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Los ojos verdes cerrados le proporcionaron la respuesta.

La joven sacudió la cabeza al modo humano. Luego se incorporó, giró sus alas y con una voz pastosa y dolorida preguntó:

—¿Es que no me quieres?

Una canción majestuosa salió como un rugido de la garganta masculina.

La caja que llevaba sujeta a su pecho musculoso redujo con eficacia toda aquella majestuosidad y pasión a simples palabras.

—La Gran Nada conspiró para crearme —informó a la joven—. Quería que viviera un día. Y lo mismo quiere para cada uno de nosotros. Soy un hombre egoísta, chillón, arrogante y viril, sí. Pero si permanezco vivo dos días, estoy robándole la vida a otro. A alguien que debía nacer, pero que se ha quedado sin sitio. Si vivo tres días, robo dos vidas. Y si viviera tanto tiempo como tú deseas, un millón de días…, ¿cuántas naciones se quedarían sin nacer?

Había mucho más en aquel discurso, pero ella no lo oyó.

Dejó de ser Pluma Nevada y volvió a ser una joven humana. Se encontró de pie e interrumpió la cháchara del traductor con una carcajada estridente. Luego se apoderó de ella un desprecio que le hizo gritar y decirle a Ejemplo Supremo de Virilidad:

—¿Sabes lo que eres? ¡Eres un pavo, estúpido y egocéntrico!

La caja de él dudó y se esforzó por encontrar una traducción.

Antes de que el aparato pudiera hablar, y sin mirar atrás, Washen saltó de la cámara de aire, extendió las alas mecánicas y se arrojó al vacío con el pecho peligrosamente cerca de la superficie negra azulada del bosque, antes de que una corriente de aire la reclamara y la ayudara a llegar a la plataforma de observación.

De nuevo en pie, Washen se desató las alas casi nuevas y las tiró por la barandilla. Luego, sin ruido, volvió a casa. Y ese día, o en algún momento de los meses siguientes, se acercó a sus padres y les preguntó qué pensarían si ella solicitase la entrada en la academia de capitanes.

—Eso sería maravilloso —entonó su padre.

—Lo que tú quieras —dijo su madre, que expresaba sus sentimientos con una sonrisa de alivio.

Nadie mencionó a los fénix. Washen nunca se enteró de lo que sabían sus padres. Pero después de que la aceptaran en la academia, y bajo la influencia de unas cuantas copas de celebración, su padre le dio un abrazo de calamar y con la sabiduría y la fácil convicción de un borracho, le dijo:

—Hay formas diferentes de volar, cariño.

»Alas diferentes.

»Y creo… sé… ¡que tú estás eligiendo las mejores!

Washen siempre había vivido en el mismo apartamento, en uno de los populares distritos de los capitanes. Pero eso no quería decir que su hogar no hubiese cambiado durante esa gran marcha que había sido su vida. Muebles. Obras de arte. Plantas cultivadas y animales domésticos. Con varias hectáreas de terreno de clima controlado y gravedad terráquea con el que jugar, y los recursos de la nave a su entera disposición, el peligro era que se dedicara a hacer demasiados cambios, que la gobernara la inspiración y nunca se permitiera disfrutar del tiempo suficiente para apreciar cada uno de sus logros.

Mientras volvía a casa procedente de Puerto Beta, elaboró su informe diario y luego estudió a los siguientes pasajeros que según el programa debían subir a bordo de la nave: una raza de máquinas superrefrigeradas y diminutas, impacientes por construir una nación nueva dentro de un volumen más pequeño que la mayor parte de los cajones.

Siempre que se aburría, Washen se encontraba ideando nuevas formas de redecorar las habitaciones y jardines de su hogar.

Haría el trabajo pronto, se dijo.

Dentro de un año, o de diez.

El coche cápsula la dejó ante su puerta privada. Mientras salía del coche, decidió que aquel día habían ido bien las cosas. Mil siglos de práctica constante la habían convertido en una experta en psicología alienígena y en el teatro que suponía manejarlos, y como cualquier buen capitán, Washen se permitió sentirse orgullosa porque sabía que lo que hacía lo hacía mejor que casi cualquier otra persona que hubiera a bordo.

