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—Bueno —dijo la maestra—. Voy a pelar mi cebolla.

En un instante se evaporó el blindaje de la nave. Washen distinguió las cuevas y cámaras más grandes y los profundos puertos cilíndricos, además de los huesos de hiperfibra que proporcionaban su gran fuerza a la estructura.

Luego se eliminaron los siguientes cientos de kilómetros.

Quedó expuesta la roca, el agua, el aire y la hiperfibra más profunda.

—La arquitectura perfecta —declaró la maestra. Se acercó un poco más a la proyección que se iba encogiendo y su fulgor iluminó su rostro sonriente. Se parecía a una enorme niña pequeña con su juguete favorito, y confesó—: En mi mente, no hay epopeya mayor en toda la historia. Ni en la historia humana ni en ninguna otra.

Washen se sabía ese discurso palabra por palabra.

—No estoy hablando de este viaje nuestro —continuó la maestra—. Circunnavegar la galaxia es todo un logro, por supuesto. Pero la mayor aventura fue encontrar esta nave antes que todos los demás, y luego dejar nuestra galaxia para ser los primeros en alcanzarlo. Imaginad el honor: ser el primer organismo vivo que pisa el interior de estas inmensas salas, la primera mente inteligente en miles de millones de años que experimenta su majestuosidad, su irresistible misterio. Fue una época magnífica. Preguntadnos a cualquiera de los que estuvimos allí. Hasta la última alma, no podemos evitar considerarnos dichosos.

Un alarde antiguo y honorable, y prerrogativa suya.

—Hicimos un trabajo ejemplar —les aseguró—. No pienso aceptar ningún otro veredicto. Durante ese primer siglo, a pesar de los recursos limitados, la sombra de la guerra y la simple enormidad del trabajo, trazamos el mapa de más del noventa y cinco por ciento del interior de la nave. Y como podría señalar, yo dirigí el primer equipo que se abrió camino por las cañerías que tenemos sobre nosotros, y fui la primera en ver la sublime belleza del mar de hidrógeno que hay bajo nosotros…

Washen escondió una sonrisa mientras pensaba: un tanque de combustible es un tanque de combustible que es un tanque de combustible.

—Y aquí estamos —anunció la maestra.

La proyección se había encogido a casi la mitad. Los tanques principales surgían del manto congelado y aparecían como seis bultitos diminutos dispuestos a intervalos regulares por la cintura de la nave, cada tanque colocado justo debajo de uno de los puertos principales. El hábitat de las sanguijuelas estaba debajo del dedo estirado de la maestra, y a esa escala no era más grande que un protozoo gordo.

—Y ahora nos desvanecemos.

Sin sonido ni más alboroto se eliminó otra capa de piedra. Y luego otra. Y rodajas más profundas de los tanques de combustible revelaron grandes esferas llenas de hidrógeno que cambiaron, dejaron de ser un líquido pacífico para convertirse en un sólido negruzco, y a más profundidad todavía en un metal de una transparencia sorprendente.

—Estos mares de hidrógeno han sido siempre los rasgos más profundos — comentó la maestra—. Bajo ellos no hay nada, salvo hierro y un estofado de otros metales aplastados bajo presiones fantásticas.

La nave había quedado reducida a una bola negra y lisa, el ingrediente esencial de una multitud de juegos de salón.

—Hasta ahora lo sabíamos todo sobre el núcleo. —La maestra hizo una pausa y se permitió una sonrisa de astucia—. Había pruebas claras y consistentes que demostraban que, cuando se construyó la nave, su corteza, manto y núcleo se despojaron de radionúclidos. El objetivo, suponíamos, era ayudar a enfriar el interior. Hacer que la roca y el metal no se movieran y fueran predecibles. No sabíamos cómo se habían apañado los constructores, pero había una red de estrechos túneles que llevaban a la parte inferior y que se iban bifurcando a medida que ahondaban, todos reforzados con hiperfibra y contrafuertes de energía.

A Washen se le había acelerado la respiración y asentía.

—A propósito o provocado por la fuerza del tiempo, esos pequeños túneles se derrumbaron. —La maestra hizo una pausa, suspiró y sacudió su rostro dorado—. No había espacio suficiente para que pasara una micromáquina. O eso hemos creído siempre.

Washen sintió el latido de su corazón, crecía en su interior una alegría ahogada, persistente y deliciosa.

—Nunca, jamás se encontró la menor indicación de que hubiera una cámara oculta —proclamó la maestra—. No voy a permitir ninguna crítica sobre este tema. Se llevaron a cabo todas las pruebas posibles. Sísmicas. Intensificación de imágenes por medio de neutrinos. Incluso cálculos manuales de la masa y el volumen. Hasta hace unos cincuenta y tres años, no había ni una sola razón sensata para pensar que nuestros mapas estaban de alguna forma incompletos.

El silencio había envuelto al público.

En voz baja, con suavidad, la maestra dijo:

—La nave entera. Por favor.

Una vez más, la bola de hierro quedó revestida de roca fría e hiperfibra.

—Giramos noventa —dijo.

Como si de repente le entrara la timidez, la cara principal de la nave les dio la espalda. Las toberas de los cohetes aparecieron ante ellos, cada una lo bastante grande para acunar una luna. Ninguna disparaba, y según el programa, ninguna lo haría durante otras tres décadas.

—El impacto, por favor.

Washen se acercó un poco más y anticipó lo que iba a ver. Cincuenta y tres años atrás, al pasar por la Nebulosa Negra, la nave había chocado con un enjambre de cometas. A nadie le sorprendió el acontecimiento. Varias brigadas de capitanes y otros miembros del personal se habían pasado décadas haciendo preparativos, elaborando mapas y más mapas del espacio que tenían ante ellos, buscando tanto peligros como clientes de pago. Pero evitar esos cometas habría costado demasiado combustible. ¿Y para qué molestarse? No es que el enjambre fuera inofensivo, pero se creía que era casi tan inofensivo como era posible.

Se lanzaron salivazos de antimateria contra los obstáculos más grandes.

Los láseres evaporaron los fragmentos que se desplomaban.

Los capitanes contemplaron cómo volvía a desarrollarse el drama, en riguroso detalle: lejos, en otras partes de la sala, vieron cómo unos pequeños soles nacían y dejaban de existir en un parpadeo. Poco a poco las explosiones se fueron acercando, y por fin estuvieron demasiado cerca. Los láseres disparaban sin pausa, haciendo que se evaporaran billones de toneladas de hielo y roca. Los escudos resplandecieron, dejaban de ser una apagada manta roja para convertirse en un manto de un lívido color violeta que luchaba por apartar el gas y el polvo. Pero los escombros seguían salpicando el casco, mil pinchazos que bailaban en su cara gris plateada. Y en el momento crítico del bombardeo hubo un devastador destello blanco que eclipsó las otras explosiones. Los capitanes parpadearon e hicieron una mueca al recordar el instante y la sensación compartida de absoluta vergüenza.

Una montaña de hierroníquel se había colado por sus tan cacareadas defensas.

El impacto hizo temblar la nave. Las cenas de gelatina se agitaron sobre los platos y los tranquilos mares se ondularon. Los pasajeros que más alerta estaban o más sensibles eran dijeron: «madre mía», y quizá se agarraron a algo más sólido que ellos mismos. Luego, durante meses, los rémoras trabajaron para llenar el nuevo cráter de hiperfibra fresca, y los pasajeros, nerviosos y aburridos, hablaron sin descanso sobre aquel único y espeluznante momento.

La nave nunca corrió peligro.

A modo de respuesta, los capitanes habían hecho una exhibición pública de sus cuidados esquemas y rigurosos cálculos para demostrar que el casco podía absorber toda esa energía y mil veces más, y que seguiría sin haber razón para ponerse nervioso, y mucho menos para asustarse. Pero de todos modos, ciertas personas y ciertas especies habían insistido en tener miedo.