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Esos alienígenas no fueron muy bien recibidos. Después de todo, habían intentado conquistar la nave. Fue una invasión inútil pero, en cualquier caso, a la gente le resultó difícil perdonarlos. El padre de Washen, que solía ser caritativo en exceso, afirmó de forma bastante abierta que su trabajo era un desperdicio, peor aún, un crimen.

—Que le den a esas mierdas una catacumba diminuta, agua suficiente y un mínimo de comida, y luego que se olviden de que están ahí. Esa es mi humilde opinión.

Washen no recordaba la opinión concreta de su madre; hasta los primeros prejuicios de Washen se perdieron con el tiempo. Y tampoco recordaba por qué había visitado la prisión por primera vez. ¿Estaba buscando a sus padres? ¿O fue más tarde, después de que terminaran el trabajo y a los jovencitos como ella los atrajera la simple curiosidad?

Fuera cual fuera la razón, lo que aquel día recordaba era el funeral.

Washen jamás había visto la muerte. En su corta y feliz vida, ni un solo humano había muerto a bordo de la nave. Se habían domesticado la edad y las enfermedades, y el cuerpo moderno podía absorber hasta las heridas más horrendas. Si una persona era cauta y formal, no tenía por qué morir. Nunca.

Pero los fénix abrazaban creencias diferentes. Habían evolucionado en un mundo pequeño y caliente. Sus agallas alimentaban un trío de pulmones grandes y de sangre negra, y su metabolismo era rápido y feroz. Allí donde la mayor parte de los alienígenas alados planeaban o se encumbraban, pasivos y eficaces, los fénix eran el equivalente ecológico de peregrinos de tamaño humano. Eran cazadores hábiles y guerreros resueltos que poseían un amplio legado más antiguo que cualquier cultura humana. Sin embargo, a pesar de su abundancia de tecnología avanzada, no estaban de acuerdo con la inmortalidad que la mayor parte de las especies daba por sentada.

Dentro de una boca humana, su nombre era una cadena de notas que no se podía cantar.

El término «fénix» se sacó de un antiguo mito terráqueo. ¿O fue de un mito marciano? En cualquier caso, el nombre no era por completo apropiado. No eran aves, después de todo, y no vivían quinientos años. Los treinta estándar ya era demasiado tiempo para la mayor parte de ellos: los achaques físicos y la senilidad hacían de sus ancianos seres incapaces de volar, de cantar o de la más pequeña dignidad.

A su muerte, se quemaba el cuerpo junto con un nido ceremonial. Pero en lugar de una dulce resurrección, la familia y los amigos llevaban las cenizas frías y blancas hasta lo más alto y luego las liberaban; los vientos y los aleteos propagaban los restos por los confines de su enorme y hermosa celda.

Su hogar no se construyó por simple caridad. La maestra, que, como siempre, veía las cosas a largo plazo, decidió que si la nave debía atraer a pasajeros alienígenas, su tripulación tenía que saber cómo retocar y tergiversar los controles medioambientales de la nave, cómo convertir cavidades sin refinar en alojamientos en los que cualquier tipo de biología se sintiera como en casa. Por eso ordenó a sus mejores ingenieros que lo intentaran. Y eones más tarde, cuando por fin comenzó a entender a la maestra, Washen pudo imaginarse con toda facilidad la impaciencia de la mujer con alguien como su padre, un empleado con talento que se atrevía a quejarse de su trabajo, incapaz de apreciar los beneficios a largo plazo de lo que parecía caridad mal entendida.

El hábitat de los fénix había sido en otro tiempo la botella magnética de alguien.

Podría haber sido un tanque de contención de antimateria, aunque en el mejor de los casos este comentario era una suposición autoritaria y del todo descabellada.

