– Mmm -Kane alzó la cabeza y contempló aquellos maravillosos ojos verdes que podría estar mirando eternamente-. ¿Qué te pasa, cariño?
– Mi pie -aquello era lo último que Kane esperaba oír-. El hielo. Colócamelo bien -dijo con una risa frustrada, moviendo el pie herido en un obvio intento de deshacerse de la bolsa-. Por favor.
Kane también se echó a reír y tomó la bolsa con una mano.
– Ah -suspiró Kayla satisfecha.
– Y yo que pensaba que era yo el que te estaba haciendo suspirar de placer -sacó un cubito de la bolsa-. En fin, no seré yo el que te niegue ese placer.
Kayla abrió los ojos de par en par mientras lo observaba deslizar el cubito por la línea de encaje del sujetador. Lo movía hacia delante y hacia atrás, deteniéndose únicamente cuando el agua se acumulaba para lamer las gotitas. Los ojos de Kayla resplandecían de placer y deseo. Y los gemidos que escapaban de su garganta lo excitaban como ninguna otra cosa conseguía hacerlo.
Kayla lo agarró nuevamente de la camisa y tiró suavemente de ella. Kane la ayudó a quitársela y a los pocos segundos la prenda estaba en el suelo. Pero cuando la joven buscó la cremallera de los pantalones, él se detuvo. Quería permitirle continuar, quitarle también a ella los pantalones y terminar lo qué él mismo había comenzado.
Pero aquél era precisamente el problema. Acababan de comenzar. Y si aquélla iba a ser la última vez que iban a estar juntos, quería que durara todo lo posible.
Con los dedos húmedos y un cubo de hielo ya empequeñecido, dibujó los labios llenos de Kayla y posó el hielo en el interior de su boca. El beso que siguió a aquel gesto fue una erótica y ardiente mezcla de la gelidez del hielo y el confortable calor de Kayla.
Kane tomó entonces uno de sus senos con una mano mientras acariciaba el otro con la otra. Kayla gemía y echaba la cabeza hacia atrás con obvia sumisión. Kane parecía decidido a prolongar aquella deliciosa tortura, rodeaba sus senos con una lentitud insoportable. Con cada movimiento se acercaba cada vez más a los pezones que encumbraban sus senos… Y cuando llegó al centro, Kayla alzó la cabeza y lo miró con decisión.
– Los juegos ya se han terminado, Kane.
– Créeme, no estoy jugando…
– Sí, claro que estás jugando -se humedeció los labios con la lengua-. Y ya es hora de que dejes de hacerlo. No es que no esté disfrutando con ello, pero ya no quiero seguir jugando a esto.
A Kane no debería sorprenderle que conociera sus intenciones antes de que hubiera podido averiguarlas él mismo. Kayla había sabido comprenderlo prácticamente desde que se habían conocido. Y no iba a ser él el que se pusiera a discutir. La deseaba tanto que le dolía.
Y supo que probablemente le seguiría doliendo durante el resto de su vida. Pero no era eso algo en lo que quisiera pensar en ese momento.
Dejó de acariciarla, pero sólo para desprenderse de las últimas prendas de ropa que los separaban. Buscó con la mano el rincón húmedo y caliente que parecía estar esperando sólo para él y se hundió en el interior de Kayla con la sensación de haber vuelto por fin a casa.
Kayla todavía sentía vibrar su piel. El corazón continuaba latiéndole descontroladamente tras la intensidad que había encontrado en sus brazos. Kane había hecho todo lo que ella había soñado y algunas cosas en las que ella ni siquiera se había atrevido a soñar.
Kane había perdido el control. Y al hacerlo le había cedido una parte de sí mismo en medio de su pasión. Una ironía, puesto que Kayla sabía que lo había perdido para siempre.
Se vistieron en silencio, como si fueran dos extraños. Pero Kayla había hecho una promesa y pretendía cumplirla. «No espero nada de ti. Cuando todo esto haya terminado, podrás marcharte sin mirar atrás. Yo no te detendré», le había dicho. Y había llegado el momento de respetar sus palabras, aunque tuviera el corazón roto.
