Azotado por terremotos, lo que en otro tiempo había sido un paisaje plano se había levantado hacia el cielo y luego se había abierto. Torrentes de hierro fundido corrían por las laderas nuevas. Por encima del murmullo ahogado del motor, Washen oyó la voz del hierro, profunda y firme, inmensa, repleta de una cólera fantástica. Washen volaba en paralelo al temible río, y allí donde tres mapas mostraban un gran lago en forma de herradura, el hierro formaba una charca y consumía los últimos restos de agua y cieno. Columnas de vapor mugriento e hidrógeno se elevaban al cielo y luego se torcían hacia el este. Solo por hacer un experimento se metió volando en el vapor. Las palas de aire del coche ingirieron muestras que luego pasaron por filtros y cien sensores, e incluso un sencillo microscopio, y al asomarse a este Diu comenzó a reírse.
—¿Qué te parece? —dijo—. Vida.
Dentro del vapor cabalgaban esporas, huevos e insectos a medio nacer, encerrados en biocerámica dura e indiferentes a aquel calor abrasador. Dentro de la punta de una petaca con forma de aguja, demasiado pequeña para percibirla a simple vista, había suficientes algas y escarabajos con aletas para conquistar una docena de lagos nuevos.
Las catástrofes eran la fuerza que impulsaba a Médula.
Washen comprendía eso cada día, cada hora, y siempre llegaba con un principio mayor a remolque: de una forma u otra, lo que siempre había gobernado el universo había sido el desastre.
El vapor podía dispersarse de forma brusca y dar paso a la luz azul del cielo, la pared de la cámara colgada muy por encima de su cabeza y abajo, extendiéndose hasta donde a Washen le alcanzaba la vista, se encontraban los inhóspitos huesos negros de una selva.
Los gases y el fuego habían incinerado todos los árboles.
Todos los bichos que se revolvían.
La carnicería debió de ser horrenda. Y sin embargo, el incendio había ocurrido días antes, y nuevos retoños empujaban ya entre los troncos retorcidos y las nuevas grietas, miles de hojas lustrosas y negras que como sombrillas resplandecían en aquel aire demasiado caliente.
Diu dijo algo. Broq se inclinó sobre el hombro de Washen y repitió la pregunta.
—¿Deberíamos parar, y quizá echar un vistazo?
En otros cincuenta kilómetros estarían tan lejos del puente como era posible. El proverbial fin del mundo. Champán helado y algunos placeres más fuertes esperaban ese simbólico momento. Tendrían que echarle paciencia, decidió Washen, y a través de un subsistema implantado pidió al coche que encontrara un trozo de suelo nivelado y fresco donde seis capitanes pudieran disfrutar de un pequeño paseo.
El coche flotó durante un pensativo instante, después descendió y se acomodó.
El aire en el exterior era lo bastante fresco para que pudieran respirar, aunque solo fuera en pequeñas y rápidas bocanadas. Por seguir con el protocolo de la misión, todo el mundo recogió muestras del suelo quemado y de las rocas más idóneas, y luego cortaron trozos de cosas vivas y muertas. Pero sobre todo esto era una excusa para experimentar aquel paisaje duro, en otro tiempo extraño y ahora, después de semanas de trabajo, tan conocido.
Promesa y Sueño estaban examinando un amplio tocón blanco.
—Amianto —observó Promesa mientras frotaba con los dedos la polvorienta corteza—. Sacado del suelo o del aire, o quizá solo recién hecho. Luego extendido alrededor de las raíces, ¿veis? Como una manta.
—El tronco y las ramas eran con toda probabilidad ricos en lípidos —añadió su hermano—. Una vela viva, prácticamente.
—Quería arder.
—Encantada de arder.
—Nacida para arder.
—Por amor.
Luego se echaron a reír para sí, disfrutando de su pequeña canción.
Washen no preguntó qué significaban las palabras. Esas cancioncillas eran antiguas e impenetrables; ni siquiera los hermanos parecían muy seguros de dónde procedían.
