—Si es un poco peligroso —aventuró Washen—, entonces pagarán más.
Diu asintió con la cabeza.
La sonrisa de Miocene se acercó más y se hizo más dura.
—¿Y si es más que un poco peligroso?
—Lo dejaremos en paz —respondió Washen.
—¿Peligroso para la nave?
—Entonces tendremos que hundir nuestro nuevo túnel —sugirió Diu.
—Con nosotros arriba y a salvo —añadió Miocene.
—Por supuesto —dijeron los capitanes al unísono.
Una amplia sonrisa llenó el rostro de Diu, y por un momento fue como si estuviera sonriendo con el cuerpo entero.
Tras el puente en ciernes, aferrados a la cara lisa de la cámara, había decenas de espejos y varias colecciones de complejas antenas. Diu las señaló con un gesto.
—¿Hemos visto vida inteligente, señora? —preguntó—. ¿O quizá unos cuantos artefactos?
—No —dijo Miocene—, y no.
Sería un lugar extraño para que evolucionara la sapiencia, pensó Washen. E incluso si los constructores de la nave hubieran dejado alguna ciudad a su paso, habría quedado destruida mucho tiempo atrás. O al menos habría sido tragada. La corteza que había bajo ellos quizá no tuviera ni siquiera mil años. Médula era una forja enorme que refundía de forma constante no solo su negro rostro, sino también los huesos calientes que había debajo.
—Este mundo tiene una gran característica propia —señaló Diu—: es la única parte de la nave que viene con sus propias formas de vida.
Cierto. Cuando llegaron los humanos, cada pasadizo y cada sala gigantesca resultaron yermos. Tan desprovistos de vida como las manos limpias y elegantes del mejor autodoc, y más todavía.
—Pero eso quizá solo sea una coincidencia —respondió Washen—. Para nacer, la vida suele requerir una geología activa. El resto de la nave es roca fría e hiperfibra, y las enormes plantas purificadoras habrían destruido cualquier compuesto orgánico ambicioso casi al mismo tiempo de formarse.
—Y sin embargo no puedo evitar soñar —confesó Diu mientras se quedaba mirando a las dos mujeres—. En mis sueños, los constructores están ahí abajo, esperándonos.
—Un delirio —le advirtió Miocene.
Pero Washen sentía algo muy parecido. Allí de pie, contemplando ese reino maravilloso, se imaginaba una especie antigua de bípedos que recubrían con hiperfibra las paredes de la cámara y luego creaban Médula con el propio núcleo de la nave. No sabía por qué lo habrían hecho, ni siquiera se atrevía a conjeturar en secreto. Pero imaginarse a alguien como ella, cinco o diez mil millones de años atrás… era una perspectiva atractiva, aterradora y concentrada, y algo que no quería compartir con los demás.
¿Quién sabía lo que encontrarían? Era un lugar enorme, se recordó Washen, No podían ver más que una franja del mundo desde aquella diminuta atalaya. ¿Y quién podía decir lo que había debajo de cualquiera de esas montañas que escupían hierro, o más allá de aquel tosco horizonte?
Mientras consideraba estos importantes asuntos, habló Diu. Palabras optimistas salían sin cesar de su incansable boca.
—Esto es fantástico —exclamó mirando a través del suelo de diamante de la plataforma—. Es un honor inmenso. Estoy encantado con que la maestra, en su inmensa sabiduría, me haya incluido en este proyecto.
La maestra adjunta asintió pero guardó un llamativo silencio.
—Ahora que estoy aquí —lloriqueó Diu—, ya casi puedo verlo. El propósito de este lugar y de la nave entera.
Con una mirada serena, Washen intentó decirle a su compañero que se callara.
Pero Miocene ya había ladeado la cabeza para mirar a su colega de grado undécimo.
—A mí, por lo menos, me encantaría oír todas tus ideas, querido.
Diu enarcó sus oscuras cejas.
