—No es nada —dijo con voz baja y tranquila. Hablaba tanto para Till como para sí misma—. No es más que un inconveniente. —Y después, antes de que él le pudiera responder, les aseguró a los dos—: Nuestra aceleración se reanuda dentro de siete minutos. Utilizamos bombas de apoyo a pleno rendimiento. Ampliaré la aceleración para compensar el retraso y la nave recuperará el rumbo.
Eso ya lo había supuesto él. Con una pesada sacudida de la cabeza le preguntó:
—¿Quién?
Lo que sabía se lo dijo.
Su hijo repitió la palabra crítica:
—Rémoras —dijo. Sentía una dolorosa desilusión—. ¿Cuáles? ¿Podemos saberlo?
Miocene le suministró gotas comprimidas de información, transmisiones codificadas e imágenes entresacadas de lejanos ojos de seguridad. La presunción de culpabilidad solo era eso. Nada los incriminaba del todo. Pero la inocente avería del rayador era demasiado perfecta para creerla.
—Jamás he confiado demasiado en los rémoras.
Entre los dos, el que menos emoción mostraba era Till.
—Nuestros enemigos… —dijo él con calma—. ¿Dónde están ahora?
Un rayador sustituto se había reunido con el equipo de rémoras y había continuado luego hacia la cara delantera de la nave.
—He ordenado su captura. Pero tengo la sensación de que no van a estar a bordo.
Su hijo estuvo de acuerdo y vio la mejor alternativa.
—El rayador averiado…
—Se remolcó hasta la ciudad.
Till quedó callado durante un buen momento.
A través de un nexo de seguridad Miocene sintió una ondulación, un temblor, y se le detuvo la respiración de repente.
—¿Has…? —comenzó a decir.
—¿Tú no lo harías? —fue la respuesta de su hijo.
Antes de que Miocene pudiera ofrecer su opinión, Till le aseguró:
—Utilizaremos un mínimo de equipos de cinco personas. Y solo buscarán ese único equipo. ¿No es la medida más razonable?
—Razonable o precipitada —respondió ella—, es responsabilidad de la maestra. Lo que significa que soy yo la que toma la decisión.
Till suspiró con fuerza y luego se obligó a esbozar una amplia sonrisa.
—Tómala —la alentó.
Un universo de datos rogaba que le prestaran atención. De un modo casi meticuloso, casi a la velocidad de la luz, Miocene asignó grados de importancia a cada noticia, real o rumoreada, y luego absorbió y digirió lo que parecía más vital. Se estaban produciendo pequeñas protestas en espacios repartidos por toda la nave. Se habían disparado armas en media docena de lugares públicos. Pero la mayor parte como advertencia. Con miles de millones de pasajeros, se podía garantizar que unas cuantas de las peleas eran simples delitos. Siempre había un nivel de violencia completamente habitual. Locke seguía desaparecido, mil pequeños jirones de pruebas insinuaban que había resultado muerto el primer día. Luego se centró en los equipos que Till había enviado a la ciudad rémora: su composición, sus historiales de entrenamiento, su inadecuada experiencia. Eran tan buenos como algunas unidades, no mejores que la mayoría. ¿Pero este trabajo no exigiría disponer de los mejores? Enviar unos cuantos cuerpos a una ciudad dominada por el enemigo parecía un desperdicio tan flagrante y peligroso…
Se detuvo en esa reveladora palabra.
Desperdicio.
Y luego volvió a examinar el daño a través de los ojos del barrenero. Absorbió una profunda bocanada de plasmas abrasadores y pensó en aquellas antiguas máquinas a las que habían asesinado sin propósito digno, y luego calculó el número de ingenieros y zánganos que requerirían esas reparaciones. Ingenieros rebeldes, con toda probabilidad, dado que todavía no confiaban en sus propios cuerpos. Y cuando ya estuvo lo bastante enfadada, se le abrió la boca viva y comentó a su primero en la presidencia:
—Voy a dejar que se respeten tus órdenes.
—Como desee, señora.