– Si se te hincha el tobillo -le dijo Kane, volviéndose hacia ella-, llаmа…
– Sí, llamaré al médico -si pensaba marcharse, lo menos que podía hacer era irse rápidamente.
– Bien. Esta noche puedes ponerte hielo.
Kayla se levantó cuidadosamente del sofá y se acercó a Kane por última vez.
– No te olvides de acercarte mañana por comisaría para declarar -le recomendó Kane. Y añadió con expresión más suave-: Yo lo haré esta noche y la semana que viene estaré fuera. Reid podrá encargarse de ti.
Kayla se encogió de hombros.
– De acuerdo. Y ahora, si ya has terminado de encargarte de mí, te importaría… -señaló hacia la puerta, incapaz de continuar la frase-. Vete, Kane.
Kane asintió bruscamente. Su rostro había vuelto a convertirse en aquella inexpresiva máscara que había perfeccionado durante años. Alzó la mano y le acarició la mejilla.
– Si necesitas algo…
– No lo necesitaré.
Kane asintió nuevamente y retiró la mano. Antes de dar media vuelta y dirigirse hacia la puerta, la miró a los ojos por última vez.
– Adiós, Kane.
La puerta se cerró tras él después de aquella silenciosa despedida. Kayla tenía que admitirlo. Aquel hombre era especial. Demasiado especial, pensó, y se dispuso a sacar de su casa todo lo que pudiera recordarle aquellos días de convivencia con Kane McDermott.
– Ha pasado ya una semana desde que tuvimos que vérnoslas con esos tipos -Reid rodeó el escritorio de Kane y se sentó frente a él-. Y qué semana.
– Siempre has sido una persona modesta, jefe -pero, en aquella ocasión, el orgullo de Reid era comprensible. No sólo habían desmantelado una red de prostitución, sino que habían podido probar que los tíos de Kayla habían sido asesinados y que su tía en particular, además de ser inocente, había intentado poner en manos de la policía toda la información que tenía sobre la red.
– Déjame presumir de mi éxito, McDermott. Después de todos estos años, creo que me lo merezco. Estoy a punto de jubilarme… Y jamás había pensado que me vería envuelto en un caso como éste.
– En cuanto se enteró de que podía ser acusado de asesinato nuestro hombre comenzó a soltar nombres, fechas, casos que creíamos que no íbamos a resolver jamás…
Reid sonrió de oreja a oreja.
– Es sorprendente lo que la promesa de permitirle acogerse a un programa de protección de testigos puede conseguir de un tipo desleal.
– Él era leal -lo contradijo Kane-, aunque sólo al ganador.
– ¿Y qué me dices de ti?
Kane se levantó bruscamente.
– ¿Qué demonios se supone que estás insinuando? ¿Estás dudando acaso de mi lealtad?
– Al departamento no, pero a ti mismo sí.
Kane gimió y volvió a dejarse caer en la silla.
– Te diré una cosa. Tú preocúpate de tu jubilación y ya me preocuparé yo de mí mismo.
– ¿De verdad? No creo que te hayas ocupado de ti mismo una sola vez desde que tu madre murió bajo las ruedas de un autobús.
– Si fueras otra persona, te pegaría por lo que acabas de decir.
– ¿La has vuelto a ver?
– ¿A quién?
El capitán se levantó de su silla.
– ¿Sabes, McDermott? He quedado a comer con el abogado del distrito y no tengo tiempo de andarme con rodeos. Si quieres seguir viviendo solo como has vivido hasta ahora, adelante. Si quieres que esa mujer abandone tu cama para meterse en la de otro…
– Eh, un momento Reid.
– ¿Qué pasa? Ya te he dicho que no iba a andarme con rodeos. Y lo que quería decirte es que esa mujer te convirtió en un ser humano. Necesitas a Kayla Luck, McDermott -Reid se enderezó-. Ah, y por cierto. Hiciste un trabajo condenadamente bueno en este caso. Intuiste que era un caso importante incluso antes de que yo creyera que la dama necesitaba protección y conseguiste mantenerla a salvo. Estoy orgulloso de ti, hijo.
Antes de que Kane pudiera contestar, Reid salía ya por la puerta de la comisaría.
Cerrado. Al menos temporalmente. Charmed había dejado de existir. Kayla y Catherine lo habían vendido.