Con cinco kilómetros de diámetro y algo más de veinte de profundidad, la prisión era una columna de aire denso y caliente puntuada por espesas nubes y masas de vegetación flotante. Se habían cultivado y luego adaptado las reservas biológicas de la nave estelar de los fénix. Dado que el tanque original carecía de luces, se construyeron de la nada tragaluces al estilo de la nave, y su luz se sintonizó con las frecuencias adecuadas. Puesto que no había espacio para chorros de aire ni tifones, se acometía el aire con una serie de respiraderos ocultos y unos cuantos trucos de ingeniería más. Y para esconder las altas paredes cilíndricas, una ilusión de nubes infinitas cubría cada superficie, una ilusión lo bastante aceptable para que a los humanos les pareciera real, pero no a los fénix, que volaban demasiado cerca.

Se pretendía que la prisión albergara a los derrotados y a los malvados, pero ambas clases de prisioneros envejecieron pronto y no tardaron en fallecer.

Fue el de uno de esos viejos guerreros el funeral que vio Washen. Aquel día no parecía muy probable, pero se recordaba de pie sobre una plataforma construida contra aquella gran pared redonda, ella y mil humanos más, con las manos aferradas a la barandilla, contemplando las formas aladas que se elevaban hacia ellos y luego subían aún más, volando con una precisión maravillosa y cantando lo bastante alto para que se les oyera por encima del constante silbido del viento.

Cuando dejaron caer las cenizas, los familiares del difunto estaban demasiado lejos para que nadie los viera.

Y la intención había sido esa, sin ninguna duda.

La joven Washen contempló el funeral. Al día siguiente, o quizá fue al año siguiente, hizo una propuesta.

—Podemos dejar libre al resto, ya que los malvados han muerto. Su padre no pensaba lo mismo.

—Por si no te habías dado cuenta, los fénix no son humanos —advirtió a su bondadosa hija—. Estas criaturas tienen un dicho: «heredas la dirección antes que las alas». Lo que significa, cariño mío, que los hijos y los nietos están tan resueltos a masacrarnos como lo estuvieron sus ancestros.

—Si es que no lo están más —añadió la madre con un inesperado tono sombrío.

—Estas criaturas son rencorosas —continuó el padre—. Créeme, saben hacer que sus odios se enconen y crezcan.

—Al contrario que los humanos —dijo su avispada hija.

Ninguno de los dos comentó la ironía de la joven, o quizá ninguno la advirtió.

Si hubo más polémica, su recuerdo se perdió. El cerebro moderno es denso y extraordinariamente duradero, un compuesto de biocerámica, proteínas superconductoras, grasas antiguas y microtúbulos cuánticos. Pero al igual que cualquier cerebro razonable, tiene que simplificar todo lo que aprende. Endereza. Racionaliza. El instinto y la costumbre son sus aliados, e incluso la más sabia de las almas emplea el arte de la extrapolación.

Cuando se concentraba, Washen podía recordar decenas de peleas con sus padres. Los temas infantiles de la libertad y la responsabilidad nunca parecían cambiar, y recordaba lo suficiente sobre sus políticas y personalidades para visualizar pequeñas rabietas y explosiones gigantes, horrendas, ese tipo de vorágines emocionales que hacía que los buenos de los ingenieros se sentaran a oscuras para preguntarse en silencio cómo se habían convertido en unos padres tan horribles e ineficaces.

Para Washen y sus amigos más íntimos, los fénix se convirtieron en una causa, un punto de reunión y una espina de una utilidad extraordinaria.

Había nacido un pequeño y mísero movimiento político. Sus seguidores más valientes, incluida Washen, protestaron públicamente contra la prisión. Sus esfuerzos culminaron en una marcha hacia el puesto de la maestra. Cientos entonaron cánticos sobre la libertad y la decencia. Enarbolaron holopancartas que mostraban unos fénix sin alas y atados con cadenas negras de hierro. Fue un acontecimiento valiente y notable que terminó con una pequeña victoria: unas cuantas y delegaciones reducidas pudieron visitar la prisión con toda libertad, observar las condiciones de primera mano y hablar con los lastimosos alienígenas bajo la cauta mirada de los capitanes.