13
La amargura le sirvió de mucho a aquella mujer.
Miocene despreciaba su destino, y con una rabia mordaz le echaba la culpa a aquellos actos inadmisibles que la habían abandonado en ese mundo tan horrible. Cada desastre, y hubo muchos, contribuyó a alimentar sus emociones y fieras energías. Cada muerte era una tragedia que borraba un océano de vida y experiencia. Y cada uno de los escasos éxitos era un paso minúsculo para enderezar lo que con toda claridad era un enorme error.
La maestra adjunta dormía pocas veces, y cuando sus ojos se cerraban descendía a unas pesadillas vividas y confusas que terminaban por despertarla y luego permanecían allí, quedaban en su mente como si fueran una sofisticada toxina neurológica.
Su constitución inmortal la mantuvo con vida.
Los humanos ancestrales habrían perecido allí. El agotamiento, el estallido de vasos sanguíneos o incluso la locura habrían sido el resultado natural de tan pocas horas de sueño y tanta ira sin diluir. Pero ninguna encarnación natural de la humanidad podría haber vivido ni un solo día en ese entorno, subsistiendo a base de alimentos tan duros e ingiriendo todo tipo de metales pesados con cada bocanada de aire, con cada sorbo y cada mordisco. Una vez que quedó claro que la maestra no iba a meter su gordo cadáver por el túnel para rescatarlos, también fue evidente que si Miocene quería escapar, llevaría su tiempo. Un inmenso periodo de tiempo. Y persistencia. Y genio. Y suerte, como es natural. Además de la constitución inmortal de todos los demás, eso también.
La muerte de Hazz había subrayado todas aquellas lecciones difíciles que tenían que aprender. Dos años después, seguía sin poder evitar verlo. Aquel hombre sociable había nacido en la Tierra y le encantaba hablar de valentía, y al final no fue otra cosa que valiente. Miocene había contemplado impotente cómo un río de hierro cubierto de escoria lo atrapaba en una pequeña isla de metal antiguo. Hazz se había erguido allí y había mirado la corriente lenta y fiera, respirando a pesar de tener los pulmones carbonizados, fingiendo una especie de mueca sonriente que parecía, como todo lo demás en aquel horrendo lugar, tan inútil.
Se desesperaron por salvarlo.
Aasleen y su equipo de almas ingenieras como ella comenzaron tres puentes diferentes, y cada uno de ellos se fundió antes de que los pudieran terminar. Y al mismo tiempo el río de hierro se hizo más profundo y más rápido, provocando que la isla se encogiera hasta convertirse en un bulto en el que el condenado conseguía guardar el equilibrio utilizando un pie hasta que estaba demasiado quemado, y luego el otro.
Al final era como una garza real.
Luego la corriente se hinchó y la fina capa de escoria se abrió de golpe: una lengua ardiente de hierro disolvió las botas de Hazz, luego le quemó los dos pies y le incendió la carne. Pero los motores de su metabolismo encontraron formas de mantenerlo con vida. Envuelto en llamas, consiguió incluso permanecer inmóvil durante un largo rato, la mueca sonriente se iba haciendo cada vez más brillante y más triste, y también más cansada. Luego, bajo la mirada de todos y cada uno de los capitanes, dijo algo, pero las palabras eran demasiado débiles para resultar audibles y Miocene chilló «¡no!», lo bastante alto al parecer para que Hazz oyera su voz, porque de repente, con las piernas hirviendo, hizo un heroico intento de vadear la escoria y el metal fundido.
Su cuerpo duro y adaptable alcanzó su límite. En silencio y sin prisa, Hazz se desplomó hacia delante y su uniforme espejado, su rostro sonriente y una espesa maraña de cabello rubio blanquecino estallaron en sucias llamas. El agua de su interior estalló convertida en vapor, óxido e hidrógeno. Y luego ya no quedó nada salvo unos huesos espantosamente blancos, y una ola de hierro más caliente y rápido separó el esqueleto y se llevó los huesos río abajo, mientras una nube creciente de humos devastadores alejaba a los otros capitanes.
A Miocene le hubiera gustado poder recuperar el cráneo.
