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Y estaba a unos veinte kilómetros.

– ¿Qué hace en Bellfield? -le preguntó.

– Visitando los lugares predilectos de mi infancia.

Ellie movió la cabeza hacia las ramas que tenían encima.

– ¿Su árbol preferido?

– Solía subirme ahí con Macclesfield.

Ellie terminó de cortar la bota y dejó la navaja.

– ¿Con Robert? -le preguntó.

Charles la miró desconfiado y algo protector.

– ¿Lo conoce por el nombre de pila? Hace poco que se casó.

– Sí. Con mi hermana.

– Vaya, el mundo es un pañuelo -murmuró él-. Es un placer conocerla.

– Quizá no piense lo mismo dentro de unos segundos -respondió ella. Con suavidad, le sacó el pie hinchado de la bota.

Charles miró la bota destrozada con expresión de pena.

– Imagino que el tobillo es más importante -dijo, pensativo, aunque no sonó como si lo dijera en serio.

Ellie le estudió el tobillo con manos expertas.

– Me parece que no se ha roto ningún hueso, pero se ha hecho un buen esguince.

– Parece toda una experta en estas cosas.

– Rescato todo tipo de animales heridos -respondió ella con las cejas arqueadas-. Perros, gatos, pájaros…

– Hombres -terminó él.

– No -respondió ella con descaro-. Usted es el primero. Aunque imagino que no debe ser tan distinto a un perro.

– Se le ven los colmillos, señorita Lyndon.

– ¿De veras? -preguntó ella al tiempo que se llevaba las manos a la cara-. Tendré que acordarme de quitármelos.

Charles se echó a reír.

– Señorita Lyndon, es usted un tesoro.

– Es lo que yo siempre digo a todo el mundo -respondió ella encogiéndose de hombros y con una sonrisa irónica-, pero parece que nadie me cree. Bueno, me temo que va a tener que llevar bastón unos días. Seguramente, una semana. ¿Tiene alguno?

– ¿Aquí?

– No, me refiero en su casa, pero… -dejó las palabras en el aire mientras miraba a su alrededor. Vio un palo largo a unos metros y se levantó-. Esto le servirá -dijo, cuando lo recogió y se lo ofreció-. ¿Necesita ayuda para ponerse de pie?

Él dibujó una salvaje sonrisa cuando se acercó a ella.

– Cualquier excusa para estar en sus brazos, querida señorita Lyndon.

Ellie sabía que tendría que haberse ofendido, pero es que el conde se estaba esforzando mucho en ser encantador y, aunque le costara reconocerlo, lo estaba consiguiendo. Y fácilmente. Ellie supuso que por eso era un donjuán con tanto éxito. Se colocó detrás de él y lo agarró por debajo de los brazos.

– Le advierto que no soy demasiado delicada.

– ¿Por qué no me sorprende?

– A la de tres. ¿Está listo?

– Supongo que eso depende de…

– Una, dos… ¡tres! -con un gruñido y un tirón, Ellie levantó al conde. No fue nada fácil. Pesaba veinticinco kilos más que ella y, encima, estaba ebrio. Al conde le fallaron las rodillas y ella estuvo a punto de maldecir en voz alta cuando tuvo que sujetarlo con sus piernas. Entonces el conde empezó a tambalearse hacia el otro lado, y Ellie tuvo que colocarse delante de él para evitar que se cayera.

– Así se está de maravilla -murmuró él cuando tuvo su pecho pegado al de ella.

– Lord Billington, debo insistir en que utilice el bastón.

– ¿Contra usted? -parecía intrigado por aquella petición.

– ¡Para andar! -exclamó ella.

Él hizo una mueca ante el ruido agudo y meneó la cabeza. -Es algo muy extraño -murmuró-, pero siento la urgente necesidad de besarla.

Por una vez, Ellie no supo qué decir.

Él se mordió el labio inferior de forma pensativa.

– Creo que debería hacerlo.

Aquello bastó para hacerla reaccionar; saltó a un lado y el conde cayó al suelo otra vez.

– ¡Por el amor de Dios, mujer! -gritó él-. ¿Por qué ha hecho eso?

– Iba a besarme.