Si es que había alguien mejor, claro.

No estaba pensando de forma consciente en su amante, muerto tanto tiempo atrás, ni en los fénix, ni en ese profético día que contribuyó a convertirla en capitana. Pero todo lo que era ahora había nacido entonces. La joven Washen no tenía un talento especial que la hiciera comprender a ninguna especie alienígena, ni mucho menos a Viril. Jamás sospechó lo que planeaban los fénix. Los acontecimientos fueron para ella una sorpresa absoluta, y una revelación, y fue solo la suerte, y la popularidad de Washen, lo que evitó que se viera manchada por aquel feo asunto.

Además de Washen, fueron varios los jóvenes que tomaron amantes. O los fénix los que permitieron que los tomaran. En cualquier caso, se formaron vínculos emocionales además de esperanzas políticas, y poco a poco, a lo largo de los años siguientes, los humanos ayudaron a sus amantes de formas que en un principio fueron cuestionables, luego ilegales y al final insidiosas.

Por mil conductos diferentes entraron máquinas prohibidas en la prisión.

Bajo la mirada vigilante de paranoicas IA y de capitanes suspicaces, se diseñaron y construyeron armas que luego se almacenaron en el interior de cámaras de aire flotantes, invisibles porque los sensores de los capitanes fueron saboteados por simpatizantes.

Cuando llegó, la rebelión se produjo sin previo aviso. Asesinaron a cinco capitanes junto con novecientos y pico oficiales, ingenieros y jóvenes humanos, incluyendo a muchos de los que en otro tiempo habían sido amigos de Washen. Destruyeron con láser sus cuerpos y sus cerebros biocerámicos: no quedó ni un recuerdo que se pudiera salvar. La Gran Nada había reclamado a unos cuantos de sus hijos más débiles, un logro que debió de llenar de un intenso orgullo a Viril, y por un momento en el tiempo, la nave misma pareció correr peligro.

Luego, la maestra capitana se hizo cargo de la lucha y en pocos minutos se puso fin a la rebelión. Se ganó la guerra. Se obligó a los prisioneros impenitentes a volver a su cámara y se despertó su maquinaria por primera vez en, al menos, cinco mil millones de años. La temperatura del interior del gran cilindro cayó. La escarcha se convirtió en duro hielo y, entumecidos por el frío, los fénix descendieron al suelo de la prisión y se acurrucaron en un estrecho grupo para conservar el calor mientras maldecían a la maestra con sus bellas canciones, y luego con su siguiente y fatigado aliento. Su carne se convirtió en un cuerpo sólido, vítreo y rígido, sin llegar a morir del todo, y por venganza, aunque fuese accidental, los dejaron allí, ladinos e inmortales.

Milenios más tarde, cuando la Gran Nave pasó cerca del espacio fénix, metieron a estos guerreros congelados en un taxi como si fuesen una carga cualquiera y se los llevaron a casa.

La propia Washen supervisó el traslado de los cuerpos. No era una tarea que hubiera solicitado, pero la maestra, que con toda seguridad poseía un archivo de las indiscreciones de la joven, pensó que sería un momento revelador.

Y quizá lo fue.

El recuerdo llegó como una rebelión. Al cruzar la puerta del apartamento, Washen recordó de repente aquella lejana tarea, y en concreto la mirada de cierto fénix macho sorprendido en pleno aliento, con las agallas bien abiertas y la negrura de la sangre todavía visible después de miles de años de sopor sin sueños. Aún maravilloso, así era Viril. Todos eran maravillosos. Y solo una vez, durante un instante, Washen acarició las plumas heladas y el pico desafiante con el sensible guante de su traje salvavidas.

Intentó recordar lo que había pensado al acariciar a su amor perdido. Tuvo que haber algún resto de tristeza y la aceptación de una persona madura que sabía que algunas cosas nunca cambiarían, y tuvo que haber el alivio sincero de una capitana por haber sobrevivido al asalto. La nave era una máquina y un misterio, y estaba llena de almas vivas que confiaban en ella para que las mantuviera a salvo. Y en ese instante, mientras pisaba el conocido pasillo posterior de su apartamento, sus pensamientos quedaron interrumpidos por la voz del apartamento.