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Se sentaron a desayunar al aire libre, en un pulcro círculo, y levantaron los ojos para mirar al cielo. Un viento cambiante se había llevado las nubes y había traído un aire más caliente y seco, y más luz todavía. La remota pared de la cámara era de un color blanco plateado, lisa y lejana. El campamento base de los capitanes era una mancha oscura visible solo porque el aire estaba despejado. Con la distancia y el resplandor, el puente se había desvanecido. Si Washen tenía cuidado, casi podía creer que eran las únicas personas en el mundo. Si tenía suerte, se olvidaba de que unos sofisticados telescopios la contemplaban allí sentada, en su silla de aerogel, comiéndose las raciones previstas y ahora, con la mano derecha, rascándose el dorso de su muy húmeda oreja derecha.

Diu estaba sentado a su derecha, y cuando ella lo miró, el hombre le sonrió con tristeza, como si leyera sus pensamientos.

—Sé lo que necesitamos —anunció Washen.

—¿Qué necesitamos? —preguntó Diu.

—Una ceremonia. Un pequeño ritual antes de poder empezar. —Se levantó y se acercó al lago, no muy segura de por qué hasta que llegó. Un agua negruzca lamía las piedras medio oxidadas. Dobló las rodillas y dejó que una de sus manos se metiera bajo la superficie, sintió el calor fácil y, entre los dedos, la grasienta presencia del cieno y la vida. Le llamó la atención un grupo de arbustos de pantano con forma de cúpula, a cuyo lado había una trampa para especímenes. Y resultó que estaba llena. Washen se levantó y se secó la mano en el uniforme. Luego, con todo cuidado, desató la trampa y volvió con ella al campamento.

En Médula, los pseudoinsectos llenaban la mayor parte de los mundos animales.

En la trampa había una libélula de seis alas, azul como el feldespato y más larga que un antebrazo. Bajo la mirada de los otros capitanes, Washen sacó con suavidad a su víctima de la red, le plegó las alas y con la mano izquierda le sostuvo el cuerpo con firmeza mientras con la derecha empuñaba un láser. La cabeza se desprendió y el cuerpo pateó un poco antes de morir. Después, Washen despojó el cadáver de las alas y la cola y colocó el grueso tórax dentro de su diminuta cocina de campaña. El asado llevó unos segundos. El caparazón se abrió con un sonido sordo. Luego, la capitana agarró un trozo de la carne caliente y negruzca y con una mueca se obligó a morderla y masticarla.

Diu lanzó una ligera carcajada.

Otra capitana, Saluki, fue la primera en decir:

—Se supone que no debemos.

Un capitán de grado duodécimo llamado Broq añadió:

—Órdenes de Miocene. A menos que haya una emergencia, nos limitamos a comer las conservas.

Washen se obligó a tragar.

—Y no querréis volver a comer esto, creedme —dijo entonces con una amplia sonrisa.

No había virus nativos que coger ni toxinas que su genética reforzada no pudiera destruir u orinar. Miocene estaba interpretando el papel de madre cauta, ¿y qué daño se hacía con eso?

Washen repartió la carne ceremonial.

Saluki deseaba complacer a su líder de equipo, así que se llevó la carne a la lengua y luego se la tragó entera.

Broq protestó, pero consiguió hacer el mismo truco.

Los dos siguientes, dos hermanos nacidos en la nave y llamados Promesa y Sueño, le ofrecieron un guiño pícaro al cielo y le dieron las gracias a Washen.

El último en aceptar su parte fue Diu, y su primer mordisco fue diminuto. Pero no hizo ninguna mueca: cogió el resto del cadáver, y con los dientes blancos arrancó un trozo rico en grasa que masticó antes de tragar.

Luego, con una extraña risita les dijo a todos:

—No es tan horrible. Si dejara de arderme un poquito la boca, creo que hasta disfrutaría del sabor.

10

Semanas de trabajo incesante hicieron que la posibilidad pareciera un hecho.

Médula se había tallado a partir del corazón de la nave. O para ser más precisos, se había tallado a partir del corazón del joven Júpiter que con el tiempo se convertiría en la Gran Nave.

