Se decidió. Cogió la cerveza, vació su contenido y luego la aplastó con toda su fuerza contra la cara pálida, regordeta y cómicamente sorprendida de Barry Caldwell.
Patrick había tomado la ventaja psicológica, había dado el primer golpe. No tardó en darse cuenta de que los hombres que le rodeaban no pensaban intervenir. Supo entonces, sin ninguna sombra de duda, que su instinto, como de costumbre, había acertado.
Todos tenían aspecto de derrotados, todos miraron consternados y todos tenían miedo de que el siguiente en la lista pudiera ser uno de ellos. Estaban viejos, viejos para su edad, viejos de tantas borracheras, de tanto fumar y de tanto joder con rameras. Ninguno de ellos había sido seriamente desafiado desde que estuvieron en filas. Eran despojos, reliquias del pasado, de un pasado triste y gris, cuyo anticuado código de moral resultaba sofocante para una persona joven como él. Eran carroña, unos viejos capullos. Todos estaban más que acabados y lo sabían.
Él, sin embargo, aún era lo suficientemente joven para dejar huella y lo suficientemente mayor como para ganarse el respeto. Pat Brodie se estaba abriendo camino y, a la edad de veintinueve años, estaba dispuesto a poner su dinero donde más le conviniera.
Los jueces estaban dando castigos ejemplares y poniendo sentencias muy largas. Eso, en lugar de ser un impedimento, había hecho que él y sus homólogos fuesen más arriesgados y más violentos, ya que, si iban a ser arrestados, más valía que fuese por una buena razón.
Miró con desprecio a Barry. Tenía aspecto de oveja más que de cordero.
Lily Diamond estaba exhausta. El turno de trabajo había sido muy largo y tenía las piernas hinchadas después de haber pasado catorce horas en una fábrica de congelados sobre un suelo helado, más la hora de espera del autobús que la dejaba a diez minutos de casa.
Entró bostezando, su madre le ayudó a quitarse el abrigo, lo colgó en el perchero que estaba detrás de la puerta y le sirvió una taza de té. Luego, con la diligencia de siempre, le puso delante un plato con huevos fritos y jamón.
Todo aquello se hizo en el más completo silencio para no despertar al borracho que estaba plácidamente roncando en el sofá del salón.
Lily sonrió a su madre, pero ambas sabían que aquella sonrisa no significaba nada, pues hacía ya mucho tiempo que no existía ni la más mínima conexión entre ellas.
Lily sabía que se parecía a su madre. Ambas tenían el mismo pelo espeso y el mismo color gris de los ojos; su constitución era tan similar que las personas solían confundirlas por detrás y ambas estaba bendecidas con una silueta que, en el caso de su madre, desmentía la edad. Eso alegraba de alguna manera a Lily, ya que esperaba que su aspecto durara más tiempo que el de la mayoría de sus amigas. Sin embargo, al margen de esas coincidencias, eran tan distintas como un perro y un gato.
Lo único que tenían en común era su odio por el hombre que dominaba sus vidas y que las aterrorizaba a cada momento.
Mick Diamond no era su padre y ella se lo agradecía al cielo cada día de su vida, pero se había casado con su madre estando preñada de otro hombre. La convirtió en una mujer respetable y esperaba que le diese unos hijos propios que nunca llegaron. En consecuencia, no sólo se sentía resentido, sino culpable por no ver niños sentados alrededor de la mesa, ningún hijo con el que poder contar cuando fuese viejo y que pudiera ahogar sus desgracias comprándole el alcohol que tan desesperadamente necesitaba.
Su nombre lo llevaría una bastarda, la hija de otro. El hecho de que ella existiera era prueba contundente de que él era el culpable de que su mujer no tuviera hijos.
Lily se había criado en una casa carente de amor, de cualquier tipo de normalidad. Aprendió desde muy temprano que estarse callada, mantenerse en segundo plano y ser lo más invisible posible era la única esperanza de poder sobrevivir.
