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—¿Adonde fueron los constructores supervivientes? —preguntó.

—Aquí.

—Y desde aquí, ¿qué hicieron?

—Purificaron la nave.

—Purificaron la nave —repitió él con énfasis—. Había que matar todo lo que había sobre nosotros. Los constructores no tenían más alternativa.

Se produjo una larga y reflexiva pausa.

—¿Qué les ocurrió a los constructores? —preguntó.

—Quedaron atrapados aquí —dijeron los otros en el momento justo.

—¿Y?

—Murieron aquí. Uno tras otro.

—¿Qué murió?

—Su carne.

—¿Pero es la carne todo lo que existe?

—¡No!

—¿Qué más hay?

—Sus espíritus.

—Lo que no es carne no puede morir —dijo aquel peculiar muchachito.

Con las manos apoyadas en el cálido marco de hierro de la puerta, Washen esperó mientras intentaba recordar cuándo había sido la última vez que había tomado una buena bocanada de aire.

Con un susurro cantarín, Till preguntó:

—¿Sabéis dónde viven los espíritus de los constructores?

—Dentro de nosotros —respondieron los niños con una alegría palpable.

—Ahora nosotros somos los constructores —les aseguró la voz de Till—. Después de una larga y solitaria espera, por fin hemos renacido…

Después de ocho décadas, la vida en Médula se había vuelto hasta cierto punto cómoda y casi predecible. El equipo tectónico de Twist había dibujado un mapa de los penachos, respiraderos y fallas más importantes de la zona, y como consecuencia sabían dónde era más gruesa la corteza de hierro y dónde podían construir hogares que aguantarían. La comida era abundante y aún lo iba a ser más. Los biólogos de Washen estaban cultivando plantas silvestres, y en los últimos años habían comenzado a criar los insectos más sabrosos enjaulas y chozas especiales.

Varios intentos en materia científica, por torpes que fueran, estaban dando sus frutos. Miocene tenía razón, Médula se estaba expandiendo a un ritmo firme, casi majestuoso, a medida que los campos de los contrafuertes se debilitaban y la luz brillante del cielo ya se había desvanecido en más de un porcentaje. La gente de Aasleen, alimentada por su genio y su optimismo, había elaborado al menos diez sofisticados proyectos que permitirían a todo el mundo escapar de Médula.

Harían falta otros cuarenta y nueve siglos, año arriba, año abajo.

Los niños eran inevitables y esenciales. Traerían consigo nuevas manos y nuevas posibilidades, y sustituirían las pérdidas infligidas por aquel horrendo lugar. Luego, una vez que estos tuvieran hijos propios, daría comienzo un estallido demográfico a cámara lenta.

Cada capitana le debía al mundo al menos un niño o una niña, una criatura sana; ese fue el pronunciamiento de Miocene.

Pero sus palabras se estrellaron contra la fisiología moderna. En el interior de los capitanes no había ni un solo óvulo viable ni un espermatozoide capaz de moverse. En la sociedad moderna se utilizaban complejas medicinas y sofisticados autodocs para dotar de fertilidad a ese longevo pueblo. Pero ellos no tenían ninguna de las dos cosas. Por eso hicieron falta veinte años de resuelta investigación antes de que Promesa y Sueño, trabajando en su propio laboratorio, descubrieran que la saliva negra del alamartillo, venenosa para la mayor parte de las formas de vida nativas, podía inducir una fecundidad temporal en los seres humanos.

Había riesgos, sin embargo. Una mujer requería dosis muy altas, incluso tóxicas, y los efectos sobre un embrión en vías de desarrollo estaban lejos de quedar claros.

Miocene se ofreció voluntaria y fue la primera.

Era un acto heroico, y si triunfaba sería un acto egoísta, pues su hijo estaba destinado a ser el mayor. Ordenó a los dos capitanes que recogieran esperma de cada donante y la maestra adjunta se fecundó sola. Por lo que Washen sabía, nadie salvo Miocene podía asegurar quién era el padre de Till.

Miocene gestó al niño durante un embarazo completo de once meses. El parto en sí transcurrió sin incidentes, y durante los primeros meses Till pareció perfectamente normal. Estaba feliz y siempre atento, listo para ofrecer una sonrisa a cualquier rostro que le sonriera. Más tarde, cuanto intentaron reconstruir los acontecimientos, no quedó claro cuándo había cambiado aquel bebé. Debió de ocurrir poco a poco, y solo a posteriori fueron obvios los efectos. Till era un niño contento, siempre se reía y se movía con gracia sobre la dura cadera de su madre. Sin embargo, de repente la gente comenzó a notar que el niño era mucho más silencioso; todavía cabalgaba sobre aquella cadera sin queja, pero su mirada era distante y siempre, de alguna extraña e indefinible manera, parecía distraído.

No debía echarse la culpa a la saliva del alamartillo.

Quizá el niño habría crecido de la misma forma en la nave. O en la Tierra. O en cualquier otra parte. Los niños nunca son predecibles, y nunca son fáciles. Durante los años siguientes el campamento comenzó a llenarse de extraños. Eran pequeños y fieros, y proporcionaban un entretenimiento incesante. Y más de lo que nadie había anticipado, los niños supusieron un reto para la autoridad sin costuras de los capitanes.

No, no querían comerse esa cena de bichos.

Ni hacer caca en las letrinas nuevas.

Y gracias pero no, no iban a jugar sin ruido, ni a dormir durante la noche arbitraria, ni a escuchar todas esas palabras importantes cuando sus padres les explicaban lo que era Médula y lo que era la nave, y por qué era tan importante escapar algún día del lugar en el que habían nacido.

Pero esos eran pequeños problemas. Durante las últimas décadas Washen había probado todos los estados de ánimo, y el optimismo era, con mucho, el más agradable. Hacía grandes esfuerzos por mantener una actitud positiva ante todo lo que era difícil y gris.

Había buenas razones, razones sensatas que impedían su rescate. La explicación más probable era la más sencilla: el Incidente era un fenómeno regular y había llegado más allá de Médula, había hecho derrumbarse el túnel de acceso de una forma tan completa que excavarlo de nuevo era un trabajo agotador y dolorosamente lento. Y eso debió de ser lo que les ocurrió también a los túneles originales. Los habían destruido incidentes anteriores. Y la maestra solo podía actuar con cautela, tenía que sopesar el bien de unos cuantos capitanes y los peligros desconocidos; y el bienestar de miles de millones de pasajeros inocentes y confiados tenía prioridad, así de fácil.

Había otros capitanes optimistas en público, pero que en privado, en la cama de sus amantes, confesaban estados de ánimo más oscuros.

—¿Y si la maestra ya nos ha dado por perdidos?

Diu planteó la pregunta y de inmediato sugirió una situación incluso peor.

—O quizá le haya pasado algo —gruñó—. Esta era una misión muy secreta. Si murió de forma inesperada, y si los maestros adjuntos primeros en la presidencia ni siquiera saben que estamos aquí abajo…

—¿Es lo que crees? —preguntó Washen.

Diu se encogió de hombros como si quisiera decir: «a veces».

A través de las pesadas paredes y de las contraventanas selladas se oyó el zumbido de un alamartillo. Luego, silencio.

Por un momento dio la sensación de que Médula los estaba escuchando.

Washen decidió seguirle el juego a Diu.

—Hay otra posibilidad —le recordó.

—Hay muchas. ¿Cuál?

—El Incidente fue más grande de lo que creemos y todos los demás están muertos.

Por un momento, Diu no reaccionó.

Era un tabú del que nadie quería hablar. Pero Washen siguió presionándolo, recordándole datos.