Fue aquello lo que les dijo a los capitanes la composición del mundo y su propio sentido común. Fueran quienes fueran los constructores, debieron de empezar arrancando el uranio, el torio y otros radionúclidos del resto del Júpiter, para luego inyectarlos en el núcleo. Con los campos de contrafuertes el mundo quedó comprimido, el hierro cada vez más compacto antes de que la pared expuesta de la cámara fuera reforzada con hiperfibra. Cómo se pudo lograr eso, nadie lo sabía. Hasta Aasleen, con todo su genio en el campo de la ingeniería, se limitó a sacudir la cabeza y decir: «que me maten si lo sé». Y sin embargo, miles de millones de años después, sin la ayuda aparente de los constructores ni de nadie más, esta inmensa máquina seguía ronroneando bastante bien.

¿Pero por qué molestarse con semejante maravilla?

La razón más obvia y popular era que la nave necesitaba ser un cuerpo rígido. La tectónica alimentada por cualquier calor interno habría derretido las cámaras y hecho pedazos todos los techos de piedra, es probable que en los primeros miles de años. ¿Por qué tomarse tantas molestias y gastar tanto para crear Médula? Si se disponía de esa clase de energía, ¿por qué no limitarse a sacar el uranio al espacio, donde se le podría dar un buen uso?

A menos que se lo utilizara allí, por supuesto.

Algunos capitanes sugirieron que Médula era el resto casi fundido de un enorme reactor de fisión.

—Salvo que hay formas más fáciles y productivas de fabricar energía — señalaron otros, sus voces más corteses que agradables.

Pero, ¿y si el mundo estuviera diseñado para almacenar energía?

Fue la sugerencia de Aasleen: al pellizcar los contrafuertes, los constructores podrían haber obligado al mundo a rotar. Con paciencia y energía, dos recursos que debían de tener en abundancia, los constructores podrían haberle dado una velocidad tremenda. Al girar dentro de un vacío mantenido intacto gracias a los contrafuertes, así como a una manta desaparecida de hiperfibra, esta inmensa bola de hierro podría haber hecho el mismo servicio que un rotor de buen tamaño.

Lentamente, muy poco a poco, esa energía se vio consumida por la nave vacía.

En algún lugar entre las galaxias, la rotación cayó y quedó en nada, y fue entonces cuando los sistemas de la nave se relajaron y entraron en hibernación.

Aasleen llegó al extremo de crear una elaborada imagen digital, tan realista como era posible. Durante los primeros tiempos del universo, los elementos pesados eran escasos. Los constructores cosecharon los radionúclidos de arriba y los enterraron allí, y a medida que Médula se iba calentando, su manta de hiperfibra comenzó a deteriorarse. A degradarse. Y a morir.

La hiperfibra era rica en carbono y oxígeno, hidrógeno y nitrógeno, cada átomo alineado de forma precisa y cada vínculo reforzado con diminutas pulsaciones cuánticas y predecibles. Bajo una tensión que superaba todos sus límites, la antigua hiperfibra se desmoronaría y los elementos recién reactivos comenzarían a bailar para celebrarlo, dando así a la vida una oportunidad bastante razonable para nacer.

—Es tan obvio… —declaró Aasleen—. Una vez que lo ves, ya no puedes creer otra cosa. Es que no se puede.

Lanzó ese reto en una sesión informativa semanal.

Cada uno de los líderes de equipo estaba sentado en la ilusión de una sala de conferencias de la maestra, todos encaramados a una silla negra de aerogel, sudando bajo el calor de Médula. La habitación que los rodeaba estaba esculpida con luces y sombras, y sentada a la cabecera de la larga mesa de madera de perla, entre unos imponentes bustos dorados de sí misma, estaba la proyección de la maestra. Parecía alerta, pero bastante silenciosa. Lo que se esperaba de estas sesiones informativas eran informes escuetos y una actitud optimista. Las grandes teorías eran una sorpresa. Pero después de que terminara Aasleen, y tras una meditabunda pausa, la maestra sonrió y le dijo a su imaginativa capitana: