—Mensaje —oyó.
La entrada estaba hecha de gastado mármol de seda, y sus paredes lucían en ese momento tapices tejidos por una inteligencia comunal de organismos parecidos a hormigas. Antes de que Washen pudiera dar un paso más, escuchó:
—Un mensaje prioritario. Codificado. Y urgente.
Parpadeó y se concentró.
—Nivel negro —oyó—. Protocolos alfa.
Era un simulacro. Esos protocolos solo debían utilizarse para los peores desastres y los secretos más graves. Washen asintió mientras acoplaba uno de sus nexos de conexión internos. Luego, después de varios minutos en los que demostró que era ella, se descodificó y entregó el mensaje.
Lo leyó completo, dos veces. Luego mandó a buscar la confirmación esencial, sabiendo que era un ejercicio y que la oficina de la maestra le daría las gracias por su oportuna y eficiente respuesta. Pero ocurrió lo impensable. Después de una brevísima pausa, le entregaron la palabra «proceda».
La dijo en voz alta y luego susurró el resto de aquellas increíbles palabras.
—Proceda con su misión, con la máxima precaución y dándole comienzo de inmediato.
No era tan fácil asombrar a una anciana. Y sin embargo aquí tenían a una anciana sorprendida hasta el punto de sentirse entumecida, y quizá un poco asustada, por no mencionar incandescentemente feliz por tener ante sí un reto tan repentino e inesperado.
2
Los rémoras trabajaban sin descanso para incomodar a Miocene, y todos sus esfuerzos sin excepción, hasta los mejores, fracasaban.
El intento de aquel día era de lo más típico. Estaba haciendo una de las visitas rituales por el casco exterior. Su guía, un anciano con mala fama, ladino y encantador llamado Orleans, pilotaba el rayador por la cara principal de la nave, pasando al lado de tantos postes, estatuas y diminutos monumentos conmemorativos como era físicamente posible. Lo hacía sin sutilezas ni disculpas. Lo que pasaba por boca sonreía sin cesar a la maestra adjunta, y una mano enguantada señalaba cada lugar mientras la voz húmeda y profunda le informaba de cuántos habían muerto en ese sitio y cuántos de ellos habían sido buenos amigos suyos o miembros de su enorme y gruñona familia.
Miocene no hacía ningún comentario.
El rostro enjuto de la mujer lucía una expresión que podría confundirse con la compasión mientras sus pensamientos se centraban en aquellos asuntos en los que podría llegar a lograr de verdad algún bien legítimo.
—Doce murieron aquí —informaba Orleans.
Luego, más tarde:
—Quince aquí. Incluyendo un bisnieto mío.
Miocene no era tonta. Sabía que los rémoras tenían una existencia dura. Sentía cierta simpatía por sus problemas. Pero había muchas y muy buenas razones para no desperdiciar ni un momento llorando por aquellos supuestos héroes.
—Y aquí —pregonó Orleans—, la Nebulosa Negra mató a tres equipos enteros. Cincuenta y tres muertos, en el espacio de un solo año.
El casco que tenían debajo estaba en buen estado. Amplias extensiones de hiperfibra nueva formaban una superficie brillante, casi espejada, que reflejaba el torbellino de colores de los escudos de la nave. Los tres monumentos conmemorativos eran agujas del color del hueso de no más de veinte metros de altura, visibles durante un instante y desaparecidas en cuanto la lanzadera pasó como un rayo a su lado en un abrir y cerrar de ojos.
—Nos acercamos demasiado a esa nebulosa —le participó Orleans.
Miocene mostró sus sentimientos cerrando los ojos.
Descarado como todos los rémoras, su guía hizo caso omiso de la sencilla advertencia.
—Conozco todas las razones —gruñó—. Hay un montón de mundos ricos cerca de esa nebulosa, y dentro. Teníamos que pasar lo bastante cerca como para atraer a nuevos clientes. Después de todo, hemos hecho una quinta parte de nuestro gran viaje y todavía tenemos puntos de atraque vacíos y hay cuotas que cumplir…
—No —lo interrumpió Miocene. Luego, poco a poco, con un suspiro de desprecio, abrió los ojos y los clavó en Orleans mientras le decía—: No existe el monstruo ese de las cuotas. Ni de forma oficial ni de cualquier otra forma.
