El panel transparente se inclinó hacia fuera y se afinó como una burbuja expandida.
Miocene se inclinó hacia delante y miró por el costado de la residencia, se asomó a través de la calle diamantina a la cara negra y ardiente de aquel extraño mundo… y para sí, en voz baja y seca, dijo:
—Por favor, no venga aquí, señora. Déjeme la gloria. Solo esta vez, por favor.
Los capitanes no eran nada sin planes y rutinas.
9
La llegada al planeta se produjo nueve días y un año después de la sesión informativa de la maestra, y todos los acontecimientos históricos, pequeños y no tan pequeños, se sucedieron tal y como los capitanes habían anticipado. El lugar del aterrizaje se escogió por la madurez y aparente estabilidad de su corteza. El puente se retocó y manipuló hasta colocarlo en su posición y luego se introdujo en la atmósfera superior, los fuelles tomaron una gran bocanada de aire y el aire robado se sometió a todo tipo de pruebas imaginables. Los últimos kilómetros del puente se añadieron en un último y precipitado momento orquestado con todo cuidado. En el último instante, los sensores estudiaron la tierra que se elevaba hacia ellos y dibujaron un mapa de todos los detalles hasta un nivel microscópico. Luego se clavó de golpe en el suelo de hierro una punta de hiperfibra afilada como una cuchilla, y se precipitó hacia el suelo un coche diseñado especialmente para ello, protegido tanto por sofisticados campos como por su velocidad. El viaje a través de los corrosivos contrafuertes fue rápido y transcurrió sin incidentes, y el primer grupo aterrizó en el planeta con un alboroto mínimo.
Se corrió el rumor de que la maestra en persona iba a venir a tomar parte. Pero, como la mayor parte de los rumores, resultó no ser cierto, y después a todos les pareció una historia un poco ridícula. ¿Por qué, después de cuidar tanto las medidas de seguridad, iba a correr esa mujer un riesgo tan aborrecible?
Fue Miocene la que cargó con el privilegio.
Acompañada por un enjambre de cámaras e IA de seguridad, pisó con cuidado la superficie de Médula. Washen la contemplaba desde el campamento base y desde allí vio aquel rostro demasiado tranquilo que contemplaba el paisaje alienígena, y notó algo en aquellos ojos muy abiertos que no parpadeaban. Asombro, quizá. Una admiración sincera. Luego esa expresión, significara lo que significara, se evaporó. Con aquella boca estrecha y un forzado sentido de su propia importancia, Miocene declaró:
—Al servicio de la maestra, hemos llegado.
Los capitanes que estaban arriba gritaron y rompieron a cantar.
Aquel primer grupo tomó muestras ceremoniales del suelo y el follaje, y luego realizaron la esperada retirada al campamento base.
Se cenó tarde, y fue todo un banquete. Copas sin fondo de champán auténtico acompañaron a las carnes especiadas y las extrañas verduras, y cuando más ruidosa era la fiesta, la lejana maestra envió una cordial felicitación.
Delante de todo el mundo llamó a Miocene «vuestra valiente líder». Luego el cuerpo proyectado hizo un elegante giro, señaló con un gesto el mundo que tenían debajo y proclamó:
—Este es un día trascendental en la trascendental historia de nuestra nave.
No, no lo es, pensó Washen.
Era una desilusión persistente que no hizo más que crecer. Seis equipos, incluyendo el de Miocene, viajaron a Médula al día siguiente, y al estudiar las cosechas de datos y las imágenes en vivo y en directo, Washen encontró justo lo que esperaba encontrar. Los capitanes eran administradores, no exploradores. Cada momento histórico era coreografiado, pura rutina. Lo que Miocene quería era que cada arbusto e insecto tuviera un nombre y que se memorizara cada trozo oxidado de suelo. No se permitía que ni una sola sorpresa tendiera una emboscada a aquellos primeros equipos, tan trabajadores y serios.
Ese segundo día fue concienzudo, y agobiante. Pero Washen no mencionó su desilusión, ni siquiera le puso nombre a sus emociones.