Él se frotó la cabeza, con la que había golpeado el tronco de un árbol.

– ¿Tan terrible era la idea?

Ellie parpadeó.

– Exactamente terrible, no.

– Por favor, no diga que era repulsiva -refunfuñó-. No podría soportarlo.

Ella exhaló y le ofreció una conciliadora mano.

– Siento mucho haberlo soltado, milord.

– Una vez más, su cara es la viva imagen del arrepentimiento.

Ellie contuvo el impulso de golpear el suelo con los pies.

– Esta vez lo decía de verdad. ¿Acepta mis disculpas?

Él arqueó las cejas y dijo:

– Parece que, si no lo hago, vaya a hacerme daño.

– Oh, vamos -dijo ella entre dientes-. Intento disculparme.

– Y yo intento aceptar sus disculpas.

Alargó el brazo y aceptó la enguantada mano. Ella lo ayudó a levantarse y, cuando el conde se estabilizó con la ayuda del palo, Ellie se separó de él.

– Le acompañaré a Bellfield -dijo ella-. No está demasiado lejos. ¿Podrá llegar a su casa desde allí?

– He dejado el carruaje en el Bee and Thistle -respondió él.

Ella se aclaró la garganta.

– Le agradecería que se comportara con amabilidad y discreción. Puede que esté soltera, pero debo proteger mi reputación.

Él la miró de reojo.

– Me temo que hay quien me considera un canalla.

– Lo sé.

– Su reputación quedó estropeada en cuanto caí encima de usted.

– Por todos los santos, ¡se ha caído de un árbol!

– Sí, claro, pero usted me ha tocado el tobillo con las manos.

– Ha sido por el más noble de los motivos.

– Francamente, me pareció que besarla también parecía bastante noble, pero usted no pensaba lo mismo.

Ella apretó los labios.

– Me refiero exactamente a ese tipo de comentarios frívolos. Sé que no debería, pero me preocupa lo que la gente piense de mí, y tengo que vivir aquí el resto de mi vida.

– ¿De veras? -preguntó él-. Qué pena.

– No es gracioso.

– No pretendía serlo.

Ella suspiró con impaciencia.

– Intente comportarse cuando lleguemos a Bellfield. Por favor…

Él se apoyó en el palo y realizó una educada reverencia.

– Intento no decepcionar nunca a una dama.

– ¡Quiere estarse quieto! -exclamó ella mientras lo agarraba por el codo y lo levantaba-. Volverá a caerse.

– Vaya, señorita Lyndon, creo que está empezando a preocuparse por mí.

Su respuesta fue un gruñido poco femenino. Con los puños cerrados, empezó a caminar hacia el pueblo. Charles la siguió cojeando y sin dejar de sonreír. Sin embargo, ella caminaba mucho más deprisa que él y la distancia entre ellos aumentó hasta que se vio obligado a gritar su nombre.

Ellie se volvió.

Charles le ofreció lo que esperaba que fuera una atractiva sonrisa.

– Me temo que no puedo mantener su ritmo -alargó las manos a modo de súplica y perdió el equilibrio. Ellie corrió a su lado para ayudarlo a incorporarse.

– Es un desastre andante -dijo ella mientras lo sujetaba por un codo.

– Un desastre renqueante -la corrigió él-. Y no puedo… -se llevó la mano libre a la boca para sofocar un ebrio eructo-. No puedo renquear deprisa.

Ella suspiró.

– Venga. Puede apoyarse en mi hombro. Juntos, tendríamos que poder llegar al pueblo.

Charles sonrió y la rodeó con el brazo. Era menuda, pero tenaz, de modo que decidió sondear las aguas y apoyarse un poco más en ella. Ellie se tensó y soltó otro sonoro suspiro.

Se dirigieron despacio hacia el pueblo. Charles se apoyaba cada vez más en ella, pero no sabía si su incompetencia se debía al esguince o a la ebriedad. La notaba cálida, fuerte y suave a su lado, todo a la vez, y no le importaba demasiado cómo había terminado en aquella situación; estaba decidido a disfrutarla mientras durara. Cada paso presionaba más el pecho de Ellie contra sus costillas y descubrió que era una sensación de lo más agradable.