Para su madre ella se había convertido en un constante recuerdo de su desgracia, y para su padrastro en un constante recuerdo de su incapacidad para engendrar hijos. A los cinco años ya se había convertido en una diplomática que había aprendido la necesidad de mantener contentas a esas dos personas inestables a base de no hacer ningún ruido, no exigir atención ni tiempo y, lo más importante, alejando de su casa a todo aquel que quisiera inmiscuirse en su vida o en la de ellos.
Luego, cuando empezó a traer un jornal, se ganó algo de respeto, pero tardó mucho tiempo en lograrlo. A los quince años sabía más de la vida que las mujeres que le triplicaban su edad. Aun así, necesitaba mantener la serenidad hasta que tuviera dinero suficiente como para establecerse por su cuenta o casarse.
Mientras comía notó el ambiente opresivo que siempre reinaba en la casa, así que masticó en silencio y con la diligencia acostumbrada.
La comida no era un momento de ocio en esa casa, sino algo esencial para sobrevivir. Jamás había conocido esa parte social que conlleva el comer hasta que no lo hizo en casa de algunas amigas. Ver a la gente comer tranquilamente, conversando acerca de lo que habían hecho durante el día o sobre lo que habían leído en los periódicos, le pareció una experiencia tan reveladora como la que experimentó san Juan Bautista.
Hasta que no empezó a trabajar, jamás había salido a jugar, ni se había relacionado con nadie, ni tan siquiera en la escuela, por lo que nunca se había dado cuenta de lo diferente que era la vida en las casas de los demás.
En la escuela se comportó como una niña tímida, con dificultades para entablar amistades, ya que no había aprendido tal cosa de sus padres. Era una destreza que aprendió más tarde y por su propio esfuerzo, cuando el trabajo le abrió los ojos a un mundo que antes desconocía.
En la escuela la habían ridiculizado por su timidez, su forma tic vestir y su miedo a juntarse con otras niñas. Su miedo había permitido que las demás la dominasen y su mayor temor era que se entrometieran en su vida o quisieran conocer su casa. El miedo a que alguien llamara a la puerta preguntando por ella le había causado tal desasosiego que, en ocasiones, estuvo a punto de desmayarse. Su soledad era tan intensa que provocaba un dolor interno y le hacía padecer como si sufriera alguna enfermedad física. Hasta las monjas más estrictas habían significado un contacto distinto al de sus padres, y había llegado a saborear sus más duras reprimendas pensando que, al menos, alguien se daba cuenta de que existía.
Ahora comprendía lo que significaba ser parte de los demás. De hecho, le resultaba necesario, más que cualquier otra cosa, pues sabía que eso la mantenía sana. La época del «jamás volverá a ser lo mismo» había venido y se había marchado sin que nadie de la familia lo mencionara. Sin embargo, su madre y su abuela se habían refugiado bajo la mesa o en un refugio antibombas prefabricado y montado en el patio trasero y jamás hicieron el mínimo comentario sobre la guerra, ni sobre los alemanes, ni siquiera se mencionó el nombre de Hitler, algo que llevaban con mucho orgullo.
Nada relevante había acontecido jamás en aquella casa; era como si el mundo exterior no existiese. Su abuela había muerto repentinamente una noche y su madre apenas lo mencionó. La sacaron por la puerta delantera en una caja de madera y ese mismo día todo volvió a la normalidad. Lily, al menos, se libró de una carga, ya que su abuela no dejó un instante de reprocharle que no tuviera padre. Se sintió aliviada al extinguirse el origen de esos reproches.
Lily estaba asustada, se pasaba la vida en un estado de pánico completo, aunque en realidad no sabía por qué. Lo tenía metido dentro del cuerpo y, como nadie se dirigía a ella salvo que fuese estrictamente necesario, había arraigado allí.
Su miedo había sido tan ignorado por los demás como disimulado por ella misma. Nadie intentó jamás detener el angustiado latido de su corazón, ni explicarle que pronto se acabaría todo aquello. Fue sólo en la escuela, escuchando a escondidas las conversaciones de otros niños, cuando empezó a tener una ligera idea de cómo era la vida de los demás.