La costumbre era la costumbre, y ella siempre había sido una capitana ejemplar. Además, ¿qué clase de persona espera que haya heridas o errores, o algún tipo de problema? Que es lo que puede provocar lo inesperado.
Y sin embargo…
Al tercer día, cuando su propio equipo estaba listo para embarcar, Washen se obligó a parecer una capitana.
—Daremos un paseo por el hierro —dijo a los otros— y superaremos todos los objetivos. Según el programa, si no antes.
Fue un viaje rápido, y desde luego extraño. Diu viajaba al lado de Washen. Lo solicitó él, igual que había solicitado formar parte de su equipo. El coche protegido comenzó subiendo por el túnel de acceso para meterse en el garaje y adquirir un poco de impulso antes de lanzarse hacia abajo. Luego pasó como un rayo por los contrafuertes, mientras un millón de dedos eléctricos penetraban en los escudos de superfluidos y luego en sus finos cráneos y jugaban por un momento con la cordura de todos.
El coche alcanzó la atmósfera superior y frenó, las tremendas gravedades magullaron la carne e hicieron pedazos huesos menores. Los genes de emergencia se despertaron, entretejieron los análogos de proteínas y solucionaron los dolores más importantes en cuestión de momentos. El puente estaba enraizado en el costado de una colina de hierro frío y oxidado, y selva negra. A pesar del cielo cubierto y cargado, el aire era brillante y el calor era como el de un horno: cada aliento sabía a metales y a sudor nervioso. Los capitanes descargaron los suministros. Como líder del equipo, Washen dio órdenes que todo el mundo se sabía de memoria. Sacaron el coche del puente y luego lo reconfiguraron. Cargaron y probaron su nuevo vehículo; después, los autodocs sometieron a varias pruebas a los capitanes: los genes recién implantados ya empezaban a ponerse en funcionamiento y ayudaban a sus organismos a adaptarse al calor y al entorno rico en metales. Momentos más tarde Miocene, sentada en un campamento cercano, daba su bendición y Washen se elevaba para poner rumbo al lugar de estudio que le habían señalado.
El rústico paisaje estaba roto y retorcido, partido por fallas, crudas montañas e incontables respiraderos volcánicos. Los respiraderos guardaban silencio, algunos desde hacía un siglo y algunos desde hacía una década; o, en algunos casos, desde hacía unos días. Pero el terreno que los rodeaba estaba vivo, adornado por pseudoárboles que recordaban a champiñones enormes, cada uno de ellos apretado contra su vecino. Sus caras negras y barnizadas se alimentaban de la deslumbrante luz azul.
Médula era al menos tan duradera como los capitanes que volaban sobre ella. Los ritmos de crecimiento eran espectaculares, y por más motivos que la luz abundante o la fotosíntesis hipereficiente. Los primeros hallazgos apoyaban una primera hipótesis: la selva también se alimentaba a través de las raíces: las puntas eran como cinceles que se abrían camino a través de las fisuras y encontraban manantiales calientes repletos de bacterias termofílicas.
¿Pero los ecosistemas acuáticos eran igual de productivos? Esa era la pequeña pregunta de Washen, y había elegido un lago pequeño, asfixiado por los metales, para estudiarlo. Llegaron según el programa previsto, y después de darle dos vueltas al lago se posaron en una plancha de escoria negra congelada. El resto del día lo pasaron levantando el laboratorio y la vivienda, colocando trampas para especímenes y, como precaución, instalando un perímetro de defensa, tres IA paranoicas que no hacían nada salvo pensar lo peor de cada bicho y espora que pasaba.
La noche era obligatoria.
A pesar de la luz perpetua, Miocene insistió en que cada capitán durmiera cuatro horas completas y luego invirtiera otra hora en la comida y tareas rituales.
Según el programa previsto, los componentes del equipo de Washen treparon a sus seis refugios instantáneos, se quitaron los uniformes de campaña y luego yacieron despiertos, escuchando el zumbido constante de la selva y contando los segundos que faltaban hasta la hora de levantarse de nuevo.