—¿Miocene?
—Sí, señora —dijo su ayudante.
—¿Ideas? Lo que sea.
—No podemos detenernos, señora. Pero podríamos utilizarlos motores para regular nuestro rumbo. —Miocene era una mujer alta, en permanente calma. Le echó un vistazo al bloc de comunicaciones que tenía en el regazo y luego alzó sus ojos de color nuez y se encontró con la mirada impaciente de la maestra—. Tenemos una enana blanca delante de nosotros. Una aceleración de tres días a partir de ahora nos llevaría a pasar a corta distancia de ella, hablando en términos relativos, y en lugar de atravesar la galaxia nos haría girar. La nave surcaría el espacio humano y luego continuaría hacia el corazón de la galaxia.
—¿Pero con qué fin?—preguntó la maestra.
—Para darnos más tiempo para estudiar esta tecnología, señora.
Unos cuantos capitanes, sus compañeros, se arriesgaron a mostrar su acuerdo asintiendo. Pero, por alguna razón, la maestra no estaba convencida. Con un agudo crujido de madera se puso en pie, lo que la elevó sobre los más altos de sus subordinados. Durante mucho tiempo no hizo nada. Los dejó mirando mientras ella aguardaba. Luego se giró y se quedó observando el mar abierto, estudiando las olas impulsadas por el viento que rompían contra el basalto. Su mente rápida e incolora intentaba destilar lo mejor de entre todas las posibilidades.
Entre la espuma apareció una ballena.
Era una ballena visón modificada, una especie muy popular en los mundos terraformados, y montada en la silla que cruzaba su amplio lomo oscuro se veía un único retoño: una niña, a juzgar por su constitución y por la risita ahogada por el viento. En voz baja, la maestra preguntó:
—¿De quién es esa niña?
Al terminar la guerra, los capitanes y la tripulación habían producido algún que otro niño, hundiendo así sus raíces aún más en la nave.
Miocene se levantó y entrecerró los ojos para contemplar el agua brillante.
—No estoy segura de quiénes son los padres —admitió—. Pero la niña vive cerca. Estoy segura de que ya la he visto antes.
—Cogedla. Traédmela.
Los capitanes son capitanes porque son capaces de realizar cualquier tarea, y por lo general sin demasiado alboroto. Pero la niña y su ballena resultaron ser bastante difíciles de atrapar. La pequeña hacía caso omiso de las órdenes que recibía a través de los auriculares. Cuando veía que se aproximaba el rayador, lanzaba una ruidosa carcajada y luego hacía que su amiga se hundiera. Las dos utilizaban las agallas hidrolizantes para respirar, y permanecían lejos del alcance de todos durante una hora entera.
Por fin se encontró a uno de los padres, al que convencieron para que persuadiera a su hija para que saliera a la superficie, donde la capturaron y vistieron con una túnica demasiado grande, le secaron el largo cabello negro y se lo ataron antes de acompañarla a la cima de la gran roca.
La maestra se levantó y ofreció a su cautiva su propia y enorme silla. Ella se sentó en un afloramiento de basalto. Su uniforme espejado relucía bajo la luz de la tarde, y su voz era casi tan amable como firme.
—Querida —le preguntó—, ¿por qué montas esa ballena?
—Para pasarlo bien —replicó la muchachita al instante.
—Pero nadar es divertido —le respondió la maestra—. Tú sabes nadar, ¿verdad?
—Mejor que usted, señora. Probablemente.
Cuando la maestra se echó a reír, todos los demás se rieron también. Salvo Miocene, que contemplaba este interrogatorio cada vez con más impaciencia.
—Prefieres montar a nadar —dijo la maestra—. ¿Tengo razón?
—A veces.
—Cuando te aferras a tu amiga, ¿te sientes a salvo?
—Supongo. Claro.
—A salvo. —La palabra era tan importante que hacía falta repetirla. La maestra la dijo una tercera vez, y luego una cuarta. Y luego, una vez más, miró a la niña y sonrió—. Bien. Gracias. Vamos, ya puedes irte a jugar un poco más, querida.
—Sí, señora.
—Por cierto, ¿cómo te llamas?
— Washen.
—Eres una jovencita preciosa. Gracias, Washen.
—¿Por qué?
—Por tu ayuda, por supuesto —ronroneó la maestra—. Ha sido vital, desde luego.
Todos se quedaron pasmados. Los capitanes contemplaron a la niña mientras se alejaba con ese paso cuidado y lento que adoptan los niños cuando saben que los están mirando. Pero antes de que Washen se fuera, Miocene soltó:
—¿Qué significa todo esto, señora?
—Lo sabes muy bien. Los viajes interestelares no son lo que llamaríamos seguros. —Una sonrisa amplia y resplandeciente se extendió por el rostro dorado de la maestra—. Hasta a nuestra nave estelar más grande y resistente puede desintegrarla un fragmento espacial poco más grande que mi puño.
Cierto, por supuesto. Como siempre.
—Pero dentro de esta gran nave la pasajera está perfectamente a salvo. Hoy y siempre está protegida por cientos de kilómetros de hiperfibra de alto grado, y protegida por láseres y escudos, y servida por un cuadro de los mejores capitanes que se puedan encontrar. —La maestra hizo una pausa y por un instante disfrutó del melodrama del momento. Luego habló por encima del rumor de la espuma y anunció—; Vamos a vender pasajes de esta gran nave. Pasajes para un viaje alrededor de la galaxia, un viaje diferente a todos, y daremos la bienvenida a todo aquel cliente acomodado que quiera venir. ¡Humano, alienígena o máquina!
De repente, una ráfaga de viento.
El aire tiró la silla vacía de la maestra.
Una decena de capitanes luchó por el privilegio de levantarla mientras Miocene, más inteligente, prefirió reunirse con la maestra, inclinarse y sonreír mientras decía:
—¡Una idea estupenda, perfecta y maravillosa…, señora!
1
Washen era una capitana importante.
Alta, como dictaba la moda, con un cuerpo fuerte y sin edad, poseía unos rasgos atractivos que envolvían unos ojos sabios de color chocolate. Se recogía el largo cabello del color de la obsidiana en un sensato moño veteado con apenas las canas suficientes para prestarle autoridad. Transmitía una sensación de seguridad natural y relajada competencia, y con solo una mirada o una palabra discreta daba esa misma seguridad al que lo mereciese. En público lucía su uniforme espejado de capitán con un porte real y un orgullo discreto. Sin embargo, tenía el poco frecuente don de evitar que los demás tuvieran celos de su posición o se sintieran intimidados en su presencia. E incluso más escaso era el talento de Washen para abrazar los instintos y costumbres de las especies alienígenas de verdad, y por eso, a insistencia de la maestra capitana, una de sus responsabilidades era recibir a los pasajeros más extraños y explicarles lo que era la nave y lo que se esperaba de sus entrañables invitados.
Su día, como muchos otros días, comenzó en el fondo de Puerto Beta.
Washen ajustó la inclinación de su gorra y luego levantó la mirada para contemplar cómo bajaba un taxi de un kilómetro de longitud de la cámara estanca. Despojado de los cohetes, los voluminosos tanques de combustible y la amplia proa blindada, el taxi se parecía a una gran aguja. Su casco de hiperfibra relucía bajo las luces brillantes del puerto mientras los oficiales cualificados y sus IA controlaban el descenso con cables finos como cabellos y lo bajaban con la suavidad de un coche cápsula.