—Nos seleccionó la maestra —sugirió—. Lo que significa que las pistas somos nosotros.
Miocene miró también su reflejo.
—¿Qué ves, querida?
—La élite de la élite. —Washen comenzó a cantar nombres, a hacer una lista de los incentivos y ascensos que se habían ganado a lo largo del último milenio—. Manka acaba de conseguir el segundo grado. Aasleen estuvo a cargo de la última modernización de motores, que se terminó por debajo del presupuesto y con cinco años de adelanto. Saluki y Westfall han obtenido el galardón de la maestra más veces de las que recuerdo…
—Apuesto a que ellos sí se acuerdan —exclamó alguien.
Los capitanes se rieron hasta que se quedaron sin aliento.
Washen continuó:
—Porción es el maestro adjunto más joven de todos. Johnson Smith se saltó tres grados con su último ascenso. Y luego está Diu. —Señaló con un gesto la figura que tenía a su lado—. Ya ostenta el undécimo grado, asombroso. Tú subiste a bordo de la nave, corrígeme si me equivoco, como pasajero. Un turista normal y corriente. ¿No es así?
El enérgico hombre le guiñó un ojo.
—Cierto, señora. Y bendita seas por acordarte.
Washen se encogió de hombros y luego se volvió.
—Y luego está usted, doña Miocene. Una de las ayudantes más queridas, leales y antiguas de la maestra. Cuando era una niña que vivía en la Costa, las veía a usted y a la maestra capitana sentadas juntas en las rocas, planeando nuestro glorioso futuro.
—Soy una vieja bruja, en otras palabras.
—Antigua —ratificó Washen—. Por no mencionar una de las únicas tres maestras adjuntas con estatus de primera en la presidencia en la mesa de la maestra.
La alta mujer asintió, empapándose de halagos.
—Sea cual sea la razón —dijo Washen—, la maestra quiere a sus mejores capitanes. Eso es obvio.
Con tono divertido la maestra adjunta dijo:
—Pero querida, no olvidemos tus propios logros. ¿No crees?
—Yo nunca los olvido —respondió Washen, con lo que se ganó una cordial carcajada general. Y porque no había nada más indecoroso en un capitán que la falsa modestia, admitió—: He oído los rumores. Me han propuesto para que me convierta en la próxima maestra adjunta.
Miocene esbozó una amplia sonrisa, pero no comentó los rumores.
Que era lo más apropiado.
En lugar de eso, respiró hondo.
—¿Podéis oleros? —pidió a todos con voz fuerte y alegre. Los capitanes olisquearon el aire, un acto reflejo. —Ese es el olor de la ambición, queridos míos. Pura ambición. La alta mujer volvió a coger aire, y luego otra vez; y después, con voz resonante, admitió:— ¡No hay otro hedor más tenaz ni, para mí, la mitad de dulce!
5
Llegaron otros dos capitanes bajo el aplauso y los amables improperios de los demás. No iba a venir nadie más, aunque no había forma de saberlo en ese momento. Unas horas después, uno de los últimos en llegar estaba utilizando la letrina de las sanguijuelas, poco más que un agujero que se dilataba en una parte escogida al azar y convenientemente remota de la sala, cuando al escudriñar en una dirección vacía notó un movimiento. Entrecerró unos ojos más perspicaces que los de cualquier halcón antiguo, y por fin decidió que había un algo evidente que parecía ir creciendo y que se estaba moviendo hacia él desde una dirección nueva e inesperada.
Con tanto decoro como prisa, el capitán ordenó a sus pantalones que volvieran a subirse y regresó corriendo con los demás para comunicar a su oficial superior lo que había visto.
Miocene asintió y sonrió.
—Bien. Gracias —dijo.
—¿Pero qué deberíamos hacer, señora? —espetó el joven capitán.
—Esperar —respondió la maestra adjunta—. Eso es lo que querría la maestra.
