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Para cuando llegaron al fondo del río, todos estaban sin aliento.

El sendero se internaba en una pista más amplia y gastada, pero tuvieron que frenar otra vez. jadeaban mientras trotaban y doblaban cada curva con una inquieta sensación de anticipación.

Al final, fue a ellos a los que se les quedó cara de sorpresa.

Los seis capitanes se apresuraban bajo las sombras brillantes. Un truco de la luz ocultó a la mujer que se encontraba ante ellos. La luz y su uniforme espejado evitaron que Washen la viera hasta que el conocido rostro pareció surgir de repente. El rostro de Miocene, a primera vista igual que siempre. Tenía un aspecto majestuoso y fresco.

—Habéis tardado mucho —dijo sin expresión la maestra adjunta. Y solo entonces hubo una sonrisa y un peculiar ladeo en el rostro, y añadió—: Me alegro de veros. A todos. De veras. Ya había renunciado a la esperanza.

Washen se tragó su cólera junto con sus preguntas.

Sus compañeros hicieron las obvias por ella. ¿Quién más estaba allí?, se preguntaban. ¿Cómo se las estaban arreglando? ¿Funcionaba algún tipo de maquinaria? ¿Se había puesto la maestra en contacto con ellos? Y luego, antes de que se pudiera ofrecer alguna respuesta, Diu inquirió:

—¿Qué clase de misión de rescate viene a por nosotros?

—Es una misión muy cauta —respondió Miocene—. Tan cauta que engaña. Te hace creer que ni siquiera existe.

Su propia cólera era generosa y fuerte, fruto de la práctica.

La maestra adjunta les hizo un gesto para que la siguieran, y mientras caminaban bajo la resplandeciente sombra les explicó lo esencial. Aasleen y los demás habían remendado varios telescopios, y siempre había al menos un capitán vigilando el campamento base que tenían encima. Por lo que veían, la burbuja de diamante estaba intacta. Todos los edificios estaban intactos. Pero los zánganos y las balizas estaban muertos y el reactor desconectado. Había un cabo de tres kilómetros de puente al lado de la burbuja que podría convertirse en los cimientos perfectos para una nueva estructura. Pero Miocene sacudió la cabeza y admitió en voz baja que no había rastro alguno de que los capitanes, u otras personas, estuvieran intentando montar ningún tipo de misión de rescate.

—Quizá creen que estamos muertos —dijo Diu desesperado por mostrarse caritativo.

—No creo que piensen que estamos muertos —replicó Miocene—. E incluso si lo estuviéramos, a alguien deberían interesarle un poco más nuestros huesos, y obtener algunas respuestas.

Washen no dijo ni una palabra. Después de tres años de trabajo duro, mala comida y esperanza forzada, de repente se sentía enferma, triste y desesperada.

La maestra adjunta remitió el paso y fue contestando a todas las preguntas.

—El Incidente estropeó todas las máquinas —explicó—. Ese es el apodo que le dimos a ese gran fenómeno. El Incidente. Por lo que hemos reconstruido, los contrafuertes se fundieron. Los que teníamos debajo y los que había encima. Y cuando ocurrió, nuestros coches y zánganos, sensores e IA quedaron convertidos en un montón de bonita chatarra.

—¿No podéis arreglarlos? —preguntó Promesa.

—Ni siquiera estamos seguros de cómo se estropearon —replicó Miocene.

Los demás asintieron y esperaron.

Ella les ofreció una sonrisa distraída.

—Pero estamos sobreviviendo —admitió—. Refugios de madera. Algunas herramientas de hierro. Relojes de péndulo. Electricidad gracias al vapor cuando nos molestamos. Y suficiente equipo casero, como los telescopios, para permitirnos hacer algunos experimentos científicos de lo más infantil.

La pista giró un poco.

