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El siguiente aluvión de relámpagos fue de un color blanco violáceo, y más brillante. No se veía nada salvo su resplandor, salvaje e hirviente.

Washen volaba a ciegas, volaba de memoria.

Su coche estaba diseñado para soportar maltratos heroicos. Pero todos los sistemas se habían desactivado, y la hiperfibra debió de degradarse de algún modo: cuando chocó contra el suelo de hierro, el casco se retorció hasta que cedieron los puntos más débiles y se hicieron añicos. Los campos represores sujetaron los cuerpos indefensos. Luego, sus perfectos mecanismos fallaron y ya nada salvo los cinturones acolchados y las bolsas de gas sujetaron a los capitanes en sus asientos. La carne sufrió tirones que la rasgaron y luego la trituraron. Los huesos quedaron hechos pedazos y arrancados de sus articulaciones, atravesaron los órganos suaves y rosados y luego volvieron a chocar entre sí. Después, los asientos se desprendieron del suelo y tropezaron con violentas sacudidas a lo largo de varias hectáreas de hierro y tocones cocidos.

Washen no perdió la conciencia en ningún momento.

Atontada y curiosa, contempló cómo se rompían y volvían a romper sus piernas y sus brazos; mil magulladuras se extendieron en un único tapiz de color violeta, todas las costillas quedaron aplastadas y convertidas en polvo, y su espina dorsal reforzada se partió hasta que se quedó sin sensación de dolor y sin un solo átomo de movilidad. Echada de espaldas, todavía atada a su asiento retorcido, no podía mover la cabeza aplastada y sus palabras eran lentas y aguadas, tenía la boca llena de babas, repleta de dientes y sangre de color vivo.

—Abandonen… —murmuró— la nave.

Se echó a reír. Débil, desesperadamente.

Una sensación gris le recorrió el cuerpo entero.

Los genes de emergencia ya estaban despiertos y habían encontrado su hogar en ruinas. Protegieron de inmediato el cerebro e inundaron lo que estaba vivo de oxígeno y antiinflamatorios, además de una manta de reconfortantes narcóticos. Recuerdos probados y agradables burbujearon en su conciencia. Durante un momento, Washen volvió a ser una niña que cabalgaba a lomos de su ballena doméstica. Luego, los genes curativos comenzaron a reconstruir órganos y la espina dorsal, tras desmontar la carne para conseguir materia prima y energía. El cuerpo de la capitana se vio consumido por la fiebre, y sudaba aceites perfumados y sangre muerta y negra.

A los pocos minutos, Washen sintió que su cuerpo se reducía.

Una hora después del accidente la atravesó entera un dolor apabullante. Era una agonía favorable, casi reconfortante. Se retorció y gimoteó, luego lloró; con unas manos débiles y reconstruidas se liberó del destrozado asiento. Después, sobre unas piernas descuidadas y desiguales, se obligó a adoptar una postura ladeada.

Washen era veinte centímetros más baja, y más frágil, pero consiguió cojear hasta el cuerpo más cercano, se arrodilló y limpió la carnicería en que se había convertido su rostro. Vio que era el de Diu. Sus heridas eran incluso peores que las de ella. Se había encogido como una fruta vieja y le habían metido la cara en un escarpado puño de hierro. Pero sus rasgos estaban ya medio curados. Mezclado con su agonía había un desafío claro, y el capitán consiguió esbozar una sonrisa mutilada y guiñar un ojo, un ojo gris y superviviente que se clavó en Washen mientras la boca maltratada escupía dientes y ceceaba.

—Un aspecto maravilloso, señora. Como siempre…

Saluki estaba empalada en un palo de hiperfibra tostada.

Las piernas de Broq estaban separadas del cuerpo y el capitán, inmerso en una angustia entumecida, se había arrastrado hasta las piernas y se las había apretado contra las articulaciones equivocadas.

Pero eran los hermanos los que peor estaban. Sueño se había estrellado contra un desprendimiento de hierro y su hermana había impactado después contra él. Los huesos y la carne estaban mezclados. Lenta, muy lentamente, la carnicería se separaba y la curación apenas había comenzado.

Washen volvió a colocar las piernas de Broq. Luego, con la ayuda de Diu, sacó con suavidad a Saluki del palo y la colocó a la sombra del mismo para que se curase. Mientras Diu vigilaba a los hermanos, Washen registró entre los restos en busca de cualquier cosa que pudiese ser útil. Había conservas y uniformes de campaña, pero las máquinas no querían funcionar. Intentó convencerlas para que despertaran, pero ninguna estaba lo bastante bien para declarar siquiera «estoy rota».

Si por algo tenían suerte era porque la corteza parecía estable de momento. No podían permitirse hacer nada salvo curarse y descansar, mientras comían el triple de sus raciones. Más tarde, Saluki incluso se las arregló para encontrar dos refugios instantáneos y las mochilas de supervivencia, además de dos petacas de diamante llenas de champán. Tan caliente como el suelo a esas alturas, pero delicioso.

Sentados a la sombra de un refugio instantáneo, los seis capitanes acabaron con la petaca.

Fingieron que era de noche, se acurrucaron y discutieron lo que iban a hacer al día siguiente. Se indicaron las opciones y se sopesaron, y luego se desechó la mayoría.

Esperar y vigilar: esa fue la decisión colectiva que tomaron.

—Le daremos a Miocene tres días para encontrarnos —dijo Washen. Luego se sorprendió intentando acceder al reloj implantado que llevaba, por pura costumbre. Pero todos y cada uno de sus implantes, cada minúsculo nexo, había quedado frito por el mismo fuego eléctrico que los había arrancado del cielo.

En un mundo sin noche, ¿cuánto tiempo eran tres días?

Lo calcularon lo mejor que pudieron y luego esperaron un día más, por si acaso. Pero no había ni rastro de Miocene ni de ningún otro capitán. No sabían lo que había inutilizado su coche, pero debía de haber dejado sin energía todos los demás. Al ver que no tenían más alternativa, Washen miró a cada uno de sus compañeros, sonrió como si se avergonzara y admitió ante ellos:

—Si queremos volver a casa, da la sensación de que vamos a tener que caminar.

12

Haz algo nuevo y nada más, y haz esa única cosa sin cesar (sobre todo si es dolorosa, conlleva peligro y nadie la ha planeado), y entonces tu memoria comienza a gastarte una de sus bromas más antiguas e imprevistas.

Washen ya no recordaba haber estado en ningún otro sitio.

Se encontraba de pie, en la base de una alta montaña recién nacida o en lo más profundo de una selva de vientre negro y sin caminos, y era como si todo lo que recordaba de su antigua vida no fuese más que un sueño sofisticado e imposible, más olvidado que recordado y como si esos recuerdos, en el fondo, fuesen de lo más ridículos.

Esta marcha era letal. Cubrir cualquier distancia era un trabajo lento y traicionero, incluso cuando los capitanes aprendieron trucos grandes y pequeños para mantenerse en marcha en lo que rezaban para que fuese la dirección correcta.

Médula los despreciaba. Quería verlos muertos, y no le importaba la forma de asesinarlos. Y el odio era obvio para todos. Washen sentía ese humor cada momento del día y sin embargo se negaba a admitirlo, por lo menos delante de los demás. Salvo por las maldiciones, que no contaban.

—¡Puta montaña, puto viento, putos hierbajos comedores de puta mierda!

Todos tenían sus insultos favoritos, y guardaban las palabras más despiadadas para los peores retos.

—Estúpido hierro de mierda. ¡Te odio! ¿Me oyes? ¡Te odio, igual que me odias tú a mí!