Arrodillada al lado de Sueño, Washen vio decenas de brotes planos que surgían del tronco destrozado. En Médula, bendecido con tanta energía y tan poca paz, la vegetación no almacenaba energía en forma de azúcares. Grasas, aceites y potentes ceras muy comprimidas eran la norma. Algunas especies habían reinventado las pilas y acumulaban energías eléctricas dentro de sus intrincados tejidos. ¿Cuánto tiempo le habría llevado a la casualidad y el capricho realizar este elaborado trabajo? ¿Cinco mil millones de años? Como mínimo, supuso. No había ningún fósil al que preguntarle, pero las mediciones genéticas mostraban una diversidad fantástica que implicaba un comienzo realmente antiguo. Estaban en un jardín que podía tener, quizá, diez o quince mil millones de años. Cálculo último este que bordeaba lo absurdo.
Fuera cual fuera la verdad, irse de Médula era una equivocación.
Washen no podía dejar de pensar así, en secreto.
—Siento curiosidad —dijo a los hermanos—. A juzgar por sus genes, ¿qué dos especies son las más distintas?
Promesa y Sueño se pusieron serios y desenvolvieron sus profundas y eficaces memorias. Pero antes de que cualquiera de ellos pudiera ofrecer una conjetura, hubo una fuerte sacudida seguida por una serie de profundos estremecimientos, y Washen se encontró arrojada sin ceremonias sobre los cuartos traseros.
Tuvo que reírse por un momento.
Después, cerca de allí, dos grandes masas de hierro se arrastraron una hacia la otra y unos chillidos desgarradores rompieron el aire. Parecían monstruos envueltos en alguna horrenda pelea.
Cuando pasó el terremoto, Washen se levantó, se colocó el uniforme con aire informal y luego anunció:
—Hora de irse.
Pero la mayor parte de su equipo ya estaba dirigiéndose al coche. Solo Diu esperó, la miró y no llegó a sonreír.
—Mala suerte —dijo.
Washen sabía a lo que se refería y asintió.
—Lo es.
Su mapa de ocho días era un fósil, y tampoco es que fuera un fósil especialmente útil.
Washen dejó la pantalla en blanco y se puso a volar por instinto. En otros diez minutos, quizá menos, llegarían a su destino. Ningún otro equipo viajaría hasta tan lejos. La capitana extrajo una pequeña y sólida satisfacción de ese pensamiento y empezó a girar, lista para pedirle al que más cerca estuviera que comprobara cómo estaba el champán.
Abrió la boca, pero una voz distorsionada, casi inaudible, la interrumpió:
—¡Informen… todos los equipos!
—¿Quién es esa? —preguntó Broq.
Miocene. Pero sus palabras salían forzadas por una especie de penetrante quejido electrónico.
—¿Qué ve… veis? —exclamó la maestra adjunta. Y luego otra vez—: ¡Equipos… informen!
Washen intentó conectar con algo más que un enlace radiofónico y fracasó. Una docena de líderes de equipo parloteaba en un coro desigual.
Zale se jactó:
—Aquí vamos según el programa.
Kyzkee observó:
—Una rara interferencia en la comunicación… Aparte de eso, sistemas comprobados…
Luego, con más curiosidad que preocupación, Aasleen inquirió:
—¿Por qué, señora? ¿Ve algo que ande mal?
Se produjo un largo y tintineante zumbido.
Washen conectó sus nexos con la serie de sensores del coche y se encontró con que Diu ya estaba allí.
—Mierda —dijo el hombre con voz tensa y controlada.
—Qué… —exclamó Washen.
Luego un rugido estridente barrió todas las voces, cada pensamiento. Y el día resplandeció y volvió a resplandecer, gruesas cintas de destellos cruzaron el cielo y luego se giraron, moviéndose con determinación líquida, dirigiéndose directamente hacia ellos.
Desde el otro lado del mundo les llegó una voz distorsionada:
—El puente… está… ¿lo veis… dónde?
El coche dio un tumbo como si le entrara el pánico, perdió propulsión y luego impulso, después altitud: fallaban todas y cada una de sus IA. Washen desplegó los controles manuales y siglos de ejercicios rutinarios la obligaron a concentrarse. Ya no existía nada salvo la nave que tropezaba, sus reflejos espesos como el jarabe y una amplia extensión de tierra agrietada y bosque quemado.