En lugares pequeños, y luego en otros más grandes, me fueron despertando.
Y sin embargo, yo no tenía voz.
¿Poseía alguna vez la capacidad de hablar?
Quizá no, comprendí. Quizá lo que yo recuerdo como mi voz es en realidad la de otro. ¿Pero la de quién? ¿Y cómo es posible que un lapso de tiempo te pueda robar un conocimiento tan básico y esencial?
La mayor parte de los humanos subieron ahora a bordo de mí.
Con cuidado y cariño los conté. Doce a la cuarta potencia, más unos cuantos más. Que era un número diminuto, casi insignificante, comparado con mi inmensidad.
Pero entonces llegaron más naves, una flota procedente de otros soles, otros mundos humanos. Estos últimos navíos tenían motores más poderosos y eficientes. Y me di cuenta de que, incluso si eran animales, eran capaces de adaptarse con rapidez. Lo que solo podía ser bueno.
¿Pero por qué era bueno?
Con todas mis nuevas energías intenté gritar a mis inocentes compañeros, quería rogarles que me escucharan.
Pero estaba muda.
Salvo el susurro del viento, el crujido de la energía caprichosa en una pared de granito y el estrépito seco de la grava que acompaña a una pisada humana, no pude emitir ningún sonido.
La población humana aumentó doce veces más.
Y durante un corto espacio de tiempo, no cambió nada.
Habían llegado todos los exploradores. Con una eficacia vivificante levantaron un mapa de cada túnel y cada grieta, y a cada uno de ellos le dieron una designación precisa.
Cada una de las grandes salas y cámaras cavernosas fue galardonada con un nombre especial. Se encontraron en mi interior, a muchas profundidades, magníficos mares de agua y amoníaco, metano y silicona. Baterías de maquinaria podían manipular su química y adaptarlos asía una amplia variedad de formas de vida. Como es lógico, los humanos hicieron un experimento, adaptaron uno de los mares de agua, vertieron sales y acidez a su gusto, la temperatura cálida en la superficie y fría debajo; y luego apostaron por la permanencia construyendo una pequeña ciudad con vistas a la costa de cantos negros de aquel mar.
Todo aquello que los humanos descubrieron en mi interior, yo lo descubrí también.
Hasta ese momento, yo jamás había comprendido del todo mi grandeza, ni mi propia belleza, gloriosa y raída.
Quería darlas gracias a mis invitados y no pude. Del mismo modo que no pude hacer que oyeran mis lastimeras advertencias. Pero cada vez estaba más cómoda con mi mutismo. Todo tiene sus razones, y por muy magnífica y gloriosa que sea yo, no soy nada comparada con los sabios que me crearon. ¿Y quién soy yo, una simple máquina, para cuestionar su sabiduría sin límites?
Bajo mis mares líquidos todavía había océanos más grandes de hidrógeno líquido. Combustible para mis motores dormidos, sin duda.
Los humanos aprendieron a reparar mis bombas y reactores gigantes y consiguieron activar uno de los grandes motores, un estallido experimental de plasmas de alta velocidad que resultaron estar más calientes y ser más poderosos de lo esperado.
A esas alturas estábamos metiéndonos en su galaxia.
Llevaba el nombre de unas secreciones maternas, esta Vía Láctea.
Comencé a saborear sus polvos y su débil calidez templó mi vieja piel. Tenía debajo de mí un cuarto de trillón de soles, además de cien trillones de mundos, vivos o no. Salía de la nada para precipitarme sobre el corazón cosmopolita del universo. Decenas de miles de especies habían visto mi llegada y, como es natural, unas cuantas enviaron sus propias y diminutas naves que orbitaron a mi alrededor, a la habitual distancia respetuosa. Luego utilizaron muchas voces para pedir que se les permitiera subir a bordo o para exigir directamente que me entregaran.
Los humanos los rechazaron a todos. Con educación al principio, luego algo menos.
Escuché sus palabras frías y oficiosas sobre el derecho interestelar y el estatus de las naves indigentes. Luego hubo un silencio cauto y calculado.
Uno de los intrusos decidió pasara la acción. Atacó sin previo a viso y convirtió las naves estelares humanas en luz y escombros pulverizados.
Poco preparadas para la guerra, a mayor parte de las especies se retiró sin mucha elegancia. Solo permanecieron allí los más violentos, que desataron sus armas contra mi casco blindado. Pero si puedo soportar el impacto de un gran cometa a una pingüe fracción de la velocidad de la luz, sus bombas de tritio y sus láseres de rayos X no podían hacer nada. Nada. Los humanos, a salvo en mi interior, continuaron con sus vidas sin prestar demasiada atención al bombardeo; siguieron reparando y recalibrando mis viejas entrañas mientras sus enemigos se agotaban contra mi gran cuerpo.
Una tras otra, las naves estelares renunciaron a la lucha y se fueron a casa.
Desesperada por establecer algún derecho, la última especie intentó un aterrizaje por la fuerza. Su capitán se precipitó hacia mi cara principal, entró y salió de los cráteres mientras avanzaba a toda velocidad hacia el puerto más cercano. Fue un acto valiente, atrevido y temerario. Una red de generadores de escudos, láseres y cañones de antimateria aguardaba dentro de profundos búnkeres. En alguna época perdida debieron de funcionar para protegerme de cometas y otros peligros. Igual que había ocurrido con los otros sistemas, los humanos habían descubierto la maquinaría y habían hecho reparaciones. Y con una mezcla de ansia de venganza y piedad, utilizaron los láseres para destruirlos motores y las armas de sus atacantes, y luego convirtieron en prisioneros a los supervivientes.
Después, con un rugido, le gritaron a la Vía Láctea:
«¡Esta nave es nuestra!»
«¡Nuestra!»
«¡Ahora y para siempre! ¡La nave nos pertenece!»
Colocadas sobre una gran roca negra había sillas negras de madera, y sentados en esas sillas, disfrutando del falso sol, estaban la maestra capitana y su personal más próximo, todos ellos vestidos con sus uniformes espejados más elegantes.
—Ahora que hemos ganado —comenzó la maestra—, ¿qué hemos ganado?
Nadie dijo nada.
—Tenemos derecho a gobernar la nave estelar más grande jamás vista — continuó mientras señalaba con un gesto un techo azul, la cálida espuma y la roca basáltica, más cálida todavía—. Pero los gobiernos y corporaciones pagaron la misión que nos trajo aquí, y tampoco es irracional que esperen sacar algún rendimiento de su elevada inversión.
Todos asintieron, y esperaron. Conocían bastante bien a la maestra y sabían que debían guardarse sus opiniones, al menos hasta que ella los mirase y pronunciase sus nombres.
—Esta nave se está moviendo a muchísima velocidad —señaló—. Incluso si pudiéramos rotar ciento ochenta grados y disparar sus motores hasta que se secaran los tanques, seguiríamos moviéndonos demasiado rápido para atracar en cualquier parte. No se puede hacer bailar a veinte masas terráqueas. ¿Verdad?
Silencio.
La maestra adoptó un rostro estrecho, profesional y frío.