos y pequeñas filas, se detuvo y volvió a caminar con la intención de mostrar cierto decoro.
Dio comienzo una suave lluvia de aplausos que calló pronto.
De repente, Washen no pudo contar a todos los capitanes desplegados ante ella, y tras adoptar su mejor sonrisa de capitán se reunió con ellos.
—Bueno, ¿y por qué, por qué, por qué estamos aquí? —preguntó casi con una carcajada.
Nadie parecía saberlo que había ocurrido. Pero era obvio que los capitanes habían pasado los últimos días hablando sobre poco más. Cada uno tenía su teoría favorita que ofrecer, y ninguno tenía el mal gusto de defender demasiado sus palabras. Luego se terminó ese ritual, al menos de momento, y sus colegas le pidieron a Washen que contara historias de sus viajes. ¿Por dónde había vagado, qué maravillas había logrado? ¿Tenía dos o veinte ideas interesantes sobre toda aquella locura?
Washen mencionó unas cuantas guaridas de turistas, pero evitó cualquier palabra que pudiera, aunque fuera por accidente, recordarle a alguien la existencia de Pamir.
Luego, con un encogimiento de hombros, admitió:
—No tengo ninguna conjetura. Presumo que es un asunto necesario y de una importancia gloriosa, pero hasta que sepa los hechos, eso es todo lo que puedo suponer.
—Bravo —dijo un capitán de ojos grises.
Washen estaba comiendo. Y bebiendo. Los primeros en llegar habían seguido un goteo constante que llegaba de ese lugar, y habían descubierto grandes pilas de conservas selladas y una docena de barriles del mejor vino de la nave, traído desde el distrito del Mar Alfa, cultivado por las manos y los pies de simios modificados para ello. A juzgar por el tamaño de las gotas y el pequeño charco rojo, el barril se había abierto sin ayuda en cuanto el primer capitán había salido del ascensor.
Un vino delicioso, pensó Washen.
Una vez más, el capitán dijo «bravo».
Entonces lo miró.
—Diu —dijo él mientras le ofrecía una mano y una amplia sonrisa.
Washen equilibró la taza sobre el plato, y luego le estrechó la mano con la que le quedaba libre.
—Nos conocimos en el banquete de la maestra —le dijo—. Hace veinte años, ¿no?
—Veinticinco.
Al igual que la mayor parte de los capitanes, Diu era alto para su especie. Tenía unos rasgos arrugados y un encanto fácil que imbuía confianza en los pasajeros humanos. Hasta vestido con una sencilla túnica parecía alguien importante.
—Es muy amable por tu parte recordarme —le dijo él—. Gracias.
—No hay de qué.
Incluso cuando se quedaba quieto, Diu seguía moviéndose. Su piel parecía vibrar, como si el agua que albergaba dentro estuviera a punto de hervir.
—¿Qué te parece el gusto de la maestra? —preguntó él mientras se le iluminaban los ojos grises—. ¿No es un lugar muy raro para reunirse?
—Raro —le hizo eco Washen—. Esa es la palabra.
Miraron durante un instante todo lo que los rodeaba. El techo y el suelo terminaban en un sencillo muro gris puntuado por alguna pequeña ventana. Washen se preparó para lo peor y preguntó:
—¿Pero qué les pasó a las sanguijuelas? ¿Lo recuerda alguien?
—Saltaron ahí abajo, al mar —dijo Diu.
—No —murmuró ella.
—O bien los llevamos a su destino.
—¿Cuál de las dos cosas?
—Las dos —le informó él—. O bien otra cosa muy diferente. Son una especie tan extraña… Al parecer no pueden tomar ningún rumbo sin fingir que van a cien lugares más al mismo tiempo.
—Para confundir a sus enemigos imaginarios, sin duda.
—Estén donde estén —la tranquilizó Diu—, estoy seguro de que les va bien.
—Seguro que tienes razón —respondió Washen, pues sabía bien cuál era la respuesta más cortés. Si algo se desconocía, un capitán siempre debía emitir sonidos positivos.
Diu rondaba a su lado, sonriendo mientras su piel temblaba de nerviosa energía.
Veinticinco años desde que se conocieron… ¿y qué recordaba Washen de aquel hombre, si es que recordaba algo? Algo interrumpió sus pensamientos. Una voz repentina, conocida y cercana, que le dijo:
—Has estado a punto de llegar tarde, querida. Tampoco es que lo notase nadie. Miocene.
Washen se volvió con respetuosa precipitación y se encontró con un rostro que conocía mejor que la mayoría. El rostro de la maestra adjunta era tan estrecho como la hoja de un hacha, y menos cálido: cada hueso oculto bajo la piel tirante tenía su propia y perdurable agudeza. Los ojos oscuros mostraban una expresión divertida y un brillo frío. El cabello corto y castaño estaba veteado de blanco. Más alta que todos los demás, la cabeza de Miocene rozaba el techo. Y sin embargo, se negaba a agacharse, aunque solo fuera por una cuestión de comodidad.
—No es que vayas a saberlo mejor que el resto de nosotros —dijo la alta mujer—. ¿Pero qué crees tú que quiere la maestra?
Los demás se callaron. Los capitanes contuvieron el aliento, encantados en el fondo de que fuera otra la persona que tuviera que soportar el escrutinio de aquella mujer.
—No sé nada —dijo Washen con convicción.
—Te conozco —le recordó Miocene—. Tienes una conjetura, o diez…
—Quizá…
—Todos esperan, querida.
Washen suspiró e hizo un gesto.
—Aquí cuento varios cientos de pistas.
—¿Que son…?
—Nosotros.
Su grupo se encontraba cerca de una de las escasas ventanas, una amplia ranura de plástico grueso, distorsionador. Fuera no había nada salvo negrura y vacío. El océano de hidrógeno líquido, inmenso, tranquilo, imperdonablemente frío, se encontraba cincuenta kilómetros más abajo. No había nada visible en la ventana salvo sus propios reflejos turbios. Washen se miró, contempló su rostro, atractivo y sin edad, con el cabello del color de los cuervos y de la nieve sujeto con un práctico moño. Sus grandes ojos color chocolate delataban confianza, así como un placer bien merecido.