—Apuesto a que se sentirán orgullosísimos —comentó Diu.
—¿Orgullosos de qué?
—De ti —respondió él.
Durante un instante a Washen la embargó la confusión, y quizá se le notó en su rostro de ordinario sereno.
—Porque se enterarán de la noticia —continuó Diu—. Cuando la maestra le anuncie a la galaxia lo que hemos encontrado aquí abajo y hable de nuestro papel en esta gran aventura… Cuando eso ocurra, creo que todo el mundo, en todas partes, va a conocer nuestra historia.
Lo cierto es que ella no había considerado una posibilidad tan obvia.
Es decir, no hasta ese momento.
—Nuestra famosa nave tiene algo oculto en su interior —dijo Diu—. Imagina lo que pensará la gente.
Washen asintió, estaba de acuerdo… mientras una onza de su ser comenzaba a sentir el más leve y gris de los escalofríos, un heraldo repentino de lo que podría ser un temor pequeño y extraño.
7
Los recién llegados no estaban preparados para Médula.
Washen no había visto imágenes de su campamento base ni del mundo en sí. Las imágenes, como los susurros, tenían vida propia y cierto talento para extenderse más allá de lo que se pretendía. Y por eso ella no tenía nada en mente salvo los esquemas que la maestra había mostrado a todos los capitanes, y que le habían hecho sentirse como una niña inocente.
El diminuto coche en el que viajaban los dos se hizo transparente cuando aparcó en un pequeño garaje. Había hiperfibra en todas direcciones, el material gris plateado se moldeaba hasta convertirse en un marco diamantino que creaba puntos de atraque, casilleros y escaleras largas, muy largas.
El coche reclamó el primer punto de atraque disponible.
A pie recorrieron los últimos escalones de tres en tres, y así conquistaron Diu y Washen el último kilómetro. Estaban en el interior de un pasadizo recién fabricado y un poco frío. Luego terminaron las escaleras, y sin previo aviso salieron a una amplia plataforma panorámica desde donde se asomaron juntos al borde.
La burbuja de diamante yacía entre ellos y varios cientos de kilómetros de espacio animado y sin aire. Campos de fuerza giraban por el aparente vacío, creando una serie de obstinados contrafuertes. En sí mismos los contrafuertes ya eran un gran descubrimiento. ¿De dónde sacaban la energía? ¿Cómo habían cumplido su función durante tanto tiempo, sin un solo momento de interrupción? En realidad, Washen podía verlos: una luz blanca azulada y brillante parecía fluir por todas partes hasta llenar la gigantesca cámara. La luz nunca parecía vacilar. Incluso con la protección de la burbuja, el resplandor era intenso. Incesante. Los ojos civilizados necesitaban adaptarse, una tarea fisiológica que incluía las retinas y el color del cristalino, una labor inconsciente que podría llevar una hora, como mucho, pero incluso con su flexible genética Washen dudaba que una persona, dado un periodo de tiempo razonable, pudiera llegar a sentirse cómoda con aquel día interminable.
La pared de la cámara era una gran esfera de hiperfibra de color gris plateado estropeada, solo por el más diminuto de los túneles aplastados que había quedado de la época en que se creó. La cámara rodeaba un volumen mayor que el de Marte, y según los sensores y las mejores conjeturas, su hiperfibra era tan gruesa como el blindaje más grueso que había en el remotísimo casco de la nave. A juzgar por su grado y pureza, era probable que fuera dos veces más fuerte, o veinte. O más, quizá.
La pared plateada era el techo de los capitanes y descendía de forma abrupta pero con suavidad por todos lados, al tiempo que su cara plateada se desvanecía tras el cuerpo redondo de Médula.
—Médula… —susurró Washen hechizada.