Washen clavó los ojos en la distancia. El techo y el suelo se encontraban en una línea perfecta. Después de un buen rato, a la perfección le salió un bulto: un trocito hinchado y brillante de nada que se movía hacia ellos y cubría la distancia que los separaba con una paciencia glacial. Todos permanecieron juntos. Esperando. Luego, el bulto se dividió en varios pedazos desiguales. El más grande era tan brillante como un diamante. Los otros se extendían a ambos lados, y fue entonces cuando los capitanes comenzaron a susurrar.
—Sí. Es ella.
Y dijeron «por fin» por lo bajo.
Una hora más tarde llegó la soberana indiscutible de la nave.
Acompañada por una melodía de cornetas vestales y humanos con voz de ángel, la maestra cruzó los últimos cientos de metros. Si bien sus oficiales seguían utilizando los disfraces civiles, ella lucía una gorra espejada y el robusto uniforme que exigía su puesto. El cuerpo que había elegido era amplio y de una extraordinaria profundidad. En parte, ese cuerpo era una medida de su posición. Pero la maestra también necesitaba espacio para albergar un cerebro aumentado a conciencia. Había que monitorizar y ajustar miles de funciones de la nave, sin dilaciones, utilizando una galaxia de nexos enterrados. De la misma forma que cualquier otra persona caminaría y respiraría, la maestra capitana gobernaba la nave de forma inconsciente desde el lugar donde se encontrase, o donde se sentase, o donde encontrase una cama espaciosa en la que pudieran dormir sus necesitadas partes.
Una mano inmensa se deslizaba por el techo gris ostra para mantener la cabeza de la maestra a salvo de cualquier golpe poco ceremonioso.
Esta tenía una piel suave de un color dorado brillante, un tono muy popular entre muchas especies no terráqueas, y un hermoso cabello blanco entretejido en un nudo gordiano; su bonito rostro era tan redondo y liso que podría haber pertenecido a un bebé de dos años. Pero aquellos ojos radiantes, de un color entre negro y castaño, y la amplia y sonriente boca, transmitían una edad ingente y una sabiduría flexible.
Todos los capitanes se inclinaron.
Como era costumbre, la reverencia de los maestros adjuntos fue la más profunda.
Luego, una decena de capitanes de bajo nivel comenzaron a arrastrar los duros cojines de sanguijuela hacia ella. Diu estaba entre los suplicantes, de rodillas y sonriendo, incluso después de que la gran mujer pasara a su lado con paso calmo.
—Gracias por venir —dijo una voz que siempre sorprendía a Washen. Era una voz muy tenue y pausada, a la que siempre parecía divertirle lo que fuera que aquellos grandes ojos estuvieran viendo—. Sé que estáis perplejos —les aseguró— y confío en que estéis preocupados. Un terror bueno y sensato, quizá.
Washen sonrió para sí.
—Así que permitidme empezar —dijo la maestra. Entonces se abrió en el rostro infantil una sonrisa propia—. Primero, permitidme que os cuente las razones que tengo para este gran juego. Y si para entonces no os ha matado la sorpresa, os explicaré con toda exactitud lo que quiero que hagáis.
Acompañaban a la maestra cuatro guardias.
Dos humanos, dos robots. Pero nunca se sabía cuáles eran las máquinas vestidas de humanos y cuáles los humanos con la determinación de una máquina; un ardid intencionado que hacía que fuera más difícil para los enemigos explotar cualquier debilidad.
Uno de los guardias liberó una pequeña esfera flotante que ocupó su lugar al lado de la maestra.
Disminuyó el fulgor gris del techo y sumió la sala en la penumbra de un atardecer. Luego, la divertida voz dijo:
—La nave. Por favor.
Una proyección en tiempo real se tragó la esfera flotante. Construida con los datos canalizados a través de los sistemas internos de la maestra, la nave se alzaba del suelo al techo. La cara delantera miraba al público. El casco era lustroso y gris, envuelto en una colorista aurora de escudos de polvo, mil láseres que disparaban cada segundo y hacían evaporarse los peligros más grandes. En el horizonte, una diminuta llamarada indicaba que llegaba otra nave estelar. Nuevos pasajeros, quizá. Washen pensó en las inteligencias mecánicas y se preguntó quién las recibiría en su ausencia.