Habían cortado y obligado a retirarse al monte bajo, dejando que los árboles maduros de la selva ofrecieran una sombra valiosísima. El nuevo campamento se extendía por todas partes. Como todo lo construido por unos capitanes resueltos, la comunidad era metódica. Todas las casas eran cuadradas y fuertes, construidas con los troncos grises del mismo tipo de árbol, que las hachas de hierro habían igualado y cuyas muescas se habían rellenado con un cemento rojizo. Los senderos estaban alineados con troncos más pequeños, y alguien le había dado un nombre a cada sendero: Central, Principal, Posterior Izquierdo, Posterior Derecho, Dorado. Y todos los capitanes estaban de uniforme, sonriendo, de pie y juntos en metódicas filas, intentando ocultar el cansancio de sus ojos y sus voces bruscas.

Más de doscientos capitanes gritaron «¡hola!».

Un coro experto gritó «¡bienvenidos a casa!».

Washen olió el sudor dulce y un surtido de unos perfumes caseros. Luego vino una ráfaga de viento que le trajo el aroma suntuoso y bien conocido de la carne de insecto asándose sobre una hoguera baja.

Se estaba preparando un festín en su honor.

Y por fin habló:

—¿Cómo sabíais que veníamos?

—Alguien observó las huellas de vuestras botas —le informó Miocene—. Ahí arriba, al lado del puente.

—Las vi yo —dijo Aasleen. Se adelantó, contenta de llevarse el mérito—. Las conté, las medí. Sabía que erais vosotros y volví a casa a informar.

—Hay una ruta más rápida que la que encontrasteis vosotros —los amonestó Miocene.

—¿Se tarda menos de tres años? —bromeó Diu.

Surgió una carcajada avergonzada que luego decayó. Luego Aasleen quiso decírselo.

—Han sido casi cuatro.

Tenía un rostro inteligente y rápido, la piel negra como el hierro forjado, y entre sus iguales ella parecía la única alma feliz, esta mujer que en otro tiempo había sido ingeniero y que poco a poco se había convertido en capitán, y que ahora tenía la responsabilidad de volver a inventar todo aquello que la humanidad había logrado jamás. Debía empezar de cero con recursos mínimos… y no podía parecer más satisfecha.

—No teníais relojes —les advirtió—. Vivíais de acuerdo con lo que sentíais, y los humanos, cuando se quedan sin indicadores, caen en una rutina de días de treinta o treinta y dos horas.

Cosa que no era una sorpresa para nadie, por supuesto.

Y sin embargo Saluki exclamó:

—Cuatro años… —Se dirigió a la mancha de luz más brillante y se asomó a un hueco del follaje; quizá intentaba ver el campamento base abandonado—. ¡Cuatro largos años!

Ojalá se hubiera quedado al menos un capitán en el campamento base. Podría haber pedido ayuda, o al menos podría haber hecho la larga escalada hasta el tanque de combustible y el hábitat de las sanguijuelas, y de allí al alojamiento de la maestra. Suponiendo, por supuesto, que allí arriba hubiera alguien al que encontrar…

Washen pensó lo peor y retrocedió. Y por fin, con el tono más medido posible, se obligó a preguntar:

—¿Quién no está aquí?

Miocene recitó una docena de nombres.

Once de ellos habían sido amigos y compañeros de Washen. El último nombre era Hazz, maestro adjunto y colega de Miocene durante todo aquel viaje.

—Fue el último en morir —explicó ella—. Hace dos meses se abrió una fisura, y el hierro fundido lo atrapó.

Cayó el silencio sobre la pequeña aldea.

—Lo vi morir —admitió Miocene, los ojos distantes y húmedos. Y furiosos—. Ahora tengo un objetivo —advirtió la maestra adjunta. Habló con una voz triste, llena de odio—: quiero los medios para volver al mundo de arriba. Luego iré a ver a la maestra en persona y le preguntaré por qué nos envió aquí. ¿Fue para explorar este lugar? ¿O fue solo la mejor forma, la más horrible, de deshacerse de nosotros?