—Culpa mía —dijo Orleans—. Perdón.
Pero la expresión del hombre parecía dubitativa.
Desdeñosa, incluso.
¿Pero qué significaba el rostro de un rémora? Lo que ella veía era espantoso e intencionado: la frente era amplia, de un color ceroso con gruesas cuentas de grasa alineadas en pulcras filas. Allí donde unos ojos humanos debieran devolverle la mirada, había pozos gemelos llenos de pelo; cada cabello, asumió Miocene, era fotosensible, y todos juntos formaban una especie de ojo compuesto. Si había una nariz estaba oculta, pero la boca era una cosa grande y gomosa que nunca podía cerrarse del todo. Ahora colgaba abierta, tan amplia que Miocene podía contar los grandes pseudodientes y las dos lenguas azules, y en la parte posterior de aquel bostezo quedaba bien a la vista lo que parecía ser la imagen blanca de una anticuada calavera humana.
El resto del cuerpo del rémora quedaba oculto dentro de su traje salvavidas.
Su aspecto era un misterio sin solución. Los rémoras no se quitaban jamás los trajes, ni siquiera cuando estaban solos con otro rémora.
Y sin embargo, Orleans era humano. Por ley se trataba de un miembro muy apreciado de la tripulación, y de acuerdo con su posición, a este varón humano le confiaban trabajos que exigían habilidad y espíritu de sacrificio.
Una vez más, y con intencionada seriedad, Miocene dijo a su subordinado:
—Las cuotas no existen.
—Culpa mía —respondió él—. Desde luego, y siempre.
La gran boca pareció sonreír. ¿O era una mueca llena de dientes?
—Y había consideraciones futuras en juego —continuó la maestra adjunta—. Es mejor correr un breve peligro ahora que correr otro más lejano y prolongado. ¿No te parece?
Los cabellos de cada uno de los ojos se juntaron, como si los entrecerrara. Luego la voz profunda dijo:
—No, con franqueza. No estoy de acuerdo.
Miocene no dijo nada y esperó.
—Lo que sería mejor —le informó Orleans— sería que saliéramos cagando leches de este brazo de la espiral y que nos alejáramos de todos los puñeteros obstáculos. Eso sería lo mejor, señora. Si no le importa que se lo diga.
A ella no le importaba, no. Por definición, es fácil hacer caso omiso de un sonido sin trascendencia.
Pero este rémora la presionaba más de lo que permitía la tradición y más de lo que la naturaleza de Miocene podía consentir. Contempló el insulso paisaje de hiperfibra, el horizonte tan lejano y plano, el cielo lleno de torbellinos púrpuras y magentas, con el estallido ocasional de algún láser que se hacía visible al atravesar los escudos de la nave. Luego, con una rabia sorda y calculada, dijo al rémora lo que él ya sabía.
—Tú decidiste vivir aquí arriba. —Y añadió también—: Es tu vocación y tu cultura. Eres rémora por elección, si mal no recuerdo, y si no quieres aceptar la responsabilidad de tus propias decisiones, quizá debería ser yo la que tomara posesión de tu vida. ¿Es eso lo que quieres, Orleans?
Los peludos ojos se unieron y convirtieron en pequeños y duros mechones. Una voz oscura preguntó:
—¿Y si se lo permitiera, señora? ¿Qué me haría?
—Te llevaría abajo y te arrancaría del traje salvavidas. Eso para empezar. Rehabilitaría tu cuerpo y tu mutilada genética hasta que pudieras hacerte pasar por humano. Y luego, para hacerte especialmente desgraciado, te convertiría en capitán. Te daría mi uniforme y un poco de autoridad de verdad, además de mis inmensas responsabilidades. Incluyendo estas visitas ocasionales al casco.