Y un instante después, con un tono entre divertido y desolado, comentó:
—Tendrá que disculparme, pero creo que no, señora. —Luego se miró las manos y habló con el criterio frío de un capitán—. Una vez dicho, el pensamiento útil ya le pertenece a otra alma por lo menos.
8
Incluso dentro de su alojamiento, con las ventanas oscurecidas y todas las lámparas dormidas, Miocene alcanzaba a sentir la luz exterior. En su mente podía ver el color azul y duro incluso cuando tenía los ojos bien cerrados, y podía sentir el resplandor que se colaba por las grietas más diminutas y luego le perforaba la carne, sin más ansia que la de molestar sus viejos huesos.
¿Cuándo había sido la última vez que había dormido bien? No recordaba lo que era la noche, cosa que no hacía más que empeorar las cosas. La presión de esta misión, en este entorno concreto, estaba haciendo estragos en sus nervios y su confianza, y estaba partiendo en dos la apariencia que con tanto esmero se había fabricado.
Despierta y sabiendo que no debería estarlo, la maestra adjunta se quedó mirando la oscuridad, imaginando un techo diferente y un yo también diferente. Cuando era poco más que un bebé, sus padres (personas de medios modestísimos) le regalaron un juguete inesperado y maravilloso. Era una miniatura en aerogel y diamante de la sonda del espacio profundo que acababa de descubrir a la Gran Nave. Por insistencia de la niña suspendieron el juguete sobre su cama. Parecía una tela de araña azulada que de algún modo había atrapado media docena de espejos diminutos y redondos. En el centro había una caja del tamaño de un puño. Dentro de la caja había una sencilla IA que conservaba los recuerdos y la personalidad de su histórico predecesor. Por la noche, mientras la niña yacía bajo las mantas, la IA hablaba con una voz profunda y paciente y describía los mundos lejanos que había trazado, y cómo su valiente trayectoria había terminado por sacarla de la Vía Láctea. Los espejos falsos proyectaban imágenes que mostraban miles de mundos, luego el vacío negro y frío y, por fin, el primer fulgor apagado de la nave. El fulgor resplandecía y se hinchaba hasta convertirse en la cara magullada y antigua, y luego Miocene se encontraba más allá de la nave, volviendo la cara para contemplar los motores descomunales que habían contribuido a lanzar aquella maravilla hacia ella. Porque habían lanzado la Gran Nave hacia ella, lo sabía. A esa edad, y siempre.
Llegada la mañana, el juguete siempre la saludaba con palabras de envidia.
—Ojalá tuviera piernas y pudiera caminar —afirmaba—. Y desearía tanto tener tu mente y tu libertad, y también solo la mitad de tu glorioso futuro…
Adoraba aquel juguete. A veces le parecía su mejor amiga y su aliada más leal.
—No te hacen falta piernas —le decía Miocene—. Allá donde vaya, te llevaré conmigo.
—La gente se reiría —le advirtió su amiga.
Incluso cuando era niña, Miocene odiaba ser el chiste de nadie.
—Te conozco —decía su juguete riéndose de su necedad—. Cuando llegue el momento, me dejarás. Y antes de lo que crees.
—No lo haré —explotaba ella—. Nunca.
Como es natural se equivocaba. Apenas veinte años después, Miocene tenía el cuerpo de una persona adulta y también los comienzos de un intelecto adulto, y a pesar de tenerlo casi todo en contra, había conseguido una beca completa para estudiar en la Academia de Minería espacial. Su ilustre carrera había comenzado en serio, y por supuesto que dejó atrás sus juguetes. Hoy, su antigua amiga estaría en algún almacén, o perdida, o con toda probabilidad sus padres (personas poco amigas de sentimentalismos) se habrían limitado a tirarla. Y aun así…
Había momentos en los que yacía despierta, sola o no, y miraba al techo y veía a su amiga colgada de nuevo sobre ella, y escuchaba su voz profunda y heroica susurrándole solo a ella, contándole lo que era navegar sola entre las estrellas.