—Y también —continuó la maestra— quiero que se despliegue cerca una batería completa de armas. Por si atacan a nuestras tropas. En el lugar en el que estábamos cuando se dispararon los cohetes: esa sería una atalaya natural y una bonita ironía. ¿No te parece?
—Todo a su servicio, señora. —El rostro de Till se iluminó. Luego se inclinó.
Se inclinaba ante Miocene, esperaba ella.
43
Había un ejército de diminutos hongos venenosos de color blanco óseo sobre una alfombra de algo oscuro y acuoso desde la que se elevaban hacia el aire húmedo y brillante cálidos vapores etéreos.
Durante mucho, mucho rato no pasó nada, no cambió nada.
Luego se abrió una fisura y una mano y una muñeca sucísimas se abrieron camino hasta la luz, el codo quedó expuesto, el brazo se dobló hacia un lado, después al otro, los dedos acabaron con los delicados hongos venenosos con movimientos de tanteo que se iban haciendo más desesperados con cada momento que pasaba.
Por fin la mano se retiró, se desvaneció.
Transcurrió medio segundo.
Luego, con un sonido húmedo, aguado, se abrió el suelo de golpe y se sentó un cuerpo desnudo que escupía y jadeaba. Después tosió con un vigor asfixiante que decayó tras varios dolorosos minutos, convertido en una sarta de suaves quejidos.
El hombre se quedó mirando su entorno.
Lo rodeaba un bosque de setas de cuerpo grueso, cada una tan grande como un árbol de la virtud adulto. Su rostro mostraba asombro, duda y miedo, e incluso cuando ya debería haberse recuperado del ahogo, su respiración seguía estando agitada y el corazón le latía con paso angustiado. Poco importaba cuántas veces se limpiara los ojos con el dorso sucio de las manos, era incapaz de encontrarle sentido a lo que estaba viendo.
Sin alzar la voz quebrada murmuró:
—¿Dónde? ¿Dónde?
Al oír el sonido de su voz surgió un hombre alto del bosque de setas. Llevaba el uniforme de maestro adjunto, pero la tela espejada estaba arrugada y cansada, las mangas deshilachadas, y un tajo vertical exponía una de las largas y pálidas piernas. Sonreía, y a la vez no lo hacía. Se acercó hasta un punto determinado y se arrodilló.
—Hola —dijo—. Relájate. Un nombre. Normalmente comenzamos con un nombre.
—¿Mi nombre?
—Quizá fuese lo mejor.
—Locke.
—Por supuesto.
—¿Qué me ha pasado? —balbució Locke.
—Tú estabas allí —comentó el otro hombre—. Mejor que yo, serías tú el que sabría lo que ha pasado.
Como una persona presa de repente del frío, Locke apartó las rodillas de la tierra negra y hedionda y se aferró a ellas durante un buen rato. Luego, en voz baja, muy baja, preguntó:
—¿Qué es este lugar?
—Una vez más —dijo el hombre—, tendrías que conocer también esa respuesta.
El rostro de Locke parecía muy simple y, por un momento, muy joven. Después de un pensativo jadeo dijo:
—De acuerdo —y se obligó a levantar los ojos con una mezcla de resignación y esperanza—. No te conozco —admitió—. ¿Cómo te llamas?
—Hazz.
Locke abrió la boca y luego la volvió a cerrar.
—Me tomaré eso como señal de que me has reconocido —respondió aquel hombre muerto tanto tiempo atrás. Luego se puso en pie y le hizo un gesto al recién llegado—. Aséate. Dime qué ropas quieres y estas aparecerán. Luego, si lo deseas, sígueme. —El hombre sonrió con gesto cómplice—. Conozco a alguien que tiene muchas ganas de verte.
Locke debía de estar esperando a otra persona.
Ataviado con un calzón de cuero rebelde siguió a Hazz hasta que salieron del bosque de setas, y el sencillo y juvenil rostro se desvaneció de repente. Estaba enfadado. Su espalda se puso rígida y le falló la voz en el primer intento. Luego se obligó a decir «padre» con una amargura pura, sin mezcla.