La biocerámica era dura, y la mente podría haber sobrevivido al calor un rato más. ¿Y esas historias de milagros no las lograban los autodocs y los cirujanos pacientes?
Pero incluso si estaba más allá de todo tipo de resurrección, Miocene deseó tener entonces el cráneo de Hazz. En sus sueños se veía colocándolo al lado de uno de los bustos dorados de la maestra, y con una voz llena de engañosa tranquilidad le diría a la maestra quién había sido y cómo había muerto, y con una voz más auténtica y colérica le explicaría a la capitana de los capitanes por qué era un asqueroso trozo de mierda; primero por todas las cosas horribles que había hecho, y luego por todas las cosas buenas que había dejado de hacer.
La amargura traía consigo una fuerza increíble y temeraria.
Miocene confiaba cada vez más en su fuerza y su resolución, y más que en cualquier otro momento de su espectacularmente larga vida, se encontró con un punto en el que centrarse, una dirección pura y sin mezcla para su vida.
Miocene saboreaba su amargura.
Había momentos y noches sin sueño en las que se preguntaba cómo había conseguido triunfar en la vida. ¿Cómo se podía lograr nada sin ese corazón rencoroso y vengativo que jamás, por grande que fuera el maltrato, dejaba de latir dentro de su pecho ardiente y fiero?
El regreso de Washen había sido un éxito inesperado. Y como a la mayor parte de los éxitos, lo siguió el desastre. La corteza más cercana se rizó y se partió, y un aluvión de terremotos hizo pedazos el fondo del río y la colina cercana. Los antiguos restos del puente se inclinaron, y con un enorme chirrido se hizo añicos su hiperfibra enferma y el campo de escombros cubrió cincuenta kilómetros de montañas recién nacidas.
La caída del puente fue trascendental y pasó inadvertida.
El campamento de los capitanes ya había quedado borrado por un géiser gigantesco de metal al rojo vivo. Las pulcras casas se volatilizaron. Murieron dos capitanes más y los supervivientes huyeron con las herramientas y provisiones mínimas. Durante la retirada se cocieron los pulmones. Las manos y los pies se llenaron de ampollas. Las lenguas se hincharon y partieron, y los ojos ardieron. Los más fuertes arrastraban a los más débiles en toscas camillas, y al final, después de pasar días vagando, entraron en un valle lejano, en una floresta de majestuosos árboles de un color negro azulado que rodeaban un estanque profundo de agua dulce de lluvia, y allí, por fin, se derrumbaron los capitanes, demasiado exhaustos hasta para maldecir.
Como si quisieran bendecirlos, los árboles comenzaron a soltar globos diminutos hechos de oro. El aire ensombrecido y casi fresco estaba lleno del resplandor de los globos y de la música seca que producían cuando se rozaban.
—El árbol de la virtud —los llamó Diu mientras recogía una de las esferas doradas con las dos manos y la apretaba hasta que se excedió y la bola se partió, el hidrógeno se escapó con un suave siseo y la piel se derrumbó convertida en el soplo de una blanda hoja dorada.
Miocene puso a su gente a trabajar. Había que construir casas nuevas y nuevas calles, y esa parecía una ubicación ideal. Con hachas de hierro y su carne resistente consiguieron tirar media docena de árboles de la virtud. La grasa dorada que había dentro de la madera era alimenticia, y resultaba fácil partir por la veta la madera en sí. Se colocaron los cimientos de veinte magníficas casas antes de que el suelo duro se desgarrara con un rugido de angustia.
Cansados, los capitanes huyeron otra vez.
De nuevo treparon por riscos más afilados que sus hachas y el paisaje ardió tras ellos. Luego se fundió, consumido por un lago de hierro y escoria. La sangre nómada se había adueñado de ellos.
Cuando volvieron a acomodarse, nadie esperaba quedarse mucho tiempo. Miocene pidió casas más sencillas que pudieran reconstruirse en cualquier parte en un día de la nave. Ordenó a Aasleen y su gente que construyera herramientas más ligeras, y todos los demás acumularon alimentos para la siguiente emigración. Solo cuando quedaron aseguradas esas necesidades básicas se arriesgó a dar el siguiente paso: necesitaban estudiar su mundo y, si era posible, aprender a leer sus veleidosos humores.