Con un entusiasmo palpable, la maestra dijo:
—Ahora la sección transversal. Por favor.
El hemisferio más cercano se evaporó. En el nuevo esquema, las ondas de presión aparecían en forma de colores sutiles que surgían del lugar de la explosión y se extendían y diluían, para luego reunirse de nuevo en la popa, sacudir buena parte de las cañerías de la nave antes de encontrarse y rebotar. Luego volvían por donde habían venido de camino al lugar de la explosión, se encontraban de nuevo y una vez más rebotaban. Incluso hoy se podía detectar una fina vibración que se abría camino en susurros por toda la nave, así como por los huesos de los capitanes.
—Análisis de IA. Por favor.
Se extendió un mapa sobre la sección transversal, todo lo que esperaban y conocían. Es decir, salvo por el rasgo más grande.
—Señora —dijo una voz enérgica. La voz de Miocene—. Es una anomalía, cierto. ¿Pero esa anomalía no… no parece… poco probable?
—Y por eso yo pensé que no era nada —asintió la maestra—. Y mi IA más fiable, parte de mi propia red neuronal, estuvo de acuerdo conmigo. Esta región define un cambio en la composición. O en la densidad. Nada más, desde luego. — Hizo una larga pausa y contempló con atención a sus capitanes. Luego, con una sonrisa elegante y demasiado grande, admitió—: La posibilidad de un núcleo hueco tiene que parecer ridícula.
Los maestros adjuntos y los capitanes asintieron con una sensación de esperanza desigual.
Pero no habían acudido allí por unas anomalías y Washen lo sabía, así que se acercó un poco más. ¿Qué tamaño tenía aquel agujero? Los cálculos eran sencillos, pero las matemáticas creaban unos números asombrosos.
—Ridícula —repitió la maestra—. Pero luego pensé en cuando era un bebé de apenas un siglo. ¿Quién habría supuesto entonces que un mundo joviano podría convertirse en una nave estelar, y que yo heredaría semejante maravilla?
Da igual, pensó Washen, algunas ideas serán siempre una locura.
—Señora —terció Miocene con cierta delicadeza—. Estoy segura de que se da cuenta de que una cámara de esas proporciones haría de nuestra nave algo considerablemente menos masivo. Suponiendo que supiéramos las densidades del hierro que hay en el medio, como es natural…
—Pero tú estás suponiendo que nuestro núcleo hueco está hueco. —La maestra sonrió a su oficial favorita, y luego a todos. Su rostro dorado estaba sereno y se complacía en la confusión e ignorancia de su público. Y les recordó con gesto tranquilo—: Esto comenzó siendo el navío de otras personas. Y no deberíamos olvidar que seguimos sin saber por qué se construyó nuestro hogar. Por lo que podemos decir, esto era el carguero de alguien, diseñado para trasladar cosas y no personas, y aquí, al fin, nos hemos tropezado con la bodega de carga de la nave.
La mayor parte de los capitanes se estremeció.
—Imaginad que hay algo oculto en nuestro interior —les ordenó la maestra—. Un cargamento, en especial cualquier cosa de importancia, hay que sujetarla, protegerla. Así que imaginad una serie de campos de contrafuertes que evitarían que nuestro cargamento traquetease cada vez que ajustásemos el rumbo. Luego imaginad que esos contrafuertes son tan poderosos y duraderos que pueden enmascarar cualquier cosa que haya ahí abajo…
—Señora —gritó alguien.
La maestra se detuvo durante unos instantes.
—Sí, Diu.
—Solo díganos, por favor… ¿qué coño hay ahí abajo?
—Un objeto esférico —respondió ella. Y con un lento guiño, añadió—: Es del tamaño de Marte, más o menos. Pero bastante más difuso.
El corazón de Washen comenzó a galopar. El público dejó escapar un gruñido profundo y herido.
—Muéstraselo —dijo la maestra a su IA—. Muéstrales lo que hemos encontrado.
Una vez más cambió la imagen. Acurrucado dentro de la gran nave había otro mundo, negro como el hierro y claramente más pequeño que la cámara que lo rodeaba. La simple posibilidad de un descubrimiento tan enorme e improbable no le pareció a Washen una única revelación, sino muchas que le llegaban en oleadas y la hacían jadear y sacudir la cabeza mientras miraba el rostro de sus colegas sin apenas ver ninguno de ellos.
—Este mundo, y es un mundo de verdad, tiene atmósfera. —La maestra se reía en voz baja, y su voz pausada no cesaba de sugerir imposibilidades—. A pesar de la abundancia de hierro, la atmósfera tiene oxígeno libre. Y hay agua suficiente para que existan pequeños ríos y lagos. Están presentes todos esos deliciosos síntomas que acompañan a los mundos vivos…
—¿Cómo lo sabe? —exclamó Washen. Luego, en un acto reflejo—: ¡No pretendía ofenderla, señora!
—No he visitado el mundo, si es eso lo que preguntas. —Se echó a reír como una niña y se dirigió a todos—. Pero cincuenta años de trabajo duro y secreto han dado sus dividendos. Utilizando zánganos autorreplicantes he podido reabrir uno de los túneles que se habían derrumbado. Y he enviado sondas curiosas a la cámara para que echen un primer vistazo. Por eso puedo plantarme aquí y aseguraros no solo que existe este mundo, sino que todos y cada uno de vosotros vais a verlo en persona.
Washen miró a Diu y se preguntó si su rostro lucía aquella misma y amplia sonrisa.
—Por cierto, le he dado nombre a este mundo. —La maestra guiñó un ojo—: Médula. —Luego volvió a decir «Médula», y a modo de explicación añadió—: Es una palabra muy antigua. Significa «donde nace la sangre».
Washen sintió que su propia sangre recorría todo su cuerpo tembloroso.
—Médula está reservado para vosotros —les prometió la maestra capitana.
El suelo pareció inclinarse y rodar bajo las piernas de Washen, y fue incapaz de recordar la última vez que había tomado una bocanada consistente de aire.
—Para vosotros —proclamó la gigantesca mujer—. ¡Mis amigos más dignos de confianza y con más talento!
—Gracias —susurró Washen.
Todos pronunciaron la palabra en un coro desigual.
Luego fue Miocene la que exclamó:
—¡Aplauso para la maestra! ¡Aplauso!
Pero Washen no oyó nada, ni dijo nada; había clavado los ojos en la extraña cara negra de aquel mundo tan inesperado.
Médula
El cielo es liso como la perfección e igual de eterno, redondo como la perfección y supremo en todos los sentidos, como debería serlo ese extremo del universo.
Un billón de rostros hacen caso omiso del cielo.
La perfección es insignificante. Es aburrida.
Lo que tiene consecuencias está enfermo, defectuoso, triste y enfadado, todo lo que comes o que desea comerte a ti y todo lo que es una putada en potencia. Solo la imperfección puede cambiar su naturaleza, o la tuya, y el cielo nunca cambia. Nunca. Y por eso esos billones de ojos miran hacia arriba solo para buscar cosas que vuelan o flotan, todo lo que está más cerca de ellos que esa redondez lustrosa y plateada.
No hay perfección aquí abajo.
En este lugar nada puede permanecer igual durante mucho tiempo y no triunfa nada que no pueda adaptarse, con rapidez, sin dudar ni quejarse y sin el menor remordimiento.
No se puede confiar en el suelo que hay debajo.