En una pequeña porción del mundo, allí abajo, donde dio la casualidad que sus ojos entrecerrados miraron primero, hasta una docena de volcanes vomitaban fuego y gases negros, cintas de hierro candente que fluían para adentrarse en un lago de hierro que se enfriaba de mala gana, mientras una escoria sucia y oscura se iba formando en la orilla. En cuencas más frías y cercanas, los arroyos de agua caliente se adentraban en lagos tibios que no parecían mucho más acogedores: cuerpos manchados de minerales e inyectados de violetas, torbellinos de carmesí y negro, gruesos marrones cenagosos. Sobre todos esos lagos, agua: nubes reunidas en imponentes tormentas devueltas por los musculosos vientos a la tierra. Allí donde la corteza no explotaba, era de un escabroso color negro sin sombra, y la negrura no se debía a los suelos ahogados por el hierro. Lo que Washen vio era una vegetación vigorosa del color del hollín y que disfrutaba del calor de aquel día interminable. Bosques. Selvas. Masas de algo parecido a arrecifes de vida fotosintética. Una bendición, todo ello. Cuando observaban desde el campamento base, los capitanes solo podían suponer lo que estaba pasando. La vegetación actuaba como un sinfín de filtros, eliminaba las toxinas y arrancaba el oxígeno de la interminable corteza, creando una atmósfera que no estaba limpia, pero que parecía lo bastante limpia para que los humanos, una vez condicionados de la forma adecuada, pudieran respirarla, quizá con comodidad.
—Quiero ir ahí abajo —confesó Washen.
—En su momento —le advirtió Diu mientras señalaba algo por encima del hombro—. Las cosas que son imposibles suelen llevar su tiempo.
La burbuja de diamante envolvía más de un kilómetro cuadrado de hiperfibra. Las tiendas, las residencias y los laboratorios colgaban como estalactitas y sus tejados servían de cimientos. En el borde de la burbuja, unos zánganos barreneros vertían hiperfibra fresca para crear un cilindro de color blanco plateado que iba creciendo poco a poco, hacia el tosco paisaje negro de abajo.
Ese cilindro sería su puente al nuevo mundo.
Con el tiempo…
No había ninguna otra forma de bajar. Los campos de los contrafuertes habían destruido todo tipo de maquinaria enviada a su interior. Por muchas razones, algunas apenas comprendidas, esos contrafuertes también erosionaban, y luego mataban, a todo tipo de mente que se atreviese a tocarlos. Algunos capitanes con experiencia en ingeniería habían trabajado sobre el problema. La líder del equipo era una genio llamada Aasleen que había diseñado un pozo de hiperfibra con el interior protegido por cuasicerámica y superfluidos. Las teorías más toscas afirmaban que el peligro terminaría donde terminara la luz, que era en los bordes superiores de la atmósfera de Médula. Una exposición breve y protegida no mataría a nadie. Pero antes de que los capitanes hicieran historia, se realizarían pruebas. Sentados en un laboratorio cercano, dentro de jaulas espaciosas y limpias, había varios cientos de cerdos y babuinos inmortales, todos ellos igual de malcriados y todos ellos ignorantes por completo de su inminente heroísmo.
Washen estaba pensando en babuinos y calendarios.
Una voz conocida interrumpió su ensoñación.
—¿Qué impresión te da, querida?
Miocene se encontraba detrás de ellos. De uniforme, su presencia era incluso más imponente, y también más fría. Pero Washen preparó su mejor sonrisa y saludó a la líder de la misión con un nítido «señora» y una pequeña inclinación.
—Estoy sorprendida, señora —admitió—. No sabía que este mundo fuera a ser tan hermoso.
—¿Lo es? —Aquel rostro afilado como un cuchillo le ofreció una sonrisa. Sin mirar abajo añadió—: No podría saberlo. No entiendo nada de estética. Durante un incómodo momento no habló nadie.
Luego Diu sugirió:
—Es una belleza espartana, señora. Pero está ahí.
—Te creo. —La maestra adjunta le sonrió a la distancia—. Pero dime: si este mundo resulta tan inofensivo como hermoso, ¿qué crees que pagarán nuestros pasajeros para venir aquí y echar un vistazo? O quizá para